lunes, 10 de diciembre de 2012

Los juegos de mi niñez II por José Manuel Frías Raya.


LOS JUEGOS DE MI NIÑEZ II

                                                                          El pasado no ha muerto,
                                                                                                         vive en mis recuerdos.
                                                                          Manu Leguineche.    
         En primer lugar, mostrar mi sincero agradecimiento a las personas que se han puesto en contacto conmigo para felicitarme por la publicación de la primera parte de Los Juegos de mi niñez. A ellos, y a otros, les notifico que todos los juegos sugeridos, hasta ahora, formarán parte de la recopilación. Sigamos jugando.  En el presente número de ALMAZARA nos vamos a entretener con algunos juegos tan populares, en aquellos lejanos tiempos,  como eran los platillos, los indios, el trompo y la billarda. Si mis cálculos no fallan,  aún quedaran dos entregas por publicar; pero, en el próximo número de la  revista, es decir, el que saldrá coincidiendo con las Fiestas de San Isidro, daremos descanso a los juegos. Siendo ocupado este espacio por un relato que pretendo escribir para rememorar el cincuentenario de mi primera comunión.

Por cierto, os quiero hacer participes de una porfía que he mantenido -nunca escarmentaré-  con mi amigo Paco, el responsable de que los trece primeros recuerdos de mi niñez aparecieran firmados con seudónimo. En la entrega anterior, al mencionar la patineta hacía referencia a que ningún niño de mi generación, que yo tuviera conocimiento, sufrió fractura alguna al caerse de tan peligroso artilugio.  Mi contrincante argumenta que era debido a que los chiquillos de antes éramos como de goma y rebotábamos a chocar con el suelo.  Yo creo que la razón es otra. En las últimas décadas, la población del planeta Tierra ha crecido de manera vertiginosa, rebasamos ya los 7.000 millones de habitantes y, de seguir así la cosa, llegará el día que no quepa ni un alfiler.  Antes, cada niño teníamos nuestro particular Ángel de la Guarda que nos protegía, a tiempo completo, las veinticuatro horas del día; pero debido a la masificación actual, un solo espíritu celeste debe velar por cuatro o cinco chaveas a la vez y, por mucho que se esfuercen, los pobres no dan abasto para protegerlos a todos. Queridos lectores, tomen partido: ¿Tiene razón mi amigo Paco, la tengo yo, o la causa es otra?


LOS PLATILLOS.  Era de los juegos más populares entre los niños de mi generación. Su gran aceptación se debía a lo asequible que era el material necesario para practicarlo: los tapones de los botellines de cerveza o refrescos. Los niños nos metíamos detrás de las barras de los bares para recolectarlos, o acudíamos a los basureros donde iban mezclados con los desperdicios de los cafés, desechando los que al extraerlos había doblado el abridor. Yo recuerdo que en mi casa, en un hueco que existía junto a las cantareras, tenía una caja de cartón llena de platillos, y que mi amigo-vecino Isidro “Adolfo” tenía varias cajas repletas en la azotea. Los predominantes, en aquellos tiempos, eran los de Nik (un refresco de limón y naranja que se fabricaba en el Alambique de Rafael de “La Concepción”), Fanta, Mirinda, Coca-Cola, Pepsi-Cola, Cerveza Victoria o Cruzcampo.

Había varias modalidades de juegos que se podían practicar con platillos: hoyo, mate, carreras, fútbol, ciclismo… pero nosotros solamente jugábamos al hoyo y mate.

EL HOYO.  Tal y como su nombre indica era imprescindible para practicarlo un hoyo excavado en el suelo donde introducir los platillos. Debía medir en torno a los seis centímetros de diámetro y otros tantos de  profundidad.  En los lugares del pueblo, donde los niños nos reuníamos para jugar, era habitual encontrar hoyos que pasaban de generación en generación, dándose el caso de hijos que jugaban a los platillos en los mismos agujeros que lo habían hecho sus padres. Cuando las calles de Periana estaban empedradas o terrizas, jugar al hoyo era muy fácil, pero la cosa se complicó, un poco, cuando las “emporlaron”. 

