PRESENTACIÓN DE “EL SUEÑO DE LOS PROSCRITOS”
Buenas tardes paisanos, amigas, amigos. Me gustaría inventar las palabras más entrañables para expresar la intensidad de mi gratitud hacia todos los que habéis tenido la amabilidad de acompañarme en este acto. He venido a presentaros este libro, que muchos ya habéis leído, y a intercambiar con vosotros algunas impresiones sobre el fascinante mundo de la narrativa.
En el año 2010, el entonces alcalde, Adolfo Moreno, me invitó a pronunciar el pregón de san Isidro, detalle por el que siempre le estaré agradecido porque me permitió quitarme una espina tantos años clavada en la memoria. Allí hablé de las raíces que dejé ancladas en este pueblo donde nací y de la nostalgia por una infancia feliz. Cerrada aquella cicatriz, ahora os traigo una novela en la que dedico a la Axarquía algunas de sus páginas más emotivas.
Mi larga ausencia ha acentuado el recuerdo que tengo de esta tierra tan fértil en frutos y bondadosa en personas. He sido un viajero empedernido, conozco todas y cada una de las ciudades de nuestro país, he contemplado la mayoría de sus espléndidos paisajes y he descubierto que ninguno es comparable con Periana, mi añorada Ítaca, que diría Ulises.
Han tenido que pasar más de cuarenta años de ejercicio del periodismo y de la comunicación para decidirme a hacer esta incursión en el ámbito de la narrativa. Un mundo que siempre me resultó apasionante y, a la vez, familiar por mi temprana y obstinada devoción por la lectura. Debido a mi profesión, dedicada a describir el acontecer diario y alejada de cualquier fantasía, siempre me causó tal respeto y admiración la literatura que nunca me atreví a escribir ni siquiera un cuento y mucho menos una novela.
No sé si por el encierro de la pandemia, por el tiempo que regala la jubilación o por ambas cosas, me animé a romper el corsé que me impedía afrontar el reto de esa asignatura pendiente y el resultado es este: “El sueño de los proscritos”. Reconozco que, para mí, escribir ha sido la mejor manera de soportar el confinamiento.
Pero, en el fondo, ¿por qué escribe un autor? He comprobado que el impulso de narrar obedece a una especie de llamada íntima y personal apremiante. El que tiene verdadera vocación siente una atracción irresistible hacia la escritura, incluso por imposición fisiológica, pues sólo así, escribiendo, logra quitarse de encima la jaqueca, el ardor de estómago o el insomnio.
Unos, la mayoría, se comunican mediante la palabra hablada y otros se expresan a través de las artes como la pintura, la música, la danza, el canto o el diseño. El narrador siente necesidad de mostrarse a través de la escritura. Es el medio natural de expresión que usa para exponer su vida, porque, en el fondo, un libro no es más que el cofre donde su dueño guarda parte de sus vivencias disfrazadas de otras vidas imaginadas.
Por propia experiencia sé que el periodista describe y analiza lo que sucede fuera, en su entorno. Se nutre de lo que acontece diariamente en la sociedad, mientras que el escritor descubre y muestra lo que lleva dentro. Son mundos semejantes porque ambos se valen del lenguaje escrito, pero muy diferentes en su contenido. El narrador no necesita de la actualidad, todos los materiales para su trabajo los obtiene de lo que almacena en su cerebro: el pensamiento, los recuerdos. Su tarea consiste en rescatar esos elementos, darles forma, ponerlos en negro sobre blanco y añadirles algo de documentación. La argamasa que une tales ingredientes es la imaginación, la libertad creativa, la honestidad profesional y un compromiso sincero con la verdad íntima, con su verdad. Si además se acompaña de un poco de talento, el resultado puede ser fascinante.
El escritor se alimenta de lo que ha visto, oído y sentido, es decir, de lo que ha vivido. Se inspira en los aromas que conserva su olfato, en los sabores que degustó su paladar, en los sonidos que hicieron vibrar su tímpano, en las formas y colores que un día impresionaron su retina, y, sobre todo, en las emociones que guarda en su corazón. También se nutre de lo que ha observado de la vida de otros, de lo que le han contado, de lo que ha leído y de lo que ha visto en el cine o en la televisión, indagando siempre en el misterioso mundo de los sentimientos humanos. Parece que crea personajes, tramas, escenas, diálogos, mundos posibles, pero no. Si acaso los recupera, porque todo lo tiene en su cerebro. Sólo necesita un golpe de inspiración para sacarlo fuera, contarlo con ingenio, imaginación y oficio, y compartirlo con el público. Ese es el camino que yo he seguido en mi corta y modesta experiencia.
