PREGÓN Nº 6 DE LAS FIESTAS DE SAN ISIDRO LABRADOR
REALIZADO POR RAFAEL NÚÑEZ RUIZ
AÑO 1993
Rememorando al poeta de Sevilla, Antonio Machado, puedo
decir que mi infancia son recuerdos de una fuente, que con el reiterado susurro de sus
cuatro caños alimentaba de música mis días y mis noches infantiles y de unas pilas,
por donde a diario desfilaba la gente de mi pueblo, que, al despertar del día, camino del
campo, y ya al atardecer, de vuelta al olor tibio de las cuadras, llevaban a las bestias
a aliviar las fatigas del día o a desperezarlas del letargo nocturno.
Cuando este verano pasado tuve ocasión de sentir grabadas
las palabras de mi amigo, nuestro amigo, Pepe García Téllez, sobre el sortilegio de
recuerdos e imágenes que le evocaba el sorprendente marco de la Fuente de Periana, su
pueblo, nuestro pueblo, me emocioné hasta el punto de no sentir reparos en continuar
este año recurriendo a la Fuente, como símbolo que ha sido y todavía es de la historia
de Periana y encrucijada de su vida social.
Quienes han amasado algunos años más que yo, habrán
advertido el por qué del estremecimiento que sentí al escuchar aquellas palabras.
Tuve la fortuna de nacer y atesorar mis primeros años de vida, como hijo de Pepe y
María Rosa, en las inmediaciones de esta Fuente, que ya con mis ojos
tempraneros veía como un santuario de la arquitectura del agua. Aquí nací y aquí nacieron los
recuerdos que, de forma persistente, salvando las distancias espaciales, han sido
compañeros inseparables de mis noches y de mis días.
Aquí, mis sentidos de niño despertaron al hontanar de las
coplas populares andaluzas con la indescifrable emoción que me suscitó la voz de un
muchacho que llenaba su cantarillo en uno de los caños, mientras cantaba:
"En la tumba de mi mare
han puesto flores colarás
y como las riego con llanto
por eso huelen tanto las flores del camposanto".
Aquí se abrió mi corazón a los latidos flamencos, sintiendo
los gemidos, piropos, ilusiones o quejas amorosas que salían densamente de la
garganta de un cantaor paisano, que aventaba unos fandangos en el poyete entonces ocupado
por los veladores del bar de Francisco el Pañero. En esta Fuente aprendí también a
advertir la recóndita religiosidad popular en el lamento oscuro de las saetas que
en las noches de abril otro paisano nuestro, desde el balate, le lanzaba a la
Madre, la Dolorosa, y su hijo, el Nazareno.
En mis oídos resuenan nítidos y frescos los cascos de las
bestias sobre el empedrado de las calles que confluyen en esta Fuente y que constituyen
un registro visible y permanente de la historia moderna de Periana. El chasquido
de los cascos, el olor a la paja de los arpiles, el vaho de los tinaos reconocible en
los aparejos, el sonsonete mafianero de las aguaeras, el penetrante aroma a aceituna de
los sacos de acarreo y el de los haces de avena y de leña ... y el habla que asocio a
una urdimbre de personajes
inolvidables, -ese acaecer diario del habla del "no mu
peor" o del "aonde" y del "vaya usté con dios", del que pregonaba una brazá de
carrigliela o llenaba el botijo- han quedado prendados en mí como huella imborrable de un viejo
mundo agrícola, ensombrecido por la pobreza pero también ensefioreado por
una extrafia y excelsa dignidad. Todavía hoy esos ecos lejanos perviven en mi
intimidad y me sumergen en ese inmediato y a la vez viejo pasado rural y secular, que
trascendía y trasciende mi propia existencia.
Fue entonces cuando hice mía una manera de saber estar en la
vida, que rezuma una profunda y milenaria cultura popular, "sin
ringorrangos, donde no hay nada grande ni pequeño", que solo tiene el valor de su necesidad,
una manera de estar que hace un arte de la necesidad cotidiana de vivir, el arte de vivir
–en definitiva- que transpiran las cosas pequeñas y los gestos impremeditados, los
trasuntos y actitudes triviales que solamente tienen el valor de que pasaron o pasan alguna
vez. ¡Con qué agudeza lo percibió el poeta de Granada, Luis Rosales, al decir que
"las cosas más humildes tienen el rango que les dimos utilizándolas"!. Cuando
años más tarde, leí en Federico G. Larca, también de esa Granada tan próxima a nuestra
Axarquía malagueña, que los anónimos hijos de nuestro país poseen una "sabia vejez
del alma" de perfil milenario, me sentí perteneciente, con estremecedora identificación, a
esa "cultura de sangre".