Este juego  comenzaba siempre con el siguiente prolegómeno: desde una distancia que se había establecido en el momento de la inauguración del hoyo y que permanecía inalterable con el paso del tiempo, cada participante, estirando el cuerpo hacía adelante y acercando lo máximo posible la mano, lanzaba un platillo al hoyo para establecer el orden de salida. El que lo introducía era “el mano” (se llamaba así al jugador que había metido el platillo en el agujero y era el primero en jugar), los siguientes puestos se establecían por la proximidad al mismo.  Cuando eran varios los jugadores que lo habían introducido, desempataban entre ellos. Una vez establecido el orden de salida se iniciaba el juego propiamente dicho.  Si los participantes eran muchos cada uno ponía un platillo que se le entregaba al “mano”; en caso contrario, se ponían dos o tres por jugador. El que iniciaba el juego se los colocaba en la palma de la mano o los cogía entre las dos – dependía de la cantidad- y los lanzaba todos, de una sola vez, desde el lugar señalado hacia el hoyo. Todos los que introdujera dentro eran para él. A continuación, hacía lo mismo el siguiente jugador con los platillos que quedaran, y así sucesivamente.  Si transcurría una ronda sin que todos los platillos tuviesen ganador, se volvía a lanzar en el mismo orden. La jugada finalizaba cuando todos los platillos tenían ganador.  En ocasiones, sucedía lo contrario, los primeros jugadores metían todos los platillos en el hoyo y los últimos se quedaban sin tirar.

    Había otra forma de jugar al hoyo que recibía el nombre de “LO ECHO” y sus reglas eran las siguientes: el método para establecer el orden de salida era el mismo, pero en este caso no se tiraban los platillos desde el lugar habitual, sino que el último clasificado le iba ofertando al “mano” distintos sitios para hacerlo. Si el primero no aceptaba se podían intercambiar los papeles y hacerlo el último. Tenía la singularidad de que cada jugador – a excepción del “mano” o el último- solamente lanzaba los platillos al hoyo una sola vez, y los que no hubiesen sido introducidos en el agujero -si es que quedaban algunos- eran para el “mano” o el último, dependiendo de quién de ellos se hubiese quedado sin tirar.

 Esta manera de jugar  tenía una jerga característica: el último señalaba al primero los diversos lugares que le ofrecía para lanzar los platillos de la siguiente forma: “aquí“ y el otro le contestaba “pa tí“.  La situación podía repetirse numerosas veces hasta que, por fin, uno de los dos decía “los echo“ y el otro le respondía “salud pa tu pecho“. Conforme se iba creciendo, los platillos eran sustituidos por chicas, gordas, monedas de dos reales e incluso de peseta. 

MATE. Para jugar a esta modalidad se requería una superficie lisa para que los platillos se pudieran desplazar fácilmente sobre ella.  Un lugar ideal era la acera del bar “Los Nervios”. Normalmente, para efectuar los lanzamientos se sujetaba la uña del dedo corazón o índice (era los habituales, aunque había niños que utilizaban otros) con el pulgar, se soltaba el dedo elegido  que impactaba en el platillo y su objetivo era que tocase (matase) al de otro compañero para ganárselo. Cada jugador solía tener su platillo talismán con el que jugaba siempre, y eran manipulados a gusto del usuario: unos le quitaban el minúsculo corcho que llevaban en su interior y los afilaban por la base para que se deslizaran mejor; otros, en cambio, les añadían peso y no los afilaban. Este platillo, nunca se entregaba al ganador, siempre era sustituido por alguno de los que llevábamos en los bolsillos.

Una variante de este juego era lanzar cada competidor un platillo en una cuesta arriba, para ver quién lo hacía más lejos. El que conseguía lanzarlo a mayor distancia ganaba los platillos de todos los demás.

A veces, solíamos hacer carreras con platillos dos competidores, tomando como referencia los bordillos de una acera.

LOS INDIOS. En los tiempos actuales, las dos modalidades de este juego, posiblemente,  sean calificadas como no correctas y desaconsejables, argumentado para ello  “que su práctica puede incitar el espíritu belicista de los participantes”; pero durante mi niñez, tanto la una como la otra, eran una gozada que nos hacia disfrutar horas y horas.

Una forma de jugar era aquella en la que los niños nos convertíamos  en indios y vaqueros que luchaban para conquistar un territorio. Aquí todo tipo de armas tenía cabida: pistolas de madera, plástico, pasta, metálicas y, sobre todo, de agua; arcos que fabricábamos con varetas de acebuche o adelfas, utilizando como flechas carrizos, cañas y varillas de sombrillas; espadas y puñales de madera; lanzas de caña; escudos de madera o cartón… Nos dividíamos en dos bandos, indios y vaqueros, compuestos, a ser posible, por igual número de integrantes y nos dedicábamos a guerrear. Lugares idóneos para jugar eran la Peña del Sombrero y el arroyo Cantarranas, sitios que nosotros comparábamos con  los  que aparecían en las películas del oeste.  Los niños de la calle de Las Monjas, por cercanía, jugábamos más en el segundo lugar. Además, en la parte trasera de la casa de Rafael Toledo Molina “Bigotecano” y de la escuela de párvulos, de la que era maestra Mariquita Muñoz, había unas hierbas que resultaban fantásticas para simular la muerte producida por un disparo o flechazo: podías rodar sobre ellas durante un gran trayecto escenificando gestos de dolor antes de “expirar” de manera definitiva. Aunque los protagonistas de tan magnificas interpretaciones, algunas merecedoras de Oscar,  corrían el peligro de ponerse perdidos con los excrementos de las gallinas que por allí andaban picoteando.

