viernes, 15 de junio de 2012

CON MI PADRE por José Manuel Frías Raya.


CON MI PADRE


La muerte de cada hombre empieza con la de su padre.
                        
ORHAN PAMUK,  Otros colores


         Domingo 23 de enero de 2011. Doce y siete minutos de la noche. Por enésima vez me sitúo delante del ordenador e intento escribir el recuerdo de mi niñez que, desde hace tres años, cada trimestre publico en la revista ALMAZARA. Hasta ahora, exceptuando la novatada inicial, no me había pasado nunca, siempre he remitido mis relatos con mucha antelación; pero en esta ocasión, el tiempo se me ha echado encima: estoy a cuatro días de la fecha tope que señaló el Consejo de Redacción para enviar las colaboraciones y, aunque lo he intentado en numeras ocasiones, no tengo, ni tan siquiera, tema sobre el que escribir. Sin ser requerido, y con la decidida intención de torturarme, acude a mi mente ese refrán, tan verdadero, que dice: no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. Yo he dejado escapar muchísimos días, pero esta noche, al igual que sucede en las trascendentales negociaciones políticas, pararé los relojes y no me separaré del ordenador hasta solventar la papeleta. Para ignorar la hora, castigo a los medidores del tiempo poniéndolos mirando hacia la pared, y coloco un trozo de cinta adhesiva azul sobre el marcador horario que aparece en la  parte inferior derecha del ordenador.

 Pongo la memoria a trabajar y, una vez más, la mente no me obedece.  Las voces del pasado, que hasta ahora han sido mis fieles aliadas para escribir los relatos, en esta ocasión, se muestran esquivas y, por más que lo intento, los recuerdos de mi niñez permanecen bloqueados.  Hago otra tentativa de  retrotraerme a mi infancia, pero mi pensamiento, nuevamente,  deriva hacia mi padre. Vuelvo a visionar el cotidiano vivir de su último periodo de vida tan monótono y dependiente, donde la razón dejó de tener uso y el tiempo no era más que un duermevela salpicado de incoherencias y sobresaltos. También lo veo postrado en la cama y contemplo su cabeza, casi nonagenaria, donde resaltaba su cara despejada de arrugas y el espeso y fuerte cabello que siempre le acompañó y que conservó integró hasta el final de sus días. El pasó del tiempo solo consiguió cambiarle de color: del negro carbón, dio paso al gris ceniza.

Sin darme cuenta, retrepado en el sillón, me quedo dormido. De pronto, la sirena de una ambulancia que circula por la calle Eugenio Gross, camino del Materno o del Hospital Civil, me despierta. Ignoro la hora que puede ser y no voy a descubrirla: las promesas hay que cumplirlas y yo prometí que no miraría el reloj hasta que tuviese escrito el relato. No sé el tiempo que permanecí dormido, pero si sé que durante todo ese tiempo estuve soñando, y en todos mis sueños aparecía la imagen de mi padre. Los ojos se me humedecen y los recuerdos relacionados con él fluyen en mí cerebro continuamente. ¡Lo tengo!   El relato que pretendo escribir va a estar copado, en su integridad, por recuerdos de mi niñez que, de una u otra forma, tienen como protagonista a mi progenitor. Sí, voy a escribir sobre mi padre, Manuel Frías Molina, Manolo “Calayo”: el niño nacido y criado en el Carrascal, marido y padre en la calle de Las Monjas y vecino de Málaga, desde finales de los años sesenta del pasado siglo. Hago unos rápidos cálculos mentales y compruebo que mi infancia perianense transcurrió entre los 33 y 46 años de mi padre. Vuelvo a ser niño en la Periana de aquellos tiempos y lo recuerdo comedido y parco, tanto en las manifestaciones de cariño como de severidad, y lo veo con su peculiar forma de andar, su inseparable boina, sus camisas oscuras y holgadas, sus pantalones de pana y su calzado rústico. Pienso ahora, mientras escribo estas líneas, en lo envejecido que estaba mi padre cuando emigró a la Capital y me sorprendo, pero los 46 años de entonces, trabajados desde la más temprana niñez, nada tienen que ver con los de ahora.

No puedo decir que se prodigara mucho contándome cosas de su niñez y juventud, pero sí me relató algunas que aún recuerdo. La más remota de su infancia que retengo hace referencia a la tarde que llegó a la barbería de Modesto para pelarse. Estaba sentado en el sillón Miguel “El Picaillo” y, mientras que terminaba de arreglarlo, lo mandó por un cantarillo de agua a La Fuente. De regreso tropezó y el cantarillo se hizo añicos, pero como desde niño fue partidario de las pocas palabras, rápidamente decidió cambiar de barbero, y así evitó el tener que dar explicación alguna.

