LOS
JUEGOS DE MI NIÑEZ IV
Los juegos infantiles no
son tales juegos, sino sus más serias actividades.
Michel Eyquem de Montaigne
Odio
los números pares. Mi dígito favorito es el tres, y tres iban a ser las
entregas de LOS JUEGOS DE MI NIÑEZ,
pero una serie de circunstancias largas de contar y de poco interés para el
lector, han hecho que sean cuatro. He
aquí la última que dedicaremos a los siguientes: TIRACHINOS, LA CUNA O EL CORDEL, FRONTON, IMITACIONES, JUEGOS DE MESA,
LOS CHINOS, CINQUINA Y TELÉFONO.
TIRACHINOS.
Las salidas al campo en los lejanos días de mi
infancia pueblerina, eran casi diarias. Y un niño, en la Periana de los años
sesenta del pasado siglo, para tales escapatorias necesitaba dos utensilios,
casi imprescindibles: una navajilla y un tirachinos. El tirachinos estaba
compuesto por una especie de horquilla, normalmente de madera, que tenía forma
de (Y)
en cuyos extremos superiores se le colocaban dos tiras de goma elástica de
idéntica longitud - extraídas de las cámaras de las ruedas de bicicletas, motos
o coches- a las que se acoplaba un trozo de material donde se ponía el chino a
lanzar –este elemento se conseguía en las zapaterías donde hacían las sandalias
que la mayoría de los niños calzábamos -. Lo más complicado era hacerse con una
buena horquilla, y para ello era necesario inspeccionar muchos árboles para
localizar la rama adecuada. Una vez encontrada había que cortarla de forma sigilosa
y se ponía algún tiempo al sol para que se secara.
El
tirachinos funcionaba de la siguiente forma: con una mano sujetabas la parte
inferior de la horquilla y se extendía el brazo hacía adelante, agarrabas
fuertemente con los dedos índice y pulgar de la otra mano el trozo de material
donde se colocaba el chino y se estiraba al máximo para acercarlo a la
barbilla. Se guiñaba un ojo y con el otro se apuntaba hacía el objetivo, se
suelta el chino y sale disparado con una velocidad proporcional al estiramiento
de las gomas. Cuando salías al campo siempre los llevabas preparado para
disparar a todo lo que se moviera. En muchas ocasiones vi matar pajarillos con
un tirachinos tanto en el campo como en los gigantescos árboles que había en el
mercado. Pero yo, dada mi mala puntería, no lo conseguí nunca, sin embargo, si
tuve el acierto necesario para descalabrar a un compañero de juego, al que con
el permiso de ustedes le voy a dirigir unas palabras. Amigo Antonio, desde que
emigre a Málaga en el año 1969 no nos hemos vuelto a ver, tengo noticias de que
te dedicas a la enseñanza, también sé que eres lector de ALMAZARA, la revista de Periana, así que aprovecho la ocasión para
saludarte y pedirte disculpas con cincuenta años de retraso.
En
ocasiones, el tirachinos se convertía en un elemento competitivo, se colocaba
una lata u otro objeto a cierta distancia y desde un punto determinado todos
los niños tiraban para darle, quedando eliminados los que no lo conseguían. Los
que habían atinado volvían a tirar al objeto desde una distancia mayor, los no
certeros dejaban de tirar y así proseguía el juego hasta que quedaba un solo
tirador que se proclamaba vencedor. A veces el tirachinos se transformaba en un
arma dañina, esto sucedía cuando los niños de una calle guerreaban con los de
de otro o su poseedor se dedicaba a romper las tristonas bombillas que
alumbraban las calles y plazas del pueblo.
LA CUNA O
EL CORDEL.
Para poderlo practicar se necesitaba un metro de cuerda, preferentemente
tramilla enjabonada, se unían los extremos mediante un nudo y ya estaba lista
para componer figuras. El juego
consistía en ir haciendo figuras con el hilo tensando entre las dos manos y
utilizando los dedos de ambas. Algunas figuras
tenían nombres como la cuna, la cama, la sierra, el peso, el violín… Una vez
compuesta la figura, el segundo jugador entraba en liza, para ello introducía
sus dedos en la figura compuesta por el primer jugador y estirando y
deshaciendo la figura inicial, forma una nueva figura con el cordel entre sus
manos. De
forma continuada cada uno de los contendientes va haciendo figuras
alternativamente, hasta que uno de los dos no es capaz de continuar o deshace
la figura. Durante el desarrollo del juego cada contendiente debía colaborar
con su competidor, aflojando o tensando la tensión del cordel cuando era
necesario. Antoñito “El Caribe” era el niño que mejor jugaba, tenía habilidad e
imaginación para hacer figuras sorprendentes.