Como periodista, he escrito durante muchos años sobre los hechos y las vidas de los demás bajo la norma de la imparcialidad. He tratado de ocultar en todo momento mi subjetividad para mostrarme lo más objetivo posible. Sin embargo, con esta novela he aprendido que precisamente en esa subjetividad que yo escondía, en lo íntimo, en lo personal, es donde cobra su verdadero valor la narrativa, la literatura. Por eso, he tenido que volver a mis raíces. En la memoria he hallado el marco ideal para la ficción y mis recuerdos no son otros que los de mi lejana vida en este pueblo. Cuando la trama me pedía un lugar del antiguo reino nazarí de Granada en el que situar la acción, en mi pasado encontré la tierra donde soñé de niño. Sus paisajes se me aparecían tan nítidos que superaban la realidad porque se habían sublimado a través de mi tierna mirada infantil.
Para mí, ha sido especialmente gratificante dedicar algunos párrafos de la novela a este valle tan querido. Recuerdo cómo corría la emoción por mis venas cuando estaba escribiendo los capítulos en los que se trazan pinceladas de los paisajes de la Axarquía, de sus gentes, de sus olivos, de su aceite, de sus aguas curativas, de los verdiales, de los restos arqueológicos que dejaron aquellos proscritos. O cuando caracterizaba personajes de aquí, como la matrona, símbolo de la fertilidad; el catedrático, encarnación de la sabiduría; la profesora, alegoría del arte nazarí; el comisario, imagen del duende protector. Y también cuando buscaba un apellido para la familia de moriscos exiliados que cobra vida en mi novela. No necesité ni un segundo en encontrarlo porque no podía ser otro que el del linaje de los Al-Axarq.
Por mi inevitable vinculación a la actualidad periodística, también me emocionaba cuando narraba hechos traumáticos tan próximos y reales como los atentados yihadistas de Casablanca y Atocha o la “Primavera árabe”. Sin olvidarme de la guerra de Marruecos, la guerra civil, el terrorismo, la violencia machista, la inmigración, el refinado arte andalusí, la espiral de la sabiduría, los tesoros bibliográficos de todos los tiempos o el papel que juegan las emociones y los sentimientos en los seres humanos.
Pero una historia inventada no es más que una elucubración mental sin trascendencia hasta que se concreta en un texto. El libro cerrado que contiene ese texto es sólo una promesa, una historia muda, una aventura posible olvidada en la estantería. No cierra su ciclo hasta que los lectores hacen suyo el relato, se emocionan con los personajes, quedan atrapados por la trama, se implican en el ritmo de la narración, interiorizan el mensaje que quiere transmitir el escritor o incluso lo recrean o lo reinventan. Ese es el gran prodigio de la literatura. Porque una novela cobra vida propia en cada lector, provocando sentimientos, opiniones, puntos de vista, controversias, disensiones, críticas o aplausos, que escapan totalmente al control de su autor.
También nos podemos preguntar para qué sirve lo que escribe un narrador. He llegado a la conclusión de que la ficción en general y, sobre todo, la novela tiene una función perturbadora y rebelde. Porque el escritor muestra con su obra un espejo en el que la sociedad contempla sus propias flaquezas. La buena narrativa no es la que se acomoda a los valores establecidos. Su vocación es superar lo que está implantado, recomponerlo con la imaginación y contribuir a mejorar de alguna manera la vida de la gente. Un buen libro aporta conocimiento, ideas, entretenimiento, compasión, consuelo, ilusión, esperanza, emoción, sueños, fantasía, humor, gozo y hasta placer. Por el contrario, también puede suscitar discusión, reproche, objeción, censura, escándalo o rechazo.
En mi caso, he intentado que esta novela sirva para rescatar unos valores que aparecen difuminados en nuestra sociedad, como la libertad de pensamiento, la fuerza de la razón o la lucha contra la intolerancia. Y también para recordar la tribulación de los proscritos. En manos de los lectores está considerarlo así o no.