De su juventud, la mayoría de las cosas que me refirió están relacionadas con el servicio militar que le llevó por Barcelona, Lérida y Granada. Nunca le gustó el fútbol y, en más de una ocasión, cuando me veía nervioso, frente al televisor, viendo jugar a mis equipos favoritos, me contó que, estando de recluta en la Ciudad Condal, llevaron a su compañía a ver un partido entre el Barcelona y el Bilbao; pero él, y, los también perianenses, Pepillo “Fuñiga” y Manuel “Cenizo”, entraron al campo, y en el momento que el sargento que los controlaba se descuidó, se quitaron de en medio. Nunca habían visto un partido de fútbol, pero creyeron que era más atrayente pasear por la Barcelona de la posguerra que ver a 22 tíos en pantalón corto, con las piernas cubiertas de bello, corriendo como locos detrás de una pelota.

El primer acontecer del que me acuerdo, vivido junto a mi padre, tuvo lugar una tarde verano siendo yo muy niño.  De aquella tarde recuerdo que llegó del campo y cogió  un cubo para ir a coger chumbos al huerto que su madre tenía en el Carrascal, contiguo a la casa donde vivía. Otras veces me había pedido que le acompañara y yo me había negado, pero en aquella ocasión, me empeñé en ir con él. No quería llevarme porque era muy tarde y faltaba poco para anochecer, pero insistí tanto que accedió a mi petición. Me cogió de la mano para aligerar, tiramos por la calle de Las Monjas hacia abajo, pero en lugar de desviarnos, como hacíamos siempre que íbamos a visitar a mi abuela, por la casa de Bárbara “La Follisqueta”, cruzar el arroyo Cantarranas y pasar por donde vivían Juani “Mollete”, Francisco “Malospelos” y Pepe “Montaño”, continuamos andando, y, antes de llegar al cortijo de “Orea”, me montó en cuestas para bajar un pequeño pecho, cruzamos un arroyo, en cuyas orillas crecían esbeltas cañas, y, como por arte de magia, nos encontramos dentro del huerto. Mi sorpresa fue mayúscula, ya que desconocía que hubiese otro acceso. A partir de aquel día, utilicé el referido atajo en multitud de ocasiones.

Llegamos a donde estaban las pencas y, sin que yo me percatara, sacó una caña y unas tenazas, que estaban escondidas por allí, y se puso a coger chumbos. La caña era bastante larga y resistente. En uno de sus extremos, de manera artesanal, tenía hecha una especie de pinza que con precisión acercaba al chumbo para envolverlo, giraba suavemente y se desprendía de la penca. También cogió algunos con unas tenazas de las que, antiguamente, se utilizaban en las casas para agarrar las ascuas del fuego. Aunque llevaba algún tiempo comiendo chumbos, era la primera vez que veía cogerlos. A continuación, procedió a quitarle las espinas  barriéndolos con una escobilla que había fabricado con hierbajos. Terminada esta operación, cogió la caña y las tenazas para dejarlas en el escondite de donde las había sacado. Yo aproveché su momentánea ausencia para hacerme con el desechado barredor y proceder a rebarrer los chumbos. Como es de suponer, las espinas me llegaron hasta el cielo de la boca. A partir de aquella tarde, una de mis pesadillas infantiles más frecuentes tuvo como protagonistas a los chumbos: soñaba que caía dentro de unas pencas y, aunque gritaba hasta perder la voz, nadie acudía a socorrerme. Me despertaba horrorizado y lleno de angustia. Mis relaciones con los chumbos nunca han sido todo lo cordiales que hubiese deseado, ya que además del percance narrado varias veces se me atascaron y lo pasé canutas. Hasta llegué a requerir, en una ocasión, cuidados médicos. Sin embargo, me gustan  a rabiar, y no puedo pasar por delante de un vendedor ambulante sin comerme, como mínimo, media docena. Mis preferidos, al igual que cuando era chico, continúan siendo los de carne roja, que los niños del pueblo llamábamos de sangre.