Muchas veces he pensado que el más prestigioso filósofo
español de nuestro siglo, José Ortega y Gasset, debe su más intima filosofía vital a su
crianza infantil y juvenil en Málaga y a esa misma luminosidad mediterránea que ha
iluminado el sentido vitalista del diario nacer a la vida de María Zambrano y la mirada
luminosa de nuestro paisaje humano. Muchas veces me he sorprendido situado
imaginariamente en un Periana que es privilegiado mirador de esos surcos de luz que han
atraído e imantado a rancias civilizaciones desde los tiempos inmemoriales de Tartesos y
los fenicios-púnicos. Debió ser esta luz la que le permitió
decir al filósofo: ''Mientras otros pueblos valen por los pisos altos de la vida, el andaluz es
egregio en su piso bajo: lo que se hace y se dice en cada momento".
El piso bajo de la casa, la calle, han sido tradicionalmente
en nuestro país espacios predilectos de esa sabiduría ancestral, que se le manifiesta
de seguida al observador perspicaz en la fuerte densidad que tiene en nuestra vida el
tejido de las relaciones familiares y sociales. En esta Fuente, de niño, aprendí que
la puerta y el postigo entreabierto, una cortina o una celosía, una rejilla o
incluso una ristra de macetas en el poyete de una terraza delantera, son puestos de observación
discretos y permanentes del diario teatro que discurre en la calle y en la plaza.
Todos los que nos consideramos pueblo somos un poco actores y un poco espectadores de este
drama diario. En esta encrucijada de calles inicié mi vocación de actor en el
oculto teatro de la vida y se destapó mi querencia a estar en el escenario de la historia
argumental de mi pueblo. Y fue aquí, en la contemplación usual y aparentemente
inadvertida de la Fuente, cuando comenzó mi largo y duradero enamoramiento de la arquitectura
y el urbanismo popular.
Me enamoré, sobre todo, de esta alhaja de la arquitectura de
la piedra y del agua, que es nuestra Fuente.
De forma inconsciente me he ido sumergiendo, así, en ese
fecundo pasado andalusi (que algunos acostumbran a llamar impropiamente árabe o moro), en
que el lenguaje del agua, con su universo de efectos sonoros, música cristalina
y juegos cambiantes de luz estaba presente en los patios domésticos o en el cinturón
verde de huertos y jardines que envolvían sus aldeas.
Probablemente, Periana fue en sus orígenes una de esas
alquerías, que se extendía desde el "lavaero'' de la Cruz hasta el final de la
calle de las Monjas, siguiendo la linea de fuentes y huertos traseros, que todavía subsisten
como rastro viviente de la impronta andalusí. Aunque urbanizada bastante después,
después incluso de que Periana se constituyera en puebla con Ayuntamiento propio, la Fuente
ha sido, sin duda, el centro articulador de la vida social del pueblo, conservando
todos los ingredientes de la estética y el urbanismo andalusíes. El agua -elemento
básico-, la piedra -elemento natural-, la bellísima simetría e inclinación de los
balates, éstos convertidos a su vez en miradores de la vida social y lugar de tertulia a la
recacha del invierno y la sombra del verano, el artístico disimulo mediante unas discretas
escalerillas del imponente desnivel que separaba el antiguo juncal aquí existente de la
cabecera de la mole rocosa que se extendía hasta el llano en que se asentaron
inicialmente Iglesia, cementerio, Ayuntamiento y mercado, han quedado en mi memoria como señas
emblemáticas de mi pueblo, que me decantaron, de por vida, a esa vieja historia
y cultura, que vale no por su arquitectura monumental -la que se estudia en los libros de
artesino por su arquitectura popular, pues el monumento en nuestro caso es el pueblo
mismo.
Agradezco que me hayáis permitido evocar estos sentimientos
íntimos anudados desde mi infancia. En particular, que pueda hacerlo con motivo de
la Feria de S. Isidro, en el mismo marco que hace treinta y cinco años me dejara
arrastrar, por vez última antes de hoy, por la emoción colectiva al paso del santo patrono.
Eran tiempos en que muchos, quizás los más, podían cantar esta copla, que una vez sentí
en la obra ''Andalucía amarga" del cuadro teatral ''La Cuadra'' de Sevilla:
"Llegamos en un tren oscuro
con olor a tortilla
volviendo la cara mil veces patrás".
Pese a que no fue mi caso el de quienes hubieron de marchar
con una maleta de cartón o madera ligada con unas cuerdas, he compartido el destino
de cuantos no renunciamos a mirar patrás y nos acordamos del pueblo hasta en sueños.
El pueblo sigue siendo, al igual que mi familia, el cordón umbilical que sigue
nutriendo de vida y de sentido la botella medio vacía de la vida. Es un cordón umbilical, un
lazo estrecho, que no se ha debilitado después de 35 años, pese a los años de
alejamiento y de estudios, muy a pesar del descrédito y desprecio con que se habla del mundo rural
y el espejismo de destellos con que se presenta lo urbano. Mi mundo sigue siendo el
mundo del pueblo.