La otra manera era hacerlo con figuritas de plástico o goma. En este caso, el sitio ideal para jugar era la arena, y los niños de mi calle podíamos considerarnos muy afortunados al tenerla permanentemente a nuestra disposición. Siempre había un montón, propiedad de Jacinto “El Gallo”,  junto a la tapia de la casa de María Felisa, lindante con el lavadero de Las Pilas.  La arena tenía la gran ventaja de que podías moldearla a tu gusto y  hacer con ella todo lo imaginable: montañas, grutas, hondonadas, llanuras, recintos fortificados… Cada jugador aportaba los indios que poseía y nos montábamos batallas memorables. 

El niño que mejor sabía jugar a los indios, ya que tenía una imaginación y creatividad inigualables para ello, era Manolo, un nieto de la Anica “Santicos”,  que vivía en Málaga. Cuando venia los veranos, para pasar unas cuantas semanas con su abuela, nos revolucionaba a  los niños de la calle de Las Monjas. Poseía una colección de indios fabulosa, incluido un fuerte de madera. Sus figuritas no eran de plástico y de un solo color como las nuestras, sino de goma y pintadas con todo lujo de detalles.  Además, Manolo era un gran inventor de artefactos bélicos, hacía  cañones con un tubo de caña, un palo, un carrete de hilo vacío y varios elásticos que conseguían disparar proyectiles (bolas de todo tipo o garbanzos) a distancias considerables. También construía con cerillas y platina cohetes que subían alturas importantes. Al darnos las vacaciones veraniegas todos los días preguntábamos a la Anica por la llegada de su nieto y al marcharse, lamentábamos su partida.

EL TROMPO. El último trompo que compré me costó diez reales –dinero que gané acarreando cajas de pescado vacías, en unas parihuelas, desde el mercado a Los Empalmes con mis amigos “Los Caribe”-  y lo adquirí en la tienda de  Pepita “Torres”.  Recuerdo que el primero que me ofreció se lo rechacé porque la madera tenía una pequeña grieta, me dio otro y tampoco me gustó, ya que tenía varias vetas. Algo contrariada por mis exigencias, la tendera me puso sobre el mostrador una chivata que contenía varias docenas para que eligiese el que más me gustara. Después de pasar un rato considerable analizando detenidamente la mercancía, me decidí por uno que no tenía ningún defecto visible.

Nada más salir de la tienda, en la misma puerta de  Pepita “Torres”, lo estuve probando con la cuerda que llevaba en el bolsillo. El trompo bailaba de maravilla, pero tenía un gran defecto que había que subsanar rápidamente: venían de fábrica con unas puntas redondas (chatas) que eran idóneas para lanzarlo al aire y cogerlo en la palma de la mano; pero resultaban inadecuadas para otras modalidades del juego. Así, que sin dudarlo un momento, me planté en la herrería  de “Fabio” para proceder a cambiarle la punta. No recuerdo cuánto costaba ponerle una punta de púa –larga y afilada-, ya que nunca tuve que pagarla: si llevabas el asa metálica de un cubo se hacía el trueque y no te cobraban nada, (el asa la utilizaban, entre otros menesteres, para elaborar la referida punta).  Cerca de mi casa estaba el arroyo Cantarranas, que era donde se tiraba la basura. A lo largo del día solía visitarlo en numerosas ocasiones, y cuando veía algún cubo  con asa la cogía. La punta redonda rápidamente fue sustituida por una de púa y el trompo iba quedando a mi gusto. Cuando le implantaban la punta había que esperar un rato antes de probarlo. A continuación me dirigí a la casa de Curro (el hijo de Dolores “La Currita”) y le pedí que me lo pintara. Para pintarlos se utilizaban unas pastillas de colores – creo que eran las mismas que se empleaban para hacer tinta- que vendía Paco “El Correo” y que se diluían en algún recipiente con agua.  Curro, que para esto, como para otras muchas cosas, era un verdadero artista, me lo pintó con los tres colores que tenía: rojo, azul y verde. Lo sostuve de la punta hasta que se secó y cuando lo lancé, por primera vez, con su punta de púa y pintado, daba gusto verlo bailar.