Una de las vivencias más gratas que compartí con mi padre, y que dejó imborrable huella  en mi  memoria, tiene que ver con la fabricación de la cal.  Sí, cal para blanquear. Cal con la que antaño se enlucían  las fachadas e interiores de todas las casas de Periana.  Recuerdo que un día, mientras almorzábamos, mi padre le dijo a mi madre que iba a echar un horno de cal en la haza de Regalón. Yo me quedé sorprendido, ya que suponía que la cal (cuya venta pregonaban unos hombres forasteros que recorrían las calles del pueblo transportándola en borricos, y que también  podía encontrarse en los polveros de Jacinto “El Gallo” y Antonio de “La Ciencia”) se extraía de las minas. Me mostré muy interesado por el proceso y me lo explicó rápidamente, pero como no quedé muy convencido de su exposición, y pensé que me estaba tomando el pelo, le sugerí ayudarle y  aceptó mi ofrecimiento.  Pocas veces en mi niñez gocé y trabajé tanto como en aquella ocasión: participé en el  acarreo, tanto de las piedras calizas que luego se convertirían en cal, como de la leña que al quemarse haría el prodigio y, por supuesto, en la construcción del horno.  Aún recuerdo con nitidez de presente el instante en que mi padre prendió fuego al horno. ¡Con cuánta intensidad viví aquel momento!  Estuvo ardiendo durante varios días y había que vigilarlo y echarle leña. Al día siguiente de ponerlo en funcionamiento, amaneció nublado. Cuando íbamos llegando al “Cortijillo del Abuelo”, camino de Regalón, comenzó a chispear. Mi padre se mostró muy preocupado y contrariado, ya que si llovía se estropeaba el invento. Afortunadamente, todo quedó en un susto. Pasados varios días dejamos de suministrarle leña al horno, y, cuando se apagó, me sucedió  igual que a Santo Tomás: hasta que no la tuve en mis manos, no creí  en el milagro de la transformación de las piedras en cal.

También permanecerá para siempre en mi memoria la jornada que viví “sacando mi primer agosto”, en la era que Isidro de “Las Mayoralas” tenía en el Peñón de Navas. Mi abuelo, Rafael “Ganguita”, repartió su herencia en vida, y a mi madre le tocó una haza de olivos en Regalón y otra de secano en Los Peñones, que solamente tenía un olivo. Esta la sembraba mi padre todos los años de trigo, trigo que luego se llevaban “Los Serenos” y, en lugar de pagarnos con dinero, nos daban vales que servían para comprar pan.  Recuerdo que los vales eran unos cartones pequeños de forma rectangular donde figuraba la inscripción: VALE POR UN KILO DE PAN.  Cuando mi madre me mandaba a que fuese por pan al horno de “Los Serenos”, en lugar de darme dinero para pagarlo, me daba un vale por cada pan que quería. Perdón por el sermón. Pero he considerado conveniente reflejarlo para conocimiento de los lectores que, por su edad, no vivieron esta forma de comercial en la Periana del ayer. A lo que iba. Mi padre, como de costumbre, sembró trigo, y cuando llegó la hora de sacarlo, me llevó a la era para ayudar. Mi trabajo era muy simple: consistía en llevarles a los hombres que había en la era el botijo y la botella de aguardiente, que permanecían resguardados del sol en el tronco hueco de un olivo.

 Al llegar, muy temprano, vi que las espigas estaban espaciadas sobre la era formando un círculo casi perfecto. Mi padre, su hermano Joseíco y Rafalico “Paulillo” ayudaron a Isidro “Ganguita”, que era el dueño de los mulos, a prepararlos y  engancharlos al rulo. Para mí todo aquello era nuevo, y miraba con ojos de asombro y satisfacción. Pero la sorpresa mayor estaba por llegar: cuando comenzó la trilla quedé maravillado. Me puse en cuclillas y contemplaba extasiado, una y otra vez, el paso de los mulos y el rulo.  Mi padre, que permanecía con una horca en la mano, muy cerca de donde yo me encontraba, parece  que leyó mis pensamientos y me preguntó si me gustaría dar unas cuantas vueltas. Me faltó tiempo para decirle que sí. En la primera parada que se hizo para arremeter y mover  la parva. Habló con Isidro y éste, cuando le ofrecía agua y aguardiente, con  su peculiar voz, me invitó a subirme con él en el rulo. Aquello era fantástico, mucho más divertido que montarse en los caballitos durante San Isidro o en la feria de septiembre. Imaginaba estar subido en una diligencia que atravesaba un polvoriento camino del oeste americano perseguida por los indios, tal y como había visto en alguna película y leído en los tebeos del Capitán Miki. No me cansaba de dar vueltas y, gustosamente, hubiese permanecido girando hasta el final de mis días. ¡Me encontraba en la gloria! Pero cuando Isidro detuvo nuevamente los mulos para volver a apañar la parva, mi padre me dijo, muy serio, que el paseo había terminado. Capté rápidamente su mensaje y me reincorporé a mi aburrido quehacer. En años posteriores, cuando además de encargarme del botijo y la botella sacaba granzas,  repetí la experiencia, incluso en una ocasión me dejaron coger las riendas de los mulos, pero nunca volví a disfrutar como aquella primera vez.

