LOS
JUEGOS DE MI NIÑEZ III
El niño que
no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño
que vivía en él y que le hará mucha falta.
Pablo Neruda
En la primera parte de LOS
JUEGOS DE MI NIÑEZ aparecida en el número 32 de ALMAZARA me ocupé de LA PATINETA, EL ARO o LA RUEDA, LOS ZANCOS y
EL PINCHO. La segunda publicada en el 42 tuvo como protagonistas a LOS PLATILLOS,
LOS INDIOS, EL TROMPO y EL MOCHO Y LA BILLARDA.
Esta tercera la dedicaré a LA PÍDOLA (PÍOLA), LAS BOLAS y LAS ESTAMPAS,
y aún quedarán por recordar algunos juegos -con los que nos entreteníamos y
disfrutábamos los que fuimos niños en la Periana de los años cincuenta y
sesenta del pasado siglo-, para una cuarta entrega.
PÍDOLA
(“PIOLA”).
Este juego era junto al escondite y el pilla-pilla de los que se improvisaban
con mayor rapidez, ya que para practicarlo no se requería ningún utensilio.
Solamente se necesitaba un grupo de niños con ganas de jugar y un terreno
medianamente llano para hacerlo. Consistía en saltar todos los participantes,
uno tras otro, por encima de un
compañero que se ponía en posición encorvada. Éste, que recibía el nombre de “burro”,
doblaba el tronco, apoyaba los codos en las rodillas y metía la cabeza hacía
adentro para que los demás pudieran saltar por encima de él de manera similar a
como se hace sobre el potro, es decir, apoyando las palmas de las manos en sus
espaldas y abriendo las piernas para no golpearle la cabeza ni el culo.
El juego comenzaba
asignándole el papel de “burro” a alguien,
y para ello recurríamos a algunos de los métodos descritos en la primera
entrega de esta serie (ver número 32 de ALMAZARA
o el blog PERIANA y PEDANIAS) -una
vez iniciado el juego, si algún niño quería incorporarse al mismo, necesitaba
el visto bueno de la mayoría de los jugadores, siendo requisito ineludible
ocupar el lugar del que permanecía encorvado-, a continuación se trazaba o pintaba
una raya en el suelo, detrás de ella había que colocar el pie para saltar, también se hacia con tierra o arena levantando
un lomillo -de esta manera se veía
perfectamente si se pisaba al saltar, evitándose las consabidas discusiones: “no
he pisado” “sí has pisado”-. El niño que
hacía de “burro” se colocaba a cierta distancia de la raya y todos tomaban
carrerilla para ir saltando, según el orden establecido, sin pisarla; pisarla significaba que se había perdido y
como castigo ocupaba el sitio del que permanecía agachado, que con gran alegría
y alivio pasaba a ser el último de los saltadores. Si todos los jugadores
lograban superar el primer salto sin que ninguno tocase la raya, el niño que estaba agachado se separaba un
poco de ella y comenzaba el segundo turno de saltos. Y así sucesivamente… En
ocasiones el primer saltador podía introducir alguna variante en el juego, como
dar un toque con el pie mientras saltaba en el culo del que estaba encorvado, y
todos los demás debían imitarle. A
veces, a la par que se saltaba se cantaba una canción que más o menos decía
así:
Fulanito (se decía el nombre del jugador
agachado) esta malo
con qué lo curaremos
con un palito que le daremos.
¿Dónde está el palo?
El fuego lo ha quemado.
¿Dónde está el fuego?
El agua lo ha apagado.
¿Dónde está el agua?
Las gallinas se la han bebido.
¿Dónde están las gallinas?
En la cuadra comiendo trigo.
Es posible que la
canción fuese más larga, pero de ser así, no recuerdo las estrofas siguientes.
Otra modalidad muy
divertida de pídola era la que llamábamos correcalles, solíamos jugarla cuando
volvíamos a casa a la salida de la escuela o de cualquier otro lugar. Para
practicarla se ponían de acuerdo un grupo numeroso de niños, cuantos más mejor, que llevaban el mismo camino. Se jugaba
de la siguiente forma: todos los niños, excepto uno que era el primero en
saltar, y que había conseguido tal honor al ser favorecido por alguno de los
métodos utilizados para ello -pares o nones, las pajitas, echar pasos, cara o
cruz, la china-, se ponían en posición de “burro” separados por un par de
metros. El iniciador del juego saltaba sobre todos, y después de hacerlo sobre
el último se colocaba en posición encorvada.