  Al trompo se podía jugar de diversas formas. La más placentera era ponerse varios niños de acuerdo y lanzarlos todos a la vez, para ver quién estaba más tiempo bailando. ¡Lástima que ninguno tuviéramos reloj para haber cronometrado el tiempo que podía estar bailando! Yo creo que, cuando se conseguía una buena tirada, podía rebasar el minuto. El dueño del primero que dejaba de girar era eliminado. A continuación, los niños restantes volvían a lanzar el trompo y quedaba otro excluido.  El juego se repetía de idéntica forma hasta que quedara solamente uno, que era proclamado campeón. Finalizada una partida, al instante volvíamos a comenzar otra. Podíamos estar jugando horas y horas sin cansarnos ni aburrirnos.

 También era un juego individual, en caso de no encontrar compañeros se aprovechaba para entrenar todo tipo de jugadas, algunas tan difíciles como arrojarlo sobre el suelo y conseguir que bailara sobre la cuerda; o lanzarlo al aire y cogerlo, bailando, en la palma de la mano. Esta especialidad solo se podía hacer con los trompos chatos, es decir, los que conservaban la punta que traían de fábrica, no con los transplantados. Los niños, como mínimo, solíamos tener dos trompos: uno con punta de púa y otra chata; pero lo habitual era poseer algunos más, yo llegué a reunir hasta cinco. Incluso tenía uno de tamaño mayor que recibía un nombre especial que, en estos instantes, no consigo recordar con precisión. ¿Sería trompa?

Pero no todos los juegos que tenían como materia prima al trompo eran tan plácidos y pacíficos como los descritos anteriormente. Había algunas modalidades cuyo objetivo era causar el mayor daño posible al del adversario, es decir, se pretendía romper el trompo en dos pedazos, sacarle una lasca de madera o, cuando menos, dejarle marcada una buena señal. En varias ocasiones presencie como algunos trompos después de recibir un buen puntazo se partían por la mitad, y como autores de semejante gesta recuerdo a Curro, Antoñíto “El Caribe”, José Manuel “Aliaga”, Manolo Zorrilla, Luis “Carabina”…

Para jugar a la calavera  -creo que así se llamaba- se  comenzaba dibujando un círculo en el suelo y por un orden que se había establecido con anterioridad -valiéndose de alguna de las formas reseñadas en el capítulo anterior-, los jugadores comenzaban a lanzar el trompo al círculo. Los trompos debían dar en el círculo y del impacto salir bailando fuera, si no daban en el círculo, no bailaban o no conseguían salir su dueño tenía como castigo dejarlo dentro del mismo hasta que otro jugador de un “puazo” (impacto) lo sacaba. La mayoría de las veces se pactaba de antemano   que  el trompo preferido -que era con el que jugaba- pudiese ser sustituido por otro para sufrir el consabido castigo. Este juego tenía diferentes modalidades, una de ellas permitía que mientras el trompo permanecía bailando dentro del círculo pudiese ser atacado por el siguiente competidor. Si el agresor no tocaba al trompo bailarín, o el suyo no giraba tenía como penalización dejarlo dentro del círculo. 

En ocasiones, se admitía que el trompo penalizado pudiese ser liberado de la siguiente forma: un jugador lanzaba el suyo con gran fuerza sobre el circulo para que rebotara, si conseguía bailar fuera procedía a cogerlo en la palma de la mano y, mientras permanecía girando,  lo arrojaba sobre el que estaba castigado, solía hacerse con bastante fuerza para dejarle alguna señal al trompo que se pretendía liberar y conseguir que, después del impacto,  rebotará y saliera fuera del círculo.

Existía otra modalidad de juego en la que se dibujaban dos círculos concéntricos, uno pequeño y otro más grande.  Se lanzaba el trompo que debía comenzar a bailar obligatoriamente dentro del círculo pequeño, si no ocurría así era castigado a quedarse preso dentro del mismo. Mientras estaba bailando en el círculo menor podía ser atacado por el siguiente jugador que intentaba darle un “puazo”, si el agresor no  conseguía darle y, por un casual, su trompo no giraba en el menor de  los círculos era penalizado a permanecer dentro del circulo. En el momento que salía del círculo pequeño ya no podía ser acometido. Para ser liberados los trompos penalizados, al igual que sucedía en la modalidad reseñada con anterioridad,  había dos posibilidades, “puazo” directo o impacto con el trompo cogido en la mano.

