MI PRIMER
PARTIDO
Para encender el
fuego de la memoria
es
indispensable una chispa –la que sea,
venga
de donde venga.
Josep Pla, El cuaderno gris
Hay amistades nacidas en la niñez
que perduran toda la vida, y otras iniciadas en el mismo periodo de tiempo que,
debido a circunstancias diversas, se evaporan durante la etapa infantil; pero,
a veces, el caprichoso devenir consigue que, cuando ya se ha vivido mucho
más de lo que queda por delante, vuelvan a reanudarse. Esto último me ha
sucedido con Manolo “El Melillero”. Con
Manolo, de edad similar a la mía, compartí ilusiones, escuelas y juegos.
Luego, los caminos de la vida nos
llevaron en diferentes direcciones, pero el azar quiso que, en el Tanatorio de Periana, durante el velatorio de
mi tío Joseíco, volviéramos a
encontrarnos, la noche del domingo, 28 de octubre de 2007, y reemprender la
interrumpida amistad. Al cruzarse nuestras miradas busqué en el álbum de las
caras conocidas y recordé, de inmediato, que era él. Nos miramos unos instantes, en silencio, y
comprobamos, mutuamente, lo que el implacable tiempo había hecho con nosotros.
Sigilosamente hicimos un aparte, en la amplia sala, y hablamos durante un buen
rato. Con cuarenta años más encima desde
la última vez que nos vimos, era mucho lo que teníamos por contarnos. Descubrí
que, durante mucho tiempo, Manolo había sido emigrante en Francia, Badalona y
Suiza, de donde retornó al pueblo en el
año 2001 para convertirse en agricultor. También me enteré de que éramos casi
familia, debido a su matrimonio, y que tenía un hijo llamado Manuel Isidro.
Asimismo me confirmó, lo que yo suponía, que seguía amando el fútbol y que el
Barcelona continuaba siendo el equipo de su corazón. Intercambiamos teléfonos y
quedamos en vernos para ver jugar al Málaga.
Por cierto, antes de despedirnos, me informó de que, aquella tarde, el
equipo de La Rosaleda
había perdido en Albacete por dos a uno, en los minutos de prolongación.
Después de nuestro reencuentro, en dos ocasiones
volvimos a coincidir en el mismo lugar; pero también hicimos realidad el deseo
de vernos en La
Rosaleda. Estos encuentros futboleros son ocasiones propicias
para sacar a relucir nuestros recuerdos compartidos. Y como todos ustedes
podrán deducir fácilmente, en un campo de fútbol, dos aficionados al ídem, no
se van a poner a hablar, precisamente, de toros. En la grada, aguardando el inicio o en el descanso
de los partidos, hemos revivido nuestros
días de amistad y fútbol en las calles, llanos, plazas y eras de Periana. Pero
también departimos de otras vicisitudes relacionadas con el deporte rey. Su
pasión por el Barcelona supera lo previsible, como lo puso de manifiesto, al
contarme, que en más de una ocasión, cuando residía en Suiza, cogió un avión y
se plantó en el Nou Cam para ver jugar al club de sus amores. Y recordó,
emocionado, la primera vez que acudió al campo donde nos encontrábamos: hecho
que aconteció en un lejano mes de agosto cuando apenas era un adolescente. La
cosa sucedió, más o menos, de la siguiente manera: en La Lomilleja se encontró
con José Manuel, el hijo de Joseíco “El Buscas” y Pepa “Antoñón”, que montado en su coche aguardaba a varios
amigos para viajar a Málaga, con el propósito de presenciar un partido del, por
aquel tiempo, prestigioso Torneo Internacional de Fútbol “Costa del Sol”. Habló
largamente con José Manuel para convencerlo de que le llevase con ellos,
incluso le mostró el dinerillo que tenía en el bolsillo, suficiente para sacar
la entrada y pagar la parte proporcional de la gasolina. Aunque le costó persuadirlo logró su
objetivo, y así consiguió asistir al
primer partido de su vida que jugaron el Club Deportivo Málaga y un equipo
brasileño, cuyo nombre no recuerda. Cuando regresaron al pueblo, a altas horas
de la madrugada, su padre le estaba esperando y lo calentó bien.