FRONTON. A la entrada del lavadero de Las Pilas había
una explanada de forma cuadrangular, en un extremo se encontraba una gran pila,
que casi siempre estaba vacía, y en el lado opuesto la pared del matadero. Esta
pared la aprovechábamos los niños para
jugar al frontón, al estar toda pintada
de blanco y no tener zócalo con un tizón dibujamos una raya. Se jugaba
individualmente o por parejas utilizando para ello unas pelotas de goma
pequeñas que vendían en los baratos. Aunque las ideales eran aquellas de color
verde que venían con los zapatos “Gorila”. Pero, en aquellos tiempos, ¿quién era
el guapo que calzaba zapatos tan monos?
IMITACIONES. Se comenzaba echando a suertes (habitualmente
se hacia con la pajita) quién ocupaba el primer puesto de la fila india que se
formaba para jugar. El elegido era como una especie de líder que asignaba a
cada uno de los jugadores su lugar y al que todos tenían la obligación de
imitar: correr, saltar, agacharse, sentarse, beber, tocarse la cabeza, vocear,
caminar de espaldas, andar a la pata coja… A veces, este juego resultaba
peligroso para los últimos de la fila, si el primero tocaba en una puerta todos
debían hacer lo mismo, y los situados en los últimos lugares se llevaban la
bronca de los habitantes de la casa a la que se iba a molestar. Recuerdo una tarde que tocamos en la puerta
de Rafalico “Ruiseñor”, y éste salió detrás de nosotros con un palo y nos llevó corriendo hasta
Malpelo. “Ruiseñor” tenía malas pulgas y temiendo lo peor, es decir, que nos
estuviera esperando escondido en algún lugar para escarmentarnos, decidimos que
la mejor opción para regresar a nuestras casas era darnos una gran caminata y
hacerlo a campo a través, después de atravesar numerosas trochas llegamos al
cortijo de Moreno “Coscurro” y entramos por el final de la calle de Las Monjas.
JUEGOS DE
MESA. Siempre fui un niño callejero. Los juegos de
mesa nunca me atrajeron mucho. Algo
similar les sucedía a mis amigos más allegados. Pero, a veces, las condiciones
meteorológicas nos expulsaban de la calle, viéndonos obligados a refugiarnos en
las casas de Isidro “Adolfo” para jugar al parchís, la oca y las cartas, o en
la de Pepe “El Gallo” para hacerlo con los “Juegos Reunidos Geyper” que tenía.
A las cartas también jugué en las calurosas tardes de los veranos con “Los
Caribe”, cuando ellos vigilaban un puesto de melones que tenían en el mercado.
Tan solo había un juego
de mesa, si es que podemos considerarlo así, al que me gustaba jugar que
llamábamos “los chinos”.
LOS
CHINOS. Solíamos
practicarlo en unos bancos de piedra que había en La Lomilleja, en ellos nos
sentábamos dos niños (defensor y atacante), uno frente al otro, con las piernas
abiertas, y en la parte central se
dibujaba, con una china o una tiza, una cruz compuesta por cinco cuadrados, que
a su vez se dividían cada uno en ocho partes iguales mediante el trazado de
líneas horizontales, verticales y diagonales.
El defensor jugaba con
dos chinos grandes (leones), que colocaba en los vértices inferiores del primer
cuadrado y podía moverlos en cualquier dirección, siendo su misión impedir que
el atacante, que jugaba con veinticuatro chinos pequeños, metiese tres de ellos en su cuadrado. El
defensor tenía la obligación de comerse los chinos pequeños siempre que hubiese
un espacio vacío detrás de ellos, además
podía comerse varios a la vez, de no hacerlo perdía la pieza con la que
hubiera dejado de comérselos. El atacante podía mover sus chinos en vertical,
diagonal u horizontal, pero no podía recular hacía atrás.
El juego terminaba cuando el jugador de los
chinos pequeños había perdido todas sus piezas (ganaba el defensor), o cuando
el de los grandes perdía sus dos chinos por dejar de comer o no podía moverlos
porque están bloqueados (ganaba el atacante). Aún
recuerdo mis interminables partidas con Manolo “Machaca”, Alfredo “El Fabio”
Salvador “Mendío” o Paco de “La Magdalena Frías que eran excelentes jugadores.
CINQUINA. Este juego también
podemos considerarlo de mesa y, a veces, lo jugaban conjuntamente niños y
adultos. Era similar al bingo. En mi casa había uno, pero desconozco su
procedencia, ya que aunque la pregunté en numerosas ocasiones nadie supo darme
norte, todos decían que desde siempre había estado allí. Los números de color
rojo estaban grabados en unos círculos de tamaño algo mayor que una aspirina y
se guardaban en una calabaza hueca que tenía un gran cuello y se tapaba con un
corcho. Los cartones eran de color azul
y aunque se conservaban en magnifico estado, la suavidad de su tacto delataba
el mucho tiempo que había pasado por ellos.
