ANTONIO Sosa, párroco de Periana no oculta su preocupación, ni tampoco descarta que cualquiera de esos incidentes imprevisibles que a veces surgen de un nimio roce, haga saltar una chispa de consecuencias indeseables. Si echa de memoria, sitúa hace unos cuatro años la llegada de las primeras familias rumanas al pequeño pueblo axárquico. Entonces fueron sólo dos o tres matrimonios, cuya presencia no supuso cambio significativo alguno; nada excepcional más allá de la curiosidad que levantaron aquellas mujeres vestidas de negro de cuello a tobillos. Así lo recuerda Concha Vizueque, fiel colaboradora de la parroquia de San Isidro: «Yo creo que los primeros que llegaron eran cíngaros. Nos extrañaba verlas con esas faldas largas y negras».Pero a partir de octubre del pasado año, sin saber muy bien el modo exacto en el que dieron con el pueblo, el número empezó a crecer de tal forma que la presencia de rumanos se hizo más que evidente, hasta alcanzar en poco tiempo una cifra que hoy se sitúa en torno a las 300 personas: «Este número se diluye en una gran ciudad, pero en un pueblo de 3.000 habitantes se convierte, de repente, en el 10% de la población», hace notar el cura, que como han contado otros vecinos, también afirma haber visto de madrugada las furgonetas de las que bajaban los inmigrantes. De hecho, algunos de los rumanos explican, en un intento de castellano muy difícil de comprender, que el precio por el viaje que les trajo aquí fue de 300 euros por persona, casi el doble de lo que cuesta el autobús Málaga-Bucarest. Se suponía que venían a la recogida de la aceituna, y hubiera habido trabajo para ellos, asegura Antonio Sosa. Lo hubiera habido, mantiene el párroco, si la Guardia Civil de Periana no hubiera intervenido como dice que lo hizo: «Al ver una población rumana tan grande argumentó que había peligro de que fueran explotados. Eso fue la explicación oficial». No obstante, para Sosa, la presión fue excesiva, tanto que se registraron 'retenciones administrativas' e incluso algunos rumanos pasaron horas en los calabozos, aunque luego fueron puestos en libertad. «Se generó miedo en la población, especialmente entre los empresarios, a los que dijeron que podían enfrentarse a multas si contrataban a 'sin papeles'. En alguna ocasión la Guardia Civil se puso en la entrada de cooperativas e incluso en algunos puntos de la carretera por los que pasaban los inmigrantes para ir al trabajo. La gente se asustó y dejó de contratarles, y algunos que ya estaban recogiendo la aceituna tuvieron que irse».Hoy, casi cinco meses después, la situación de la comunidad rumana es de extrema precariedad y de hecho Cáritas ya les suministra alimentos básicos. Varias familias habitan viejas viviendas del pueblo, por las que pagan alquileres que rondan los 350 euros y que, de seguir así, quizá no puedan afrontar, con el añadido de que la mayoría de los matrimonios quieren sacar de Rumanía a sus hijos pequeños cuando el curso acabe. Sólo algunas mujeres trabajan en el servicio doméstico, pero su integración no es fácil, debido al desconocimiento del idioma y a su reticencia a aprenderlo: «Creo que piensan que si ellas aprenden podrán trabajar y entre ellos aún existe la mentalidad machista acerca de que es el hombre el que debe hacerlo», intenta explicar Concha. Tanto ella como el párroco mantienen que la comunidad rumana es compleja, incluso en las relaciones entre ellos mismos, en las que se detectan niveles importantes de desconfianza; una desconfianza que parece se sustenta en la situación que aún se vive en el país. Desconfianza«La situación del país, donde todavía las estructuras de poder político y de control no se han desmantelado, inhiben y dificultan la relación confiada entre los compatriotas, temerosos de que entre ellos haya chivatos que les puedan acusar de deslealtad a la patria y perjudicar a la familia en Rumanía». El análisis corresponde a la memoria realizada por la Diputación Provincial de Málaga tras la puesta en marcha en abril del año pasado del programa 'Acercando culturas', uno de cuyos objetivos es precisamente prevenir conflictos interraciales en localidades menores de 20.000 habitantes, una vez asumido el hecho del constante y en algunos casos muy relevante crecimiento de la población inmigrante en estas localidades.A través de las dos mediadoras y los tres trabajadores sociales contratados para su desarrollo, la Diputación ha analizado la situación de algunos pueblos de la provincia, tanto en la Costa del Sol occidental como en las comarcas de La Axarquía y el Guadalhorce.En el caso de Periana y a través del citado programa ya se ha creado una mesa permanente de inmigración, en la que están presentes numerosos organismos, instituciones y colectivos sociales, que intentan buscar soluciones, tales como la creación de una bolsa de trabajo que permita que los inmigrantes encuentren ocupación en otros pueblos, o la posibilidad de organizar programas específicos para las mujeres más jóvenes, porque consideran que su adaptación sería más rápida y fácil. Mesas de este tipo se han constituido también en los pequeños municipios axárquicos de Benamocarra y Riogordo, mientras que en Torrox está en fase de planificación.Cierto rechazoEl estudio realizado por la Diputación ha determinado también otra zona sobre las que habría que prestar una especial atención. Se trata de Pizarra, en la comarca del Guadalhorce, donde también existe un importante asentamiento de familias rumanas, que el pasado año ya superaban el centenar de personas. Según recoge la memoria, el crecimiento de este colectivo «ha creado un cierto rechazo social en el pueblo» y también se ha detectado «una relación conflictiva» entre el propio colectivo. En este caso, la mediadora apunta a la posibilidad de crear una asociación de inmigrantes y confía en que las numerosas actuaciones de sensibilización den sus frutos.Aunque aquí sin conflictos, el resultado que arroja el análisis de este programa pone de manifiesto cuestiones cuanto menos, curiosas. Es el caso de Cártama, en el que se ha localizado un colectivo importante de de ucranianas todas ellas venidas de la región de Lvov, una zona eminentemente agrícola. Al contrario de lo que ocurre con la comunidad brasileña que también empieza a hacerse visible en el pueblo y que se caracteriza por su juventud, la edad de las mujeres ucranianas suele rondar los 45 o 50 años. El caso de los inmigrantes brasileños es también muy significativo por su número en Antequera, mientras que en Benahavís, por ejemplo, hay una importante comunidad filipina. El hecho no es nuevo y su llegada parece remontarse a los años 70. Vinieron de la mano de los jeques árabes que se instalaron en Marbella, cuyo servicio estaba integrado por personas del citado país. En la actualidad el contacto con el mismo es difícil, debido a que en un altísimo porcentaje se trata de mujeres que trabajan como internas en el servicio doméstico.
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