viernes, 18 de octubre de 2019

Los juegos de mi niñez IV por José Manuel Frías Raya.


LOS JUEGOS DE MI NIÑEZ IV


Los juegos infantiles no son tales juegos, sino sus más serias actividades.

Michel Eyquem de Montaigne




         Odio los números pares. Mi dígito favorito es el tres, y tres iban a ser las entregas de LOS JUEGOS DE MI NIÑEZ, pero una serie de circunstancias largas de contar y de poco interés para el lector, han hecho que sean cuatro.  He aquí la última que dedicaremos a los siguientes: TIRACHINOS, LA CUNA O EL CORDEL, FRONTON, IMITACIONES, JUEGOS DE MESA, LOS CHINOS, CINQUINA Y TELÉFONO.


TIRACHINOS.  Las salidas al campo en los lejanos días de mi infancia pueblerina, eran casi diarias. Y un niño, en la Periana de los años sesenta del pasado siglo, para tales escapatorias necesitaba dos utensilios, casi imprescindibles: una navajilla y un tirachinos. El tirachinos estaba compuesto por una especie de horquilla, normalmente de madera, que tenía forma de  (Y) en cuyos extremos superiores se le colocaban dos tiras de goma elástica de idéntica longitud - extraídas de las cámaras de las ruedas de bicicletas, motos o coches- a las que se acoplaba un trozo de material donde se ponía el chino a lanzar –este elemento se conseguía en las zapaterías donde hacían las sandalias que la mayoría de los niños calzábamos -. Lo más complicado era hacerse con una buena horquilla, y para ello era necesario inspeccionar muchos árboles para localizar la rama adecuada. Una vez encontrada había que cortarla de forma sigilosa y se ponía algún tiempo al sol para que se secara. 

         El tirachinos funcionaba de la siguiente forma: con una mano sujetabas la parte inferior de la horquilla y se extendía el brazo hacía adelante, agarrabas fuertemente con los dedos índice y pulgar de la otra mano el trozo de material donde se colocaba el chino y se estiraba al máximo para acercarlo a la barbilla. Se guiñaba un ojo y con el otro se apuntaba hacía el objetivo, se suelta el chino y sale disparado con una velocidad proporcional al estiramiento de las gomas. Cuando salías al campo siempre los llevabas preparado para disparar a todo lo que se moviera. En muchas ocasiones vi matar pajarillos con un tirachinos tanto en el campo como en los gigantescos árboles que había en el mercado. Pero yo, dada mi mala puntería, no lo conseguí nunca, sin embargo, si tuve el acierto necesario para descalabrar a un compañero de juego, al que con el permiso de ustedes le voy a dirigir unas palabras. Amigo Antonio, desde que emigre a Málaga en el año 1969 no nos hemos vuelto a ver, tengo noticias de que te dedicas a la enseñanza, también sé que eres lector de ALMAZARA, la revista de Periana, así que aprovecho la ocasión para saludarte y pedirte disculpas con cincuenta años de retraso.

         En ocasiones, el tirachinos se convertía en un elemento competitivo, se colocaba una lata u otro objeto a cierta distancia y desde un punto determinado todos los niños tiraban para darle, quedando eliminados los que no lo conseguían. Los que habían atinado volvían a tirar al objeto desde una distancia mayor, los no certeros dejaban de tirar y así proseguía el juego hasta que quedaba un solo tirador que se proclamaba vencedor. A veces el tirachinos se transformaba en un arma dañina, esto sucedía cuando los niños de una calle guerreaban con los de de otro o su poseedor se dedicaba a romper las tristonas bombillas que alumbraban las calles y plazas del pueblo.


LA CUNA O EL CORDEL. Para poderlo practicar se necesitaba un metro de cuerda, preferentemente tramilla enjabonada, se unían los extremos mediante un nudo y ya estaba lista para componer figuras.  El juego consistía en ir haciendo figuras con el hilo tensando entre las dos manos y utilizando los dedos de ambas.  Algunas figuras tenían nombres como la cuna, la cama, la sierra, el peso, el violín… Una vez compuesta la figura, el segundo jugador entraba en liza, para ello introducía sus dedos en la figura compuesta por el primer jugador y estirando y deshaciendo la figura inicial, forma una nueva figura con el cordel entre sus manos. De forma continuada cada uno de los contendientes va haciendo figuras alternativamente, hasta que uno de los dos no es capaz de continuar o deshace la figura. Durante el desarrollo del juego cada contendiente debía colaborar con su competidor, aflojando o tensando la tensión del cordel cuando era necesario. Antoñito “El Caribe” era el niño que mejor jugaba, tenía habilidad e imaginación para hacer figuras sorprendentes.

