Hay momentos en los que las palabras no deben perturbar el silencio, salvo que sean justas, acertada, sinceras... o estremecedoras. Así han sido las que ayer por la mañana temprano, con una brillantez apenas empañada por el desconsuelo, escribieron Manuel Castillo en este periódico que dirige y Teodoro León Gross en un post de la Cadena SER, al filo de la muerte de José Antonio Frías. Se necesita mucho temple, hay que tomar mucha distancia para hacer literatura con precisión cuando se está desolado. Yo no puedo hacer literatura, pero me atrevo a decir algo aunque sólo sea para convencerme a mí mismo de que José Antonio Frías, 'El Viejo', sigue presente y lo seguirá estando mientras permanezcamos en pie todos los que le quisimos.
Conocía a José Antonio desde que se iniciaba en la redacción del diario SUR, a mediados de los setenta, bajo la férula de un omnipotente Sanz Cagigas el cual, aun estando en sus antípodas ideológicas, anteponía la profesionalidad del joven reportero a cualquier tipo de prejuicios. José Antonio me contó muchas veces cómo aquel Júpiter tronante del régimen franquista le llamó a su despacho para decirle que no estaba de acuerdo con aquella columna, pero que se publicaría porque «tú eres un verdadero periodista». Preguntémonos si hoy sería posible esta escena. Por aquella redacción de linotipia, tabaco y rotativa pululaban los jóvenes José Antonio, Joaquín Marín, Pedro Luis, María Eugenia... y una espléndida Elena Blanco mezclados con veteranos como Julián Sesmero, Manuel Castillo padre, Pacurrón, Paco Lancha y tantos otros personajes fundidos de una manera indisociable con un paisaje de máquinas de escribir, teléfonos, olor a café, a tinta y ceniceros. Nunca, con aciertos o con errores, el diario SUR ha renunciado a su papel de columna vertebral de esta ciudad, pero debo decir que, en aquellos momentos inciertos de la Transición, tomar partido era más que nunca una opción moral, y el periódico, su gente, se puso firmemente del lado del futuro.
Pasó el tiempo y el SUR fue adquirido por el grupo Correo (hoy Vocento) en una acertada decisión empresarial de Joaquín Marín y Juan Soto. Tras la marcha de Joaquín a Canal Sur, en 1995 José Antonio se convirtió en director, cargo que ocupó durante 17 años. Mantuvimos desde entonces un contacto muy estrecho, no tanto por pertenecer al Consejo de Administración de la editora del periódico, Prensa Malagueña (con los irrepetibles Rafael González Gallarza de presidente, Juan Soto de director general y José Luis Romero de gerente) sino porque entonces existía entre varias personas de la ciudad un compromiso tácito por verla engrandecida sin asomo de esa purulenta contaminación política que hoy lo pone todo bajo sospecha. El norte magnético que orientaba la brújula de José Antonio era Málaga, siempre Málaga, desde la visión estratégica, la prudencia táctica y un concepto antiguo y vigoroso de la decencia, cuya aplicación hoy a un periodismo atribulado y de desdibujadas fronteras requiere tantas dosis de ética como de inteligencia. Era todo un espectáculo oír el resumen trimestral que José Antonio hacía sobre el estado de la ciudad y la provincia al final de los Consejos de Administración; eran unos análisis agudos, certeros, ¡incluso divertidos!, demostrando cómo desde la privilegiada información que el periodismo atesora se puede –y se debe– tener la grandeza de miras de un halcón, por encima del vuelo corto con el que la realidad, la incultura, la mala política y el ántrax de las redes sociales parecen marcarnos la agenda cotidiana.
José Antonio era un hombre modesto, culto, de formación humanista y con alma de agricultor, lo que no deja de ser un dato. Se lo debía casi todo a él, a sus lecturas, a un ADN moral insobornable enraizado en las besanas de Mondrón, de donde sale el mejor aceite del mundo. El resto es cosa de esa grandísima periodista y mejor ser humano que es su mujer, Elena Blanco, y sus dos maravillosos hijos, Álvaro y Alejandro. Les recuerdo ahora, en una sobremesa en una casa alquilada mientras les construía el chalet en el que han vivido a pocos metros de allí, con su huerto sobre una colina del Cerrado de Calderón. Alvarito –un niño– estudiaba con alguno de mis hijos en el Liceo Francés, y nos hizo una demostración de lo bien que hablaba la lengua de Molière. 'El Viejo', con aquellos ojillos suyos que aparecieron después de quitarse las gafas –ojos que podían fulminar o reír–, me miró con el orgullo del agricultor que ve satisfecho el fruto de una buena cosecha diciéndome: «¡Casi ná... de Mondrón!».
Y es que con la reciedumbre inmemorial de su tronco centenario, la brillantez verdiblanca de un follaje que sintetiza el sur, y un pensamiento limpio, sano y sustancioso como el jugo de sus aceitunas, José Antonio Frías, 'El Viejo', era en realidad un olivo de Mondrón.
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