La decisión de emigrar fue tan dolorosa y traumática como ha
sido, en la mayoría de los casos, el acoplamiento -de quienes partimos- a una
realidad que nos era desconocida y que no nos ha sido regalada ni prestada, por más que a veces
nos desvivamos en aparentes muestras de agradecimiento a las tierras de
acogida. En medio de estos avatares, la nostálgica lejanía del pueblo nos ha servido
con frecuencia de refugio y también de contrapunto para sobrellevar nuestro encaje en
esa nueva realidad, que, aunque la hemos ido haciendo y construyendo nosotros, en no
pocos casos la vivimos como topos, como inquilinos en casa ajena y anónimos
ausentes de la vida pública.
Hablo de una realidad, que normalmente guardamos como una
fotografía velada, sobre la que muchas veces hemos corrido una sigilosa cortina, pero
que ha sido o todavía es en demasiadas ocasiones un sumidero de muchos años de
nuestras vidas.
En los momentos de mayor penumbra, he añorado el pueblo y he
sentido consuelo admirando la entereza de nuestros mayores, que se quedaron
solos aguantando las paredes de sus viejas casas, en los andenes del tren del
desarrollo. ¡De qué madera estarán hechos, pensaba, que viven su crepuscular soledad
con tal dignidad, pensando, en su soledad, solamente en provecho de sus hijos!. He
conocido casos en los que la obligada reorganización de nuestra personalidad -la que
cuajó cuando niños- ha dejado un rastro de resentimiento con el pueblo, recordado como
tierra quemada de trágica paz, olvidando o quizás ignorando que allí, donde había
trabajo, también se ejercía de alcantarilla de los negocios inmobiliarios y de animales
de carga del desarrollo industrial.
Por eso, muchos, seguramente los más, con el paso del tiempo
hemos ido aquilatando la vieja memoria del pueblo en el que teníamos y aún
conservamos nombre propio, y se nos ha ido agigantando en nuestra intimidad la imagen de
este pueblo, Periana, en el que, cuando se está recién llegado, en una primera impresión
superficial, no siempre nos resulta fácil reconocernos, porque tampoco el pueblo es ya
lo que era. Periana no es ya el Periana de mi infancia.
Lejos quedan, por fortuna, los años de miseria y del hambre. Pero, "ahora que empezamos a desterrar el hambre física -como decía un dramaturgo andaluz-, corremos el peligro de olvidar la necesidad del otro alimento, el de la cabeza". Me duele y lastima la sensación, que a veces me invade, de que también entre quienes quedaron los hay desarraigados en tierra propia. A fuerza de bombardearnos con el lenguaje de la modernización social, con el espejismo de ciertas imágenes que nos presentan los supuestos parabienes de lo urbano y europeo, quiere conseguirse la disgregación de una cierta forma de vida, en la que se ha fundamentado y se fundamenta aquel arte de vivir y aquella sabiduría popular característicos de la cultura andaluza. No quiero dejarme desposeer de ese bagaje cultural milenario por quienes, simplemente porque disponen del poder de inventar imágenes y conceptos, se empeñan en presentar ser de pueblo, vivir del campo, como un anacrónico fardo de atraso. Quienes se muestran preocupados en que dirijamos los ojos a la ciudad, siempre una ciudad de pantalla más que real, parecen interesados en convertirnos en ridícula copia y esperpénticos plagios de un moderno estilo de vida urbano, omitiendo, tal vez por desmemoriados, que el conjunto de la sociedad rural andaluza ha sido la más urbana y urbanizada de todas las europeas, hasta el punto de que en Andalucía la más representativa arquitectura urbana (incluso la palaciega) se ha inspirado en la rural y de que ni hay una capitalidad central -pues hay más capitalidades que capitales de provincia- ni hay sociedad europea en que se dé un tal predominio de las ciudades medias a escala y medida humana.
Del devenir histórico y para el futuro de ese mundo rural
urbano tan nuestro, la agricultura y la sociedad campesina han sido y son dos
piezas maestras y dos claves, de cuya resolución depende en buena medida, la pervivencia de
nuestra cultura popular.