No había bombo donde introducir los números y moverlos, para proceder a
su extracción la persona encargada de
ello volcaba la cabeza de la calabaza sobre la palma de la mano y los iba
sacando de uno en uno y cantándolos. Como solamente había un juego de cartones
no se pintaba sobre ellos, cuando salía el número que uno tenía se colocaba
sobre él algún cereal: habichuela, lenteja, garbanzo…
TELÉFONO. En los tiempos en que
vivimos el teléfono móvil se ha convertido en un artículo de primera necesidad,
casi, tan imprescindible como el comer.
Ahora, en el momento que un niño tiene uso de razón se le provee del
consabido aparatito. Si mal no recuerdo la primera vez que hable por
teléfono andaba cercano a los quince años.
Aunque tal afirmación no es del todo cierta, los niños de mi generación
fabricábamos teléfonos y jugábamos con ellos.
Si, tal y como acaban de leer, hacíamos
teléfonos con algo tan simple como dos latas, dos vasos de plástico o dos cajas
de cerillas y una cuerda fina. Se perforaban el par de utensilios a utilizar
por el centro de su superficie, después se pasaba el extremo de una cuerda por
cada uno de los orificios y se sujetaba con un nudo. Cuánto más larga era la cuerda, mayor era la
distancia de comunicación. La transmisión se realizaba hablando y escuchando
por objeto utilizado para ello, siendo requisito obligatorio mantener el hilo
muy tenso.
Y aunque entonces ninguno de nosotros lo
sabíamos, la comunicación que establecíamos, y que nos parecía milagrosa, se
producía gracias a un proceso científico que
me enseñó don Juan Fernández, profesor que tuve en la “Escuela de
Franco”. Aunque no recuerdo con total exactitud el proceso, más
o menos, era el siguiente: La voz humana produce un
sonido que se propaga por el aire en forma de ondas sonoras. Al chocar las
referidas ondas contra un material elástico y rígido (fondo del vaso, de la
lata o de la caja de cerillas) le transmite sus vibraciones; estas vibraciones
pasan a la cuerda y a través de ella llegan al otro auricular, donde el proceso
se invierte, es decir, la cuerda transmite las vibraciones al fondo del vaso,
lata o caja y éste al aire, que propaga el sonido hasta el oído de nuestro
interlocutor.
Los que fuimos niños en
la Periana de los años sesenta del pasado siglo nos entreteníamos con los
juegos reseñados en la cuatro entregas publicadas en ALMAZARA: LA PATINETA, EL
ARO o LA RUEDA, LOS ZANCOS, EL PINCHO, LOS PLATILLOS, LOS INDIOS, EL TROMPO, EL
MOCHO Y LA BILLARDA, LA PÍDOLA, LAS BOLAS, LAS ESTAMPAS, EL TIRACHINOS, EL PAÑUELO, LA CUNA
O EL HILO, EL FRONTON, IMITACIONES, JUEGOS DE MESA, LOS CHINOS, LA CINQUINA Y EL TELÉFONO. Juegos que, salvo contadas
excepciones, desde hace mucho tiempo están muertos y enterrados. También
jugábamos al escondite, al pilla-pilla, al mate…, pero sobe todo, al igual que
sucede hoy, jugábamos al fútbol. Habiendo pelota, había partido. Ganas nunca
faltaban y todo los demás era secundario. Ahora, según tengo entendido, Periana
cuenta con un magnifico campo de fútbol dotado de césped artificial, en aquellos tiempos ni el más optimista de
los soñadores hubiera imaginado tal hecho; pero creo que tampoco lo
necesitábamos, los niños DE ENTONCES convertíamos las calles y plazas en campos
fútbol. En aquellos tiempos las calles eran nuestras, y eran el lugar mas adecuado para jugar. En la actualidad, las calles les han
sido arrebatadas a los niños y han pasado a ser propiedad de los coches. De ahí
que necesiten lugares específicos para jugar.
Hace
cincuenta años podías estas jugando al fútbol horas y horas en la calle de La Iglesia -creo que sigue
conservando el mismo nombre-, una de las principales del pueblo donde vivían el
cura, la sacristana, Manolito “El Soldao”, don Carmelo, Adolfo Carrera, Paco
“Bigotecano”… y no pasaba un solo coche. Tan solo, muy de tarde en tarde, nos
veíamos obligados a suspender momentáneamente el partido para que pasase alguna
persona, caballería o piara de cabras. Quizás algunos de mis jóvenes lectores
piensen que tal cosa es una invención mía, para salir de dudas les aconsejo que
consulten con sus padres o abuelos, si alguno de ellos supera los sesenta años
le confirmaran la veracidad de lo que escribo.