El primero que permanecía agachado al ser saltado se levantaba y hacía
lo mismo, el segundo… y así sucesivamente. Digamos que era una pídola en cadena que cada vez iba
contando con menos participantes, ya que conforme los niños iban pasando por
las puerta de su casa se iban quedando en ella. Su juego no era privativo para
efectuar desplazamientos, a veces, cuando el dueño de la pelota con la que
estábamos jugando al fútbol, en el llano de La Lomilleja, en el de La Peña, en
alguna era, calle o plaza, por algún “motivo” se la llevaba, dejándonos
plantados, recurríamos a ella.
Había un sucedáneo de
la pídola –cuyo nombre no recuerdo- que se jugaba de la siguiente manera: se
formaban dos equipos con igual número de integrantes, al grupo que le tocaba en
“suerte” se agachaban formando una fila introduciendo la cabeza entre las
piernas del que tenía delante. Al inicio de la fila se colocaba un niño que se
apoyaba sobre una pared o un árbol y actuaba como pilar. Los componentes del otro equipo comenzaban a
saltar sobre la fila, haciéndolo en primer lugar el que tenía mayor potencia de
salto para hacerlo lo más lejos posible y sostenerse bien sin que ninguno de
sus pies tocase el suelo, dejando sitio para los demás. En el momento que
algún jugador de los que saltaban pisaba
el suelo perdían y era su equipo al que le tocaba agacharse. También se daba el
caso contrario, si algún niño de los agachados no podía soportar el mucho peso
que mantenía encima y se rendía se comenzaba a jugar de nuevo. Como es obvio,
siempre se intentaba cargar el mayor peso sobre el más débil de los
contrincantes. Si todos los saltadores conseguían situarse encima de los
agachados, creo recordar que el último que saltaba se tocaba una parte del
brazo con la palma de la mano: muñeca, codo u hombro, y el primero que
permanecía agachado debía adivinar que parte era, si acertaba se libraban de
hacer el “burro” y lo hacía los otros, en caso contrario permanecían agachados
una jugada más.
Algunas tardes en La
Lomilleja, frente a la casa de don Antonio “El Abogado”, se daba cita la flor y
nata de cada barrio y se montaban partidas de pídola dignas de ver y admirar.
Había saltadores fabulosos a los que los espectadores, entre los que siempre
había algunos adultos, aplaudíamos espontáneamente y comentábamos asombrados sus prodigiosos saltos.
En estos momentos me vienen a la mente las identidades de algunos: “Los
Aliaga”, “Los Negro”, “Los Carabina” Ramón, Curro, “Pocete”, “El Charro”, “Los
Corro”, “Los Perdigón”, “Los Malaga”, “Los Aro”…
No se puede hablar de
la pídola saltándonos lo que se conocía como hacer “la camilla”, es decir,
cuando el que permanecía encorvado haciendo de “burro”, se agachaba en momento
que el saltador iba a apoyar sus manos en las espaldas, como pueden suponer el
costalazo que se daba era de los que hacen época, pero no tengo conocimiento de
ningún caso que las lesiones causadas en ese momento o las provocadas en la
pelea posterior, requirieran cuidados médicos.
LAS
BOLAS.
No recuerdo dónde recabé la información, pero en ella se decía que el
antecedente más remoto de este juego lo encontramos en el antiguo Egipto. Pero
sí me acuerdo de la primera bola que tuve, era cristalina con su interior
azulado. ¡Cuánto me gustaría
conservarla! Con el paso del tiempo llegué a reunir una magnífica colección de
bolas, que además de las cristalinas incluía algunas de hierro (se extraían de
los cojinetes), barro y piedra; pero el
grupo más numeroso era de cristalinas y tenía algunas verdaderamente bonitas
con múltiples lenguas de colores en su interior y, como es de suponer, con
éstas no jugaba. Además, hubiera sido contraproducente hacerlo con ellas, las
que estaban muy picadas eran las mejores
para jugar, ya que se podían sujetar perfectamente y no resbalaban al
lanzarlas.
Las
bolas eran uno de los juegos favoritos para algunos de mis mejores amigos, pero
a mí nunca me hicieron mucha gracia, tal vez fuese debido a que para ser un
buen jugador se requería, ante todo: puntería, habilidad de las que no andaba
muy sobrado. Se jugaba indistintamente
sobre un lugar terrizo, empedrado o
emporlado y el objetivo final era golpear las bolas de los contrincantes y
ganárselas.