Al igual que mi amigo Manolo “El Melillero”,
yo también recuerdo con nostalgia, alegría y emoción la primera vez que
presencié un partido de fútbol en el
extinto campo de la
Rosaleda. Y digo extinto, porque aquel viejo campo, nada
tiene que ver con el estadio actual. Solamente la ubicación continúa siendo la
misma. Algo similar le ocurre a la
persona que ha nacido en una casa que derriban para construir otra nueva o
un bloque de pisos: él puede seguir
viviendo en el mismo lugar, pero no entre las paredes donde fue acumulando
recuerdos. La primitiva Rosaleda era un campo pequeño, provinciano, acogedor,
casi, familiar. Un campo de una sola planta,
a excepción de Tribuna que hacía honor a su nombre teniendo una grada
que sobresalía del resto. En la actualidad, todos los espectadores permanecen
sentados, pero en aquellos lejanos tiempos solamente tenían esa suerte los de
Tribuna y Preferencia; los de Fondo y Gol
veían el fútbol apretados como arencas y de pie.
La visión de mi primer partido de
fútbol en “La Rosaleda”
está íntimamente relacionada con mi
llegada a Málaga para estudiar en la popularmente conocida, por aquellos
tiempos, como “La
Escuela Franco”, un centro de Formación Profesional, por
donde han pasado miles de niños
malagueños y de otros lugares de España (también de las colonias
africanas) para aprender un oficio. Incluso hubo un tiempo en que salíamos con
una colocación. Como es de suponer, también niños de Periana estudiaron
allí. En estos momentos me vienen a la
memoria algunos de ellos: Manolo “Guerra”, Pepe de la “Anita Tito Pepe”, Manolo
de “La Camarilla”,
Antonio de “Corazón”, José Antonio “De la Viuda, Rafael “Penitas”…Pero tengo la seguridad
de que fueron algunos más que, ahora, no recuerdo. A ese Colegio, como ya he puesto de
manifiesto en algunos de mis relatos, a finales de los años sesenta del pasado
siglo llegué yo. Mi madre, nada más
tener noticias de que me habían concedido la beca, recabó información de
algunas progenitoras de los paisanos que he citado anteriormente para
prepararme el ajuar, pero yo no tuve ocasión de hacer lo propio con ninguno de
ellos. Así que las primeras referencias del lugar donde iba a pasar mi próximos
seis años me llegaron un par de días antes de incorporarme al Colegio al
coincidir en la barbería de Rafael “Pisablando” con don Francisco Gallego, el
marido de Remedios “La
Campanillona”, que era profesor del referido centro y al que
mi madre también había consultado. Mientras esperábamos, me informó de algunas cosas del Colegio:
oficios que se podían aprender, curso al que yo accedía, horarios, instalaciones
deportivas…, aunque para mí, la noticia
más sorprendente e impactante fue saber que frente por frente al colegio se
encontraba el campo de “La
Rosaleda”. El conocimiento de este detalle transformó
instantáneamente mi estado de ánimo. Mentiría si dijera que deseaba vehemente
que llegara la fecha de incorporarme al centro; pero sirvió para disipar
algunos temores.
Ahora, con el permiso de ustedes,
voy a romper el orden cronológico de la narración para contarles que con don
Francisco Gallego (natural de La
Viñuela) al que, alguno de los años que permanecí en el
Colegio, tuve como profesor, mantuve una magnifica relación, y todos los lunes,
cuando lo veía llegar con su Renault 6 de color blanco, matricula MA 88550, me
acercaba para preguntarle si había estado en Periana,
y cuando la respuesta era afirmativa, casi siempre, me traía algún paquetillo o
algo de dinero de parte de mi madre.
Posiblemente, de todos los recuerdos
que conservo referentes al día que llegué a Málaga para estudiar, el que
mantengo con más nitidez hace referencia a la impresión que me produjo al ver,
desde la ventanilla del coche de Guerrero, la fachada principal de “La Rosaleda”. No. No podía ser posible. Aquel lugar mítico
del que yo había escuchado hablar en numerosísimas ocasiones, y con el que
tantas veces soñé, estaba allí, frente a mí.