FRONTON.  A la entrada del lavadero de Las Pilas había una explanada de forma cuadrangular, en un extremo se encontraba una gran pila, que casi siempre estaba vacía, y en el lado opuesto la pared del matadero. Esta pared la aprovechábamos  los niños para jugar al frontón,  al estar toda pintada de blanco y no tener zócalo con un tizón dibujamos una raya. Se jugaba individualmente o por parejas utilizando para ello unas pelotas de goma pequeñas que vendían en los baratos. Aunque las ideales eran aquellas de color verde que venían con los zapatos “Gorila”. Pero, en aquellos tiempos, ¿quién era el guapo que calzaba zapatos tan monos?

IMITACIONES.  Se comenzaba echando a suertes (habitualmente se hacia con la pajita) quién ocupaba el primer puesto de la fila india que se formaba para jugar. El elegido era como una especie de líder que asignaba a cada uno de los jugadores su lugar y al que todos tenían la obligación de imitar: correr, saltar, agacharse, sentarse, beber, tocarse la cabeza, vocear, caminar de espaldas, andar a la pata coja… A veces, este juego resultaba peligroso para los últimos de la fila, si el primero tocaba en una puerta todos debían hacer lo mismo, y los situados en los últimos lugares se llevaban la bronca de los habitantes de la casa a la que se iba a molestar.  Recuerdo una tarde que tocamos en la puerta de Rafalico “Ruiseñor”, y éste salió detrás de nosotros  con un palo y nos llevó corriendo hasta Malpelo. “Ruiseñor” tenía malas pulgas y temiendo lo peor, es decir, que nos estuviera esperando escondido en algún lugar para escarmentarnos, decidimos que la mejor opción para regresar a nuestras casas era darnos una gran caminata y hacerlo a campo a través, después de atravesar numerosas trochas llegamos al cortijo de Moreno “Coscurro” y entramos por el final de la calle de Las Monjas.

JUEGOS DE MESA.  Siempre fui un niño callejero. Los juegos de mesa  nunca me atrajeron mucho. Algo similar les sucedía a mis amigos más allegados. Pero, a veces, las condiciones meteorológicas nos expulsaban de la calle, viéndonos obligados a refugiarnos en las casas de Isidro “Adolfo” para jugar al parchís, la oca y las cartas, o en la de Pepe “El Gallo” para hacerlo con los “Juegos Reunidos Geyper” que tenía. A las cartas también jugué en las calurosas tardes de los veranos con “Los Caribe”, cuando ellos vigilaban un puesto de melones que tenían en el mercado.

Tan solo había un juego de mesa, si es que podemos considerarlo así, al que me gustaba jugar que llamábamos “los chinos”. 

LOS CHINOS. Solíamos practicarlo en unos bancos de piedra que había en La Lomilleja, en ellos nos sentábamos dos niños (defensor y atacante), uno frente al otro, con las piernas abiertas, y en la parte central  se dibujaba, con una china o una tiza, una cruz compuesta por cinco cuadrados, que a su vez se dividían cada uno en ocho partes iguales mediante el trazado de líneas horizontales, verticales y diagonales.

El defensor jugaba con dos chinos grandes (leones), que colocaba en los vértices inferiores del primer cuadrado y podía moverlos en cualquier dirección, siendo su misión impedir que el atacante, que jugaba con veinticuatro chinos pequeños,  metiese tres de ellos en su cuadrado. El defensor tenía la obligación de comerse los chinos pequeños siempre que hubiese un espacio vacío detrás de ellos, además  podía comerse varios a la vez, de no hacerlo perdía la pieza con la que hubiera dejado de comérselos. El atacante podía mover sus chinos en vertical, diagonal u horizontal, pero no podía recular hacía atrás.

 El juego terminaba cuando el jugador de los chinos pequeños había perdido todas sus piezas (ganaba el defensor), o cuando el de los grandes perdía sus dos chinos por dejar de comer o no podía moverlos porque están bloqueados (ganaba el atacante). Aún recuerdo mis interminables partidas con Manolo “Machaca”, Alfredo “El Fabio” Salvador “Mendío” o Paco de “La Magdalena Frías que eran excelentes jugadores.