Llegados a este extremo, podemos plantearnos el espinoso tema del compromiso moral del escritor. Es obvio que en cada obra hay un punto de vista, una interpretación de la realidad, una actitud moral que puede coincidir o no con la ética personal de su autor. En todo caso, el único compromiso del escritor es ofrecer un relato narrado con honestidad profesional. Un novelista tiene libertad para escribir lo que quiera y como quiera. Será el lector quien extraiga o no las consecuencias morales de lo que lee según sus propios referentes. Esa responsabilidad no es del escritor.
Creo que el narrador, en tanto que tal, nunca debe ser juzgado por sus actitudes públicas o privadas sino por su literatura. Respetando a los escritores que, queriendo o no, se erigen como referentes morales, no es justo exigir a todo escritor que, por el hecho de serlo, deba adoptar compromisos que suelen ser coyunturales y que pueden condicionar su necesaria independencia. La obra literaria está por encima de la actitud personal de su autor. Los lectores la juzgarán según su calidad literaria, según los beneficios que le reporta, no por el comportamiento del que la escribió.
Entre los psicólogos existe un consenso general sobre el poder sanador de la ficción, sobre la capacidad ilusionante del relato, sobre la liberación que proporciona la buena literatura. Para todo eso sirve lo que escribe un narrador, aunque no sea consciente de ello. Porque, una vez que sale de la imprenta, la obra adquiere vida propia y culmina su tarea con la recreación que construyen otros ojos ajenos. El proceso no acaba hasta que el autor comparte con sus lectores lo que ha escrito, porque son ellos los que tienen que descubrir por sí mismos lo que encierra la obra literaria. Son ellos los que asimilan, interpretan o hacen suyos los contenidos de las novelas con su óptica personal y bajo su exclusiva responsabilidad.
En medio de esta conexión autor-lector hay entidades ineludibles que, a veces, se convierten en obstáculos como las editoriales, las librerías, las cadenas de distribución o la venta “on line”. Por eso, he tenido que abusar de los amigos para captarlos directamente como lectores y compartir con ellos mi narración, completando así el circuito de la literatura. Si he logrado provocarles alguno de esos sentimientos ya doy por bien empleado el esfuerzo y el coste de producir mi novela.
Por cierto, este libro fue autoeditado a distancia durante el primer confinamiento y resultó una verdadera tortura de llamadas y correos electrónicos con los miembros de la editorial, sin posibilidad de mantener ni un solo encuentro personal con ellos. Consciente de que esta limitación no debe ser una excusa, pido disculpas por las erratas involuntarias que podáis encontrar.
La obra que hoy nos ha traído a esta presentación pretende ser un homenaje novelesco a los proscritos andalusíes de 1609 y, por extensión, a todos los que son expulsados de su tierra por sus ideas. Habla del uso de la razón como fuente de conocimiento frente a las creencias, apelando al espíritu de la Ilustración. Proclama la libertad de pensamiento frente a la imposición ideológica, los valores de la democracia frente a la dictadura, la tolerancia frente a la intransigencia, los derechos sociales frente a la tiranía. Defiende el protagonismo de la mujer y su capacidad para desenvolverse en un mundo que le es hostil. Recuerda el enorme caudal de conocimiento que guardan los libros como transmisores del pensamiento de los sabios que nos han precedido. Y también muestra que las nuevas tecnologías, a pesar del embrollo de las redes sociales, se pueden usar para fines tan loables como promover la resistencia pacífica frente a los opresores.
Quiero aclarar que esta novela no va dirigida exclusivamente a un público femenino por el hecho de que en la portada aparezca el perfil de una mujer o porque tenga una protagonista femenina. Se trata de una mujer de nuestro tiempo, con mucho talento que, ante episodios traumáticos, se revela defendiendo la racionalidad para llevar una luz de esperanza a los pueblos oprimidos. La he ideado así, no para cubrir la cuota femenina, sino para lanzar un mensaje igualitario inequívoco: todo ser humano está capacitado para defender valores universales, independientemente de su género.