Esto sucedió un miércoles y aquella misma tarde, gracias a Javier Ruiz,
un muchacho de Yunquera, con el que compartí pupitre en mi primer día de
colegio, y que ya llevaba un año en la “Escuela Franco”, tuve ocasión de ver
por dentro el campo del Málaga. Al finalizar las clases de la tarde, entramos
por una pequeña puerta que había junto a la casa del portero, al no ser hora de
entrenamiento no había por allí ningún jugador, solamente unos cuantos
operarios que cuidaban el césped. Mi recién estrenado compañero, que a los
pocos días se convertiría en amigo para toda la vida, conocía el campo como la
palma de su mano y me lo mostró en su integridad. Podría emborronar varias
páginas describiendo las sensaciones que aquella tarde experimenté, pero como
no es mi intención rebasar, en demasía, el espacio asignado a mis relatos en la
revista, ni aburrir a los pacientes lectores, simplemente les diré que aquella
fue una de esas tardes que justifican una niñez.
Ruiz, que al igual que yo, tampoco había conseguido plaza en el
internado, anexo al Colegio, y se hospedaba en una pensión de Ciudad Jardín,
separada de la mía por unos cientos de metros, se convirtió en mi providencial ángel guía. Me descubrió con
pelos y señales el enorme edificio donde se ubicaba la “Escuela Franco” y los
trucos necesarios para sobrevivir en él. Pero como su generosidad no tenía
límites, me enseñó a moverme por Málaga y, en mi primera mañana de domingo en
la capital, excursionamos al Puerto, el Parque, el Castillo de Gibralfaro y la Catedral.
La tarde la dedicamos a estudiar matemáticas y
escuchar en la radio, que había en su pensión, el partido que el Málaga jugó
frente al Betis en Sevilla, cuyo resultado no recuerdo con exactitud; pero
tengo la seguridad de que perdió el club malacitano. Además de por nuestro
aspecto físico (los dos éramos flacuchos,
morenos y de estatura similar), coincidíamos en otras muchas cosas que
cimentaron nuestra eterna amistad. Vivíamos en pueblos similares; habíamos
nacido en el mismo año y mes, con una diferencia de siete días; teníamos una
hermana mayor que nosotros; nuestro padre trabajaba en el campo; éramos
conscientes de que para seguir estudiando debíamos mantener la beca y, para
ello, la única receta válida era estudiar mucho. Y, sobre todo, algo que nos unió de forma
definitiva fue nuestra pasión por el fútbol: queríamos al equipo de nuestra
tierra y simpatizábamos con el Real Madrid. Además de las similitudes
referidas, había otra que resignadamente compartíamos: jugábamos pésimamente al
balompié. Cuando hablábamos de fútbol, circunstancia que se repetía muchas
veces al cabo del día, Ruiz, para picarme, me contaba que la temporada
anterior, cuando el Club Deportivo Málaga militaba en la primera división,
había visto casi todos los partidos sin pagar un real. Yo le rogaba
continuamente que me descubriera su secreto y él me decía, una y otra vez, que
el próximo partido contra el Gijón lo veríamos juntos los dos.
Mis
primeros días de Colegio, por unas cosas u otras, se tiñeron de gris;
pero cuando el pesimismo me invadía conseguía liberarme rápidamente de él
pensando que el domingo iba a satisfacer
una de mis ilusiones más anheladas: ver jugar al Málaga. De noche, como aún no
había logrado adaptarme a la nueva cama, dormía poco y mal; pero la anterior al
día que esperaba que fuese el de mi
bautizo futbolístico era tal mi nerviosismo, que no logré pegar ojo. A las once
de la mañana, después de desayunar en la pensión –el almuerzo y la cena lo
hacíamos en el Colegio-, nos vimos en el sitio acordado y nos dirigimos hacia
el campo de fútbol. Desde horas muy tempranas se jugaban partidos de infantiles
y juveniles en el Anexo, un campo que aún existe junto a las gradas de Fondo.
Además, por aquella época, entre Preferencia y Fondo había una cancha de
baloncesto con gradas, donde jugaban los equipos más representativos
de la capital: el Medina femenino que militaba en la primera división y que
dirigía un señor llamado Bonilla, la persona más nerviosa y vociferante que he
conocido hasta el día de hoy, y el Málaga masculino que militaba en segunda
división. Si te gustaba el deporte, había donde entretenerse.