Como imagino que algunos lectores nunca habrán visto un trompo, intentaré describirlo: eran de madera y su forma cónica similar a  una pera, llevando en la parte más fina una punta de hierro. El complemento para hacer bailar el trompo era una cuerda que se enrollaba desde la punta hasta la mitad. El extremo de la cuerda que se metía entre los dedos para lanzar el trompo estaba rematado por un platillo machacado o por una moneda de uno o dos reales. Una vez que tenías el trompo liado lo colocabas en la palma de la mano, el remate de la cuerda, es decir, el platillo o la moneda te la ponías entre los dedos índice y corazón y lo lanzabas sobre el suelo, al desenrollarse la cuerda comenzaba a dar vueltas (bailar).  Pero esto tenía su secreto y costaba un poco hacerse con él. Había que aprender a enrollar la cuerda alrededor del trompo, ni muy fuerte ni muy floja, luego dominar la técnica para tirarlo: debía volar y girar en el aire antes de tocar el suelo. El tranquillo estaba en lanzar el trompo a la altura del hombro y cuando casi toda la cuerda estaba desliada tirar de ella un poquillo para que cogiera giro.  La calidad de la cuerda influía de manera decisiva en el buen bailar del trompo, las mejores eran las que se hacían con tramilla de la buena que no se despeinaba al trenzarla. Al lanzar el trompo, la cuerda debía desliarse con mucha suavidad para no interferir en su trayectoria, si tenía cualquier marra o nudillo lo dificultaba.  La cuerda se alisaba frotándola con un pedazo de jabón  de los que entonces se fabricaban en las casas, utilizando para ello las sobras del aceite frito y sosa cáustica.   Para hacer una buena cuerda se necesitaba  gran destreza de dedos, paciencia infinita y mucha maña. De los niños, con los que trataba, el que mejor las hacía era Rafalito  “Paulillo”.

EL MOCHO Y LA BILLARDA. Según le oí contar  a Manuel “El Niño de la Anica Santicos” -experto en fabricarlas- este era un juego tradicional de Galicia y un mozo del pueblo, que estuvo haciendo el servicio militar por aquellas tierras, lo trajo a Periana.   Nunca presencié ni sufrí accidente alguno como espectador o jugador, pero reconozco que era un entretenimiento peligroso, y una prueba evidente de ello la encontramos en un escrito que apareció en los primeros números de ALMAZARA firmado por Julia Rayner, miembro del equipo de redacción de la revista, donde contaba que un habitante de Moya se quedó tuerto al impactarle la billarda en el ojo.  La persona a que se refiere Julia era Francisco Camacho Alba, padre de Paco e Ignacio “Los Tuerto Moya”.  Cuando era niño perdió un ojo jugando a la billarda en Alfarnaterjo, su pueblo natal. Pasados los años se casó con una mujer de Moya llamada Encarnación Montesinos Luque, estableciendo su residencia en la referida cortijada de Periana, y allí fue donde le pusieron el mote que aún mantienen sus descendientes.  

Para jugar al mocho y la billarda se necesitaban dos palos: el mocho era el largo que se empuñaba (de unos cincuenta centímetros de largo por dos o tres de diámetro)  y la billarda el corto  (de veinte centímetros, aproximadamente) al que se sacaba punta por uno de los extremos. Una modalidad de juego consistía en poner la billarda en el suelo,  golpearla con el mocho en la parte afilada haciendo que se elevara, y, conforme iba cayendo, volver a darle otro golpe, lo más fuerte que se podía, con la intención de lanzarla a la mayor distancia posible.  Se ponía una meta alejada y ganaba quien llegaba a ella con menos número de golpes. 

Otra modalidad era poner la billarda sobre dos piedras, de forma que el centro quedará hueco, y por ahí se metía el mocho para elevarla y efectuar el consiguiente golpe. En este caso se jugaba a una sola tirada y ganaba quien más lejos la mandaba. 

Los niños de mi calle, cuando jugábamos al mocho y la billarda, lo hacíamos lanzándola desde la puerta de Maria Felisa hacia los árboles que había junto a la tapia de la casa de Dolores “La Ballisca”. Además,  siguiendo los consejos de Domingo “Conde”, al que una vez estuvimos a punto de darle en la cabeza, solíamos colocar dos vigilantes para anunciar si venía algún transeúnte por la calle del Mercado o alguna persona salía del lavadero de Las Pilas.  A la billarda jugaban los niños y las niñas, y aunque yo no las recuerdo, según me hace saber Manolo Zorrilla, y confirma mi hermana, unas jugadoras excepcionales eran las hijas de Conchita de “La Luz”.


ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA ALMAZARA.

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