Que no nos deslumbre el chorro de imágenes, con el que
tratan de inundarnos, como para desconocer nuestro propio claroscuro, el verdadero
trasluz de Andalucía. Y si nos referimos a nuestra Andalucía oriental, a la Axarquía
malagueña, hemos de poner el acento en la hipoteca que pesa sobre la explotación agrícola
familiar, que es arco de bóveda de nuestra vida comunitaria. Con las primicias
arquitectónicas de los Pabellones y las engañosas cifras sobre kilómetros de asfalto y
toneladas de hormigón, no se nos puede escaquear que en el 92 la renta de los agricultores
españoles cayó un 9 por ciento en términos reales y que, de las de la CE, ha sido en
nuestra agricultura donde más ha disminuido la mano de obra agrícola y más se ha avanzado en
el abandono de tierrascultivables. No nos podrían preocupar en exceso esos datos
si fueran atribuibles a una mala racha transitoria. El problema es que forman parte de
lo que se pretende que sea una gran reconversión agrícola, que se nos quiere presentar
como un hecho consumado sin posible vuelta atrás.
Me ha sacado siempre del pesimismo, sin embargo, una secreta
confianza y esperanza en la capacidad de las gentes de mi pueblo para capotear las
adversidades, de la misma manera que el pueblo andaluz ha poseído una recóndita y
magnética capacidad de persuasión para conquistar a sus aparentes conquistadores y
-como dijo el filósofo- para embriagar con su delicia el áspero ímpetu del invasor'', Las
tierras cerealistas de pan llevar del corredor que nos une a Colmenar escaparon a la
gran recesión económica provocada por la crisis de la viña de principios de siglo,
especializándose en el afamado pan de Periana y ampliando el cultivo del olivar. Se ha
esquivado relativamente el mazazo que recibió en los sesenta la agricultura familiar
tradicional, incrementando la especialización olivarera y frutícola y manteniendo las
explotaciones agrícolas como fuente de ingresos complementarios. Y confío en que
igualmente conservemos nuestros propios recursos agrícolas, frente a la intimidación de la
PAC, mediante la horticultura de verano y la proyección del olivo verdial como ''verdiales
de oro''.
No me asusta hablar del futuro, cuando me encuentro en
Periana, porque me siento seguro con las gentes de mi pueblo y cuando me adentro en su
pasado. No hace mucho sentí de un egregio representante de la cultura
popular andaluza que ''el pueblo andaluz busca su identidad engarzada con el pasado".
Tenemos un magnífico y perenne símbolo del engarce del presente con el pasado: el olivo
verdial. ''El olivo bético -dijo un pensador andaluz- es símbolo de paz como norma y
principio de cultura". Y así lo universalizó nuestro universal Pablo Picasso. Preservémoslo.
Tenemas también otros símbolos, como nuestro patrimonio arquitectónico popular. Un
historiador inglés, amante de nuestro país, se lamentaba no hace mucho de cierto
rechazo de nuestra historia que observaba en nuestro pueblo o en algún sector
del pueblo. "No me refiero -decía- a algunas tradiciones populares, Las fiestas han
experiementado incluso un auge.
Me refiero al alma y a la sensibilidad del pueblo. A
cualquiera le hiere ver, por ejemplo, esas construcciones modernas tan horribles que se levantan
en muchos pueblos que son y que aún podrían haber seguido siendo bellísimos ...
Dentro de una generación, o quizás antes, los españoles tratarán de corregir esos males.
De recuperar algo. Y será demasiado tarde". No dejemos enfriar nuestra
sensibilidad. Preservemos el pueblo, preservemos la Fuente.
Y tenemos, por último, otro símbolo de nuestro engarce con
el pasado: el patrono, San Isidro, cuya feria inauguramos ahora. Dice una estrofa de su
himno, que a buen seguro conocéis mejor que yo:
''Para este pueblo de Periana
que por patrono te eligió
piden tus hijos, San Isidro,
tu poderosa protección''.
¿Cuáles son los poderes de un labrador? ¿Qué protección nos
puede deparar un santo campesino? Tiene sentido que se la pidamos mientras
pretendamos mantener nuestra historia rural y nuestra cultura campesina. Protejamos
también nosotros a nuestro patrono, poniéndole junto al ramo de espigas, una ramita de
olivo verdial y un puñado de aceitunas. No puedo ni quiero dejar de mirar a nuestro
patrono recordando el canto de los poetas andaluces que nos enseñó Rafael Alberti:
¿Qué cantan los poetas andaluces de ahora? ¿Qué miran los
poetas andaluces de ahora? ¿Qué sienten los poetas andaluces de ahora?
Cantan con voz de hombre, porque son de los hombres, Miran
con ojos de hombre, porque son de los hombres, Sienten con pecho de hombre,
porque son de los hombres
Cantan, cuando sienten pero cuando cantan, parece que están solos, Miran, pero miran parece que están solos, Sienten, pero cuando parecen que están solos.
Cantan, cuando sienten pero cuando cantan, parece que están solos, Miran, pero miran parece que están solos, Sienten, pero cuando parecen que están solos.
No dejemos solo a nuestro símbolo patronal!
Rafael Núñez. Mayo, 1993.
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