Para contarles
cómo era mi amigo Ruiz agotaría todos los calificativos elogiosos que pueblan
el diccionario de la RAE
y no le haría justicia, pero hay uno que lo define con total exactitud: era,
sobre todo, un niño dispuesto. Aquella mañana gris, divisando desde lo más alto
de la Tribuna,
como unos hombres colocaban en la parte de Gol las banderas, por orden de
clasificación, de los equipos de segunda división y unas vistas maravillosas de
Málaga, me dijo, pasándose la mano por el cogote y acariciándose la barbilla,
que para ver el partido de aquella tarde entre el Málaga y el Gijón teníamos
cuatro opciones:
a) Pasar por taquilla y pagar los cinco duros que costaba la
entrada infantil de Fondo o Gol. Esta opción la desechamos rápidamente. Con ese
dinero se podía uno comprar, en aquellos tiempos, diez bocadillos de pulpos en la Cantina del Colegio, 250
caramelillos de anís o montarse 25 veces en el autobús.
b) Permanecer
ocultos, hasta la hora del partido, en algún escondite de los muchos que había
en el campo. Estudiamos esta posibilidad, pero la descartamos también. Los domingos, en el Colegio, ponían de
segundo plato un muslo de pollo con patatas y dos niños, en pleno crecimiento,
que comían más que limas, no podían prescindir de semejante
manjar.
c) Situarnos en las cercanías de las puertas de Gol y
preguntar a todos los hombres que llevasen carnet de abonado si nos podían
entrar. Ruiz me explicó que muchas personas, al comienzo de la temporada, se
hacían socios del Málaga, para ello pagaban un cantidad estipulada para cada
zona del campo y les entregaban una tarjeta rectangular que había que mostrar
al portero, en la puerta de acceso correspondiente: éste la picaba en el lugar
indicado para cada partido y entraban. Pero a veces sucedía que estas personas
llevaban consigo el carnet de algún familiar o amigo que, por las
circunstancias que fuese, aquel día no acudían al partido y, como eran buenas
gentes, entraban a alguien.
d) Escalar la tapia del campo que daba al río Guadalmedina,
la cual tenía unos agujeros hechos ex profeso para ello y que acudimos a
inspeccionar.
Yo, como era novato en el asunto, me
dejé guiar por Ruiz, y éste decidió que en primer lugar pondríamos en práctica
el plan c y, en caso de fallarnos, cosa que podía suceder, cuando estuviese
mediado el primer tiempo del partido, recurrir al d. Al preguntarle por qué había que esperar a
ese momento para escalar la tapia, me dijo que era cuando los vigilantes
abandonaban sus puestos y se marchaban a ver el fútbol.
Una vez terminados de almorzar
-donde por cierto, nos comimos cada uno dos muslos de pollo, ya que al haber
pocos comensales, las cocineras, en aquella ocasión, se lo montaron bien-, aunque apenas eran las dos y media de la
tarde –el partido comenzaba a las cinco menos cuarto-, nos acercamos a la
fachada principal de la
Rosaleda, donde se encontraban las puertas de entrada a
Tribuna, Preferencia y Gol. Aún había poco ambiente, tan solo algunos
vendedores que estaban montando sus puestos. Nuestro objetivo era ver la
llegada de los jugadores de ambos equipos.
El primero en hacerlo fue el Gijón, el autobús dejó a los futbolistas
cerca de la puerta de Tribuna y fueron entrando al campo. Miraba
extasiado y no me lo podía creer: eran ellos en persona, los héroes
legendarios de mi niñez; a los que yo conocía, como si formaran parte de mi
familia, gracias a los cromos que coleccionaba y estaban allí, delante de mí.