Zahira, la protagonista descendiente de aquellos andalusíes, es el prototipo de la excelencia cultural, la heredera del saber universal que atesora la guarida de la vieja alquería. He querido mostrar a través de ella la otra mirada, la queja de los proscritos, el dolor de los expulsados, el rescate de los olvidados y también la magia del saber. Es una mujer que utiliza sus extraordinarias cualidades, como una memoria prodigiosa, una erudición enciclopédica o una audacia tenaz, para cumplir sus sueños. Quiere liberar a otros pueblos hermanos de los credos que los fanatizan y oprimen. No usa el conocimiento adquirido en su provecho, sino que lo dirige a promover un levantamiento contra las creencias, a las que culpa de ser el origen de violencias y persecuciones actuales, tan parecidas a las que sufrieron sus antepasados, los moriscos. Son ella y otras mujeres de su familia las que, ante la impotencia, ante un sufrimiento insoportable, lanzan el tremendo grito de dolor y rebeldía que recorre toda la obra.
Esta mujer, cuando necesita esconderse del peligro yihadista que le acecha, vuelve a sus lejanos orígenes. Un misterioso determinismo la conduce al valle de donde procedían sus antepasados, atendiendo a la enigmática llamada de la tierra, la misma que sintió y siente este autor. Porque, en el fondo, “El sueño de los proscritos” es el regreso a mis propias raíces, a los paisajes que visten mis sueños, al añorado Al-Ándalus que duerme en nuestro subconsciente, en nuestra memoria colectiva.
Han sido al menos cuatro episodios fortuitos los que me hicieron poner la mirada en el ámbito andalusí. Cuando estudiaba, mi profesor de historia, un granadino apasionado de ese mundo, nos habló con tanta efusión de los moriscos expulsados por Felipe III que me contagió su curiosidad por conocer más a fondo tan inmenso desafuero.
Hace años, visitando el laberíntico zoco de Fez, reparé en una tienda de espejos enmarcados en molduras de bronce finamente labradas. Cuando entré, sin haber pronunciado una sola palabra, el dueño se dirigió a mí en un español antiguo, asegurando que yo tenía que ser andaluz por la forma alargada de mi rostro, como el suyo. Y acertó. Me descubrió el origen andalusí de su familia mientras sus ojos se humedecían con sincera emoción al hablarme de la vieja patria de la que sus antepasados fueron expulsados. En su mirada noté franqueza, no era un truco comercial para venderme un espejo.
En otro viaje a Estambul, junto a la espectacular Santa Sofía, coincidí con una pareja de jóvenes marroquíes recién casados, en viaje de novios. Al oírme hablar español se acercaron para decirme, en un castellano arcaico, que eran de Tetuán y descendientes de andalusíes. Con inusitado entusiasmo me hablaron largo y tendido de las historias que les transmitieron sus abuelos y de la nostalgia y vocación que su acomodada familia sentía por Al-Ándalus.
El cuarto y más reciente episodio fue poco antes de la pandemia, durante mi última visita a la Alhambra. Ya había imaginado yo, más o menos, el rostro de la protagonista de mi novela con sus enigmáticos ojos claros. Observé fijamente a una joven, cubierta con el hiyab, de extraordinario parecido a la que rondaba en mi cabeza. La miré con tanto descaro que se ruborizó y su esposo se me encaró. Naturalmente, tuve que disculparme y darle explicaciones sobre el motivo de mi irreverencia. Todo se resolvió amigablemente, incluso me permitió fotografiarla. Su foto ha presidido mi escritorio mientras escribía la novela, porque ella era exactamente la Zahira que yo había imaginado y la encontré nada menos que en el patio de los leones. No creo en los presagios, pero haberlos, haylos.
En su parte histórica, la novela reflexiona sobre unos hechos que han quedado difuminados por una inexplicable desidia investigadora. Como me recuerda nuestro amigo, Rafael Núñez, tuvieron que ser arabistas españoles los que rescataran del olvido la evocación andalusí, muchísimos años después del exilio de aquellos cientos de miles de moriscos. El rastro existe, se puede seguir, yo lo he vivido, sólo se necesita una decidida voluntad indagadora para recuperar a un pueblo hermano que está justo ahí en frente, al otro lado del estrecho.