Desde que emigré a Málaga, he vuelto muy pocas veces al pueblo que me vio nacer, y siempre para ser participe de alegrías o tristezas. Al principio, cuando era joven, predominaban las alegrías de las celebraciones; pero a medida que fui cumpliendo años, las alegrías dieron paso a las tristezas y, de un tiempo a esta parte, solo acudo para asistir a entierros. En todos los velatorios,  muchas personas solían preguntarme por el autor de mis días y, de manera casi generalizada, mencionaban los tiempos en que fue guarda de la acequia.  Uno de los fijos era Miguelito “Tapaeras”, que finalizaba, invariablemente, su conversación diciéndome que le diera muchos recuerdos de su parte. De todas las referencias que me hicieron sobre mi padre, en estos momentos, me viene a la memoria un diálogo que mantuve, en el Cementerio, con un  hijo de Isidro “Lustiano”,  lamentablemente no sé cuál de ellos es, ya que de todos los hermanos, solo conozco por su nombre al más pequeño, Pepe, con el que compartí juegos infantiles. Estuvimos hablando de los achaques de nuestros padres, y al comentarle que el mío había perdido la musculatura, casi en su totalidad, y que apenas tenía fuerzas, me refirió que cuando estaban construyendo el Bar de Verdugo se encontraron con una piedra que no había forma de partir. Probaron suerte, además de los trabajadores de la obra, todos los hombres que se acercaban a curiosear, pero ninguno consiguió romperla. Mi padre, que también pasó por allí, según me dijo, estaba indeciso, pero alguien le picó la moral, cogió la porra y al primer golpe la hizo añicos.

Hoy, a pesar de los muchos años transcurridos, -cuando ha vuelto definitivamente a su tierra natal, donde siempre permanecieron sus raíces,  para pasar la eternidad al lado de su mujer, mi madre-, cierro los ojos y sigo viendo sus varas de avarear, sus escardillos, su chapulina, sus almocafres, sus hoces, sus dedales  para protegerse los dedos en la siega, su rastrillo, su pico, su pala, sus tenacillas, sus sombreros de palma, sus hachuelas, sus asperones, sus alambres, sus tomizas, su montón de sacos, sus espuertas (de goma y esparto), sus cajones, su linterna de petaca, su navaja del ancla… y el mimo con que lo conservaba todo. Recuerdo mi alegría, y la de mi hermana, cuando al regresar los sábados por la tarde de Málaga, donde trabajaba en una obra, nos traía algún regalillo. También recuerdo su prodigiosa memoria, cuando al volver de repartir el agua de la acequia, le dictaba a mi madre, para que lo anotase en una libreta nombres, apellidos y apodos de todas las personas a las que había dado agua. Recuerdo lo mal que lo pasó cuando me sostuvo en su regazo para que un médico, en Vélez-Málaga, me quitara las pelotas. Pero recuerdo, sobre todo, cuando mi padre volvía triste y resignado de La Fuente, aquellos días que ningún patrón le contrataba para trabajar y no podía traer la peonada a casa.

Y desde el viernes 17 de diciembre de 2010, día que estaba de cuerpo presente en el Tanatorio de Periana, un nuevo recuerdo relacionado con mi padre atesoro en mi memoria. Cuando alguien me daba el pésame y no lo reconocía le pedía que se identificará. Sobre las cinco y media de la tarde, se me acercó un  anciano con gorra y garrote, al no conocerlo le pregunté quién era y su respuesta, pronunciada con un dejo de tristeza, me llegó al corazón: “soy un  viejo de Moya con el que tu padre, los veranos que fue guarda de la acequia, se portó muy bien. ¡Niño, tu padre era un buen hombre!” Me emocioné y no fui capaz de articular una sola palabra. Algo similar me sucede en estos momentos: soy incapaz de seguir escribiendo.

JOSÉ MANUEL FRIAS RAYA

Publicado en el número 29 de ALMAZARA


1 comentario:

  1. Jose Manuel, yo nací en Pedregalejo y había una familia "Manolo Calayo" que sembraban en una huerta y hacían carbon, cerca de la vía del tren, no sé si serán los mismos

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