Estreché la mano de Quini, toqué a Churruca, vi a Valdez, comprobé lo grande
que era el portero Castro… Al poco rato apareció el Málaga y toda la gente que
había aguardando comenzó a aplaudir y gritar: “¡Málaga!, ¡Málaga!, ¡Málaga!” Al
primero que divisé fue a Wanderley que era negro (en la actualidad los
jugadores de color son numerosísimos en el fútbol español, pero en aquellos
tiempos era una rareza), a continuación vi a Migueli, Arias, Montero, Benítez,
Pons, Goicoechea, Monreal… La tarde de los prodigios había comenzado muy bien:
por primera vez en mi vida había visto a unos auténticos jugadores de
fútbol. A las tres y media, en punto,
abrieron las puertas del campo. Habíamos acordado que para no hacernos la
competencia, cada uno de nosotros nos colocaríamos en una entrada distinta de
Gol. Le pregunté a Ortiz por qué no nos situábamos en Tribuna o Preferencia
para verlo sentado, y me señaló a unos niños, mayores que nosotros, que hacían
lo mismo. Observé unos instantes cómo se
desenvolvía mi amigo y enseguida aprendí.
Se trataba simplemente de acercarse a todo hombre que tuviese un carné
de socio en la mano, no a los que llevaban entradas, y con mucha educación
saludarle: ¡buenas tardes!, y
preguntarle a continuación: ¿me puede usted entrar? En mi caso, al igual que sucede en otras
facetas de la vida, se cumplió lo de la suerte del principiante, no creo que le
hubiese preguntado a más de veinte personas cuando un hombre alto, delgado,
pelado al cepillo y con una chaqueta azul me entró. Al atravesar la puerta que
daba acceso al campo el corazón parecía que se me iba a salir, y era tanta la
emoción que se me saltaron las lágrimas.
No recuerdo las veces que le di las gracias a aquel buen hombre, pero tengo
la seguridad que superaron la media docena. Mi benefactor me pasó la mano por
la cabeza al despedirnos y, tal y como habíamos acordado Ruiz y yo, corrí como
loco para situarme en la valla que había detrás de la portería y coger sitio
para los dos. Según me había dicho, era el lugar más acorde para los niños:
allí nadie entorpecería nuestra visión, y estábamos muy cerca del campo y de
los jugadores. Mis sorprendidos ojos miraban para todos los sitios, y aunque
los tenía más abiertos que platos no daban abasto para captar todo lo que
sucedía a mí alrededor; al mismo tiempo, de manera impaciente, miraba cada momento hacia los vomitorios esperando
la llegada de mi amigo. Pasaba el tiempo y él no aparecía, pero cuando estaba
ensimismado, mirando el entrenamiento del portero del Gijón, me tocaron en las
espaldas, al volverme y ver que era él,
celebramos nuestro reencuentro con tanta alegría y efusividad, que daba
la impresión de que no nos veíamos desde el inicio del Diluvio Universal.
Aquel maravilloso partido de fútbol
jugado un nublado domingo de octubre,
enmarcado en los finales de los años sesenta del pasado siglo, si lo medimos en
tiempo queda muy lejano; pero yo, que por unas horas fui el niño más feliz de
la tierra, lo recuerdo con tanta alegría, nitidez y precisión como si apenas
hiciese unos minutos que el árbitro señaló el final. Por mi mente aún corre,
regateando al olvido, el primer tiempo dominado por el equipo visitante y que terminó sin goles; la increíble ocasión
que, recién comenzado el segundo periodo, Migueli falló; el gol que metió
Quini, cuando faltaba poco para terminar, y que motivó la derrota del Málaga…
De igual modo posa en mi memoria la alineación que aquel día sacó Juan Ramón,
entrenador del Club Deportivo Málaga, integrada por Goicoechea, Montero Arias,
Monreal, Benítez, Migueli, Conejo, Aragón, Wanderley, Otiñano y Búa.
Desde aquel día lejano de mi estreno
futbolístico, he presenciado cientos de partidos en la Rosaleda. He visto
jugar al Málaga, en primera, segunda, segunda B, tercera división y competición europea. He vivido alegrías y tristezas, según tocase
ascender o descender de categoría.
Recuerdo como hitos históricos el 6 - 2 o el 4 – 0 que el Málaga endosó
al Real Madrid y Fútbol Club Barcelona, respectivamente. Sin embargo, el
encuentro de mi vida sigue siendo mi primer partido: el Málaga-Gijón que
presencié, junto a mi amigo Ruiz, aquella lejana tarde otoñal.
JOSÉ MANUEL FRÍAS RAYA
Publicado
en el número 31 de ALMAZARA
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