Era gente de aquí, de la Axarquía, de los antiguos reinos de Granada, Aragón, Valencia y Castilla. Pobladores autóctonos de la Península que, por practicar otro credo, les expropiaron sus haciendas y los echaron sin miramientos de su patria, de la tierra de sus antepasados. Nuestro país tiene una deuda ancestral con ellos. La enorme injusticia que se cometió merece un desagravio, una reparación, aunque sólo sea simbólica. Si los condenaron al exilio, no es justo que además les castiguemos con la pena del olvido, porque ellos también forman parte de nuestra memoria histórica. Aunque no es comparable, los proscritos me recuerdan el desarraigo que yo mismo y otros muchos niños sentimos cuando nos arrancaron de esta tierra con sólo diez años para enviarnos a estudiar a los internados.
En el año 2015, las Cortes aprobaron una ley para otorgar la nacionalidad española a los descendientes de los judíos sefardíes expulsados por los Reyes Católicos en 1492. No es lícito que se la denieguen a los sucesores de los moriscos desterrados en 1609, que eran tan hispanos como Viriato o como don Pelayo.
La preparación de este libro también me ha servido para conocer un hecho vital que muestra la idiosincrasia del pueblo andaluz. Indagando en los orígenes de los andalusíes, he descubierto que los moriscos se marcharon, pero nos dejaron muchas cosas, entre ellas una de las que más nos caracterizan a los andaluces: nuestro dialecto. Aventuro una hipótesis que cada vez defienden más filólogos y lingüistas. De ellos hemos heredado una fonética peculiar, de la que debemos sentirnos orgullosos. Se caracteriza por el suave dejo andaluz, el ceceo malagueño, el seseo sevillano, las aspiraciones, los plurales sin ese, la economía prosódica, incluso por un florido ingenio expresivo y otras formas de pronunciación tan peculiares que todos identificamos.
Porque ellos hablaban un idioma distinto del castellano con el que se fundió y de cuya simbiosis surgió lo que hoy conocemos como dialecto andaluz. Se trata del mozárabe (arabizado) o latino, como lo llamaban los cristianos que lo hablaban en territorio musulmán. Era un conjunto de lenguas romances muy parecidas que se hablaban en Al-Ándalus y derivaban directamente del latín vulgar, igual que el portugués, el catalán, el gallego o el propio castellano. Unas lenguas de las que ya nadie se acuerda.
Los pueblos invasores del sur trajeron su religión islámica y su idioma arábigo. Formaban una élite dirigente, mientras que la generalidad de los andalusíes era descendiente de los hispanos romanos, de los hispanos visigodos. Su idioma materno era el latín vulgar que hablaban en el núcleo familiar y en su comunidad cristiana. Lo conservaron como idioma mozárabe dentro de una sociedad musulmana, mayoritaria en la Península, que usaba el árabe como lengua vehicular y toleraba el latino. Las conocidas jarchas no están escritas en castellano antiguo como nos han hecho creer sino en mozárabe. Ese era el idioma de nuestros antepasados. De ahí procede el poso fonético que cinco siglos más tarde sigue presente en nuestra pronunciación y, además, es la norma en Hispanoamérica.
Cuando vuelvo aquí, el acento de mi tierra, que nunca perdí del todo, se me agranda por contagio. Pero lo que más echo en falta es vuestro inimitable ceceo que suena tan suave y armonioso como una nota musical. Por favor, no lo perdáis nunca. Quienes dicen que los andaluces hablamos mal sólo son unos ignorantes que no saben que somos dignos herederos de los ecos del mozárabe, esa lengua romance que un día se habló en casi toda la península. Os aseguro que tenéis sobrados motivos para alzar vuestras voces sin complejos y sentir el orgullo de tan noble herencia.
Espero que la lectura de este libro incite a arrojar más luz sobre ese capítulo tan injusto y amargo de nuestra historia como fue la expulsión de los moriscos, y al mismo tiempo nos haga reflexionar sobre valores, tan necesarios hoy y siempre, como el conocimiento, el uso de la razón, la libertad de pensamiento, la tolerancia, el respeto por la diversidad y la defensa de los derechos humanos.
Para terminar, a cada uno de vosotros os pido lo mismo que le pide el patriarca a la protagonista de la novela: “No dejes nunca de aprender, sobre todo, de los que enseñan a pensar”.
Si en la narrativa el escritor necesita del lector, en la oratoria el orador se debe a su auditorio y espera un intercambio de opiniones. Me haréis un gran favor si entablamos un diálogo cordial sobre estos u otros temas. O sobre lo que queráis.
Muchas gracias a todas y a todos.
Periana, 5 de noviembre de 2021
J. Manuel Zorrilla