CINQUINA. Este juego también podemos considerarlo de mesa y, a veces, lo jugaban conjuntamente niños y adultos. Era similar al bingo. En mi casa había uno, pero desconozco su procedencia, ya que aunque la pregunté en numerosas ocasiones nadie supo darme norte, todos decían que desde siempre había estado allí. Los números de color rojo estaban grabados en unos círculos de tamaño algo mayor que una aspirina y se guardaban en una calabaza hueca que tenía un gran cuello y se tapaba con un corcho.  Los cartones eran de color azul y aunque se conservaban en magnifico estado, la suavidad de su tacto delataba el mucho tiempo que había pasado por ellos.  No había bombo donde introducir los números y moverlos, para proceder a su extracción  la persona encargada de ello volcaba la cabeza de la calabaza sobre la palma de la mano y los iba sacando de uno en uno y cantándolos. Como solamente había un juego de cartones no se pintaba sobre ellos, cuando salía el número que uno tenía se colocaba sobre él algún cereal: habichuela, lenteja, garbanzo…
TELÉFONO. En los tiempos en que vivimos el teléfono móvil se ha convertido en un artículo de primera necesidad, casi, tan imprescindible como el comer.  Ahora, en el momento que un niño tiene uso de razón se le provee del consabido aparatito.  Si mal no  recuerdo la primera vez que hable por teléfono andaba cercano a los quince años.  Aunque tal afirmación no es del todo cierta, los niños de mi generación fabricábamos teléfonos y jugábamos con ellos.
         Si, tal y como acaban de leer, hacíamos teléfonos con algo tan simple como dos latas, dos vasos de plástico o dos cajas de cerillas y una cuerda fina. Se perforaban el par de utensilios a utilizar por el centro de su superficie, después se pasaba el extremo de una cuerda por cada uno de los orificios y se sujetaba con un nudo.  Cuánto más larga era la cuerda, mayor era la distancia de comunicación. La transmisión se realizaba hablando y escuchando por objeto utilizado para ello, siendo requisito obligatorio mantener el hilo muy tenso. 
Y aunque entonces ninguno de nosotros lo sabíamos, la comunicación que establecíamos, y que nos parecía milagrosa, se producía gracias a un proceso científico que  me enseñó don Juan Fernández, profesor que tuve en la “Escuela de Franco”.    Aunque no  recuerdo con total exactitud el proceso, más o menos, era el siguiente: La voz humana produce un sonido que se propaga por el aire en forma de ondas sonoras. Al chocar las referidas ondas contra un material elástico y rígido (fondo del vaso, de la lata o de la caja de cerillas) le transmite sus vibraciones; estas vibraciones pasan a la cuerda y a través de ella llegan al otro auricular, donde el proceso se invierte, es decir, la cuerda transmite las vibraciones al fondo del vaso, lata o caja y éste al aire, que propaga el sonido hasta el oído de nuestro interlocutor.
Los que fuimos niños en la Periana de los años sesenta del pasado siglo nos entreteníamos con los juegos reseñados en la cuatro entregas publicadas en ALMAZARA: LA PATINETA, EL ARO o LA RUEDA, LOS ZANCOS, EL PINCHO, LOS PLATILLOS, LOS INDIOS, EL TROMPO, EL MOCHO Y LA BILLARDA, LA PÍDOLA, LAS BOLAS, LAS ESTAMPAS, EL TIRACHINOS, EL PAÑUELO,  LA CUNA O EL HILO, EL FRONTON, IMITACIONES, JUEGOS DE MESA, LOS CHINOS, LA CINQUINA Y EL TELÉFONO. Juegos que, salvo contadas excepciones, desde hace mucho tiempo están muertos y enterrados. También jugábamos al escondite, al pilla-pilla, al mate…, pero sobe todo, al igual que sucede hoy, jugábamos al fútbol. Habiendo pelota, había partido. Ganas nunca faltaban y todo los demás era secundario. Ahora, según tengo entendido, Periana cuenta con un magnifico campo de fútbol dotado de césped artificial,  en aquellos tiempos ni el más optimista de los soñadores hubiera imaginado tal hecho; pero creo que tampoco lo necesitábamos, los niños DE ENTONCES convertíamos las calles y plazas en campos fútbol. En aquellos tiempos las calles eran nuestras, y  eran el lugar mas adecuado para  jugar. En la actualidad, las calles les han sido arrebatadas a los niños y han pasado a ser propiedad de los coches. De ahí que necesiten lugares específicos para jugar.

         Hace cincuenta años podías estas jugando al fútbol horas y horas en  la calle de La Iglesia -creo que sigue conservando el mismo nombre-, una de las principales del pueblo donde vivían el cura, la sacristana, Manolito “El Soldao”, don Carmelo, Adolfo Carrera, Paco “Bigotecano”… y no pasaba un solo coche. Tan solo, muy de tarde en tarde, nos veíamos obligados a suspender momentáneamente el partido para que pasase alguna persona, caballería o piara de cabras. Quizás algunos de mis jóvenes lectores piensen que tal cosa es una invención mía, para salir de dudas les aconsejo que consulten con sus padres o abuelos, si alguno de ellos supera los sesenta años le confirmaran la veracidad de lo que escribo.

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