Al igual que sucedía
con los platillos se necesitaba un hoyo para jugar, pero éste solía ser de
menor tamaño. Para comenzar, cada jugador desde una distancia prefijada,
siguiendo un orden establecido por sorteo,
tiraba una bola que debía
intentar meter en el agujero o dejarla lo más cerca posible del mismo. Al
contrario de lo que sucedía en la mayoría de los juegos infantiles donde
interesaba ser el primero en comenzar, en el de las bolas el mejor puesto era
el último, ya que se conocía dónde estaba situada la bola de cada uno de los
contrincantes y si alguno la había metido en el hoyo o la había dejado muy
cerca del mismo, interesaba alejar la bola lo máximo posible del hoyo para que
no te la ganasen. Si alguno de los
jugadores la metía en el hoyo directamente era el que comenzaba a jugar, en el
caso de que ninguno lo consiguiera el que la hubiese dejado más cerca iniciaba
el siguiente turno de lanzamientos para meterla en el agujero. Una vez que la
bola había pasado por el hoyo comenzaba tirando sobre la que consideraba más
fácil de matar, si conseguía tocarla la bola cambiaba de dueño y continuaba con
las siguientes. Cuando salía una jugada
redonda se podían ganar de manera consecutiva las bolas de todos los
compañeros. Sin haber pasado la bola por
el hoyo no se podía tirar sobre las demás.
Cuando se desafiaban dos niños se jugaba sin necesidad de meter la bola
en el hoyo, se acordaba por sorteo quién comenzaba y la distancia de las
bolas.
Para jugar a los bolas nos poníamos en
cuclillas, y la forma habitual de lanzarlas era con los dedos índice y pulgar
de la mano más hábil del jugador, el dedo pulgar de la otra mano se apoyaba en
la muñeca de la mano lanzadora y el meñique en el lugar donde se encontraba la
bola estableciendo la distancia que se llamaba “cuarta”. Algunos jugadores
intentaban hacer trampa colocando el dedo en el antebrazo o separando de manera
exagerada el dedo de la muñeca en el momento de tirar, cuando era descubierto
se le acusaba de tramposo y se entablaban discusiones que, en algunas
ocasiones, terminaban en las manos. Esto difícilmente sucedía con los
platillos, pero todo tiene su explicación: las chapas eran gratuitas, sin
embargo, las bolas costaban dinero.
El llano de la iglesia cuando
estaba terrizo era un lugar magnifico para jugar a las bolas, siendo habitual
que se estuvieran jugando varias partidas simultáneas. Allí tuve ocasión de
presenciar mates que parecían imposibles de conseguir, debido a la gran
distancia existente entre el tirador y la bola alcanzada. Los zocatos solían tener magnifica puntería,
pero de todos los niños con los que tuve ocasión de jugar el que mejor tiraba
era Isidro “El Caribe”. Cuando se
conseguía tocar desde una gran distancia o el golpe era tan fuerte que
desplazaba la bola golpeada un gran trecho se utilizaba la siguiente expresión:
“nooovéh qué meco l´hadao” En ocasiones eran tan fuerte el lanzamiento que su
impacto originaba la rotura de la bola que lo recibía.
LAS
ESTAMPAS.
En los lejanos días de mi niñez el coleccionismo de estampas vivía en Periana
una de sus mejores épocas. Todos los niños del pueblo intentábamos completar
algún álbum, incluso se daba el caso de algunos que los hacíamos por partida
doble. Estaban los de chocolate Lloret y Valor, cuyas estampas venían dentro de
la media libra de chocolate –así se llamaba en Periana a la tableta de
chocolate- y otras que venían en sobres que comprábamos en la papelería de Paco
“El Correo”, caso de los futbolistas y la famosísima “Vida y Color”. Esta
última colección era recomendada por los maestros argumentando para ello que su
contenido era muy instructivo y, como es de suponer, nuestros padres, muy
atentos ellos a los sabios consejos del profesorado, se mostraban más
espléndidos a la hora de darnos dinero para adquirir estampas.
Las estampas que
teníamos repetidas además de cambiárnoslas unos con otros, las utilizábamos
para jugar de la siguiente manera: tomando como referencia la parte superior del
zócalo de alguna fachada o una señal que hacíamos en la misma, los jugadores
-normalmente dos- alternativamente dejaban caer
estampas que aterrizaban en el suelo, en el momento que una caía encima
de otra, el jugador que la hubiese lanzado ganaba todas las que permanecían sobre la superficie. El requisito
imprescindible para practicar este juego era que no valía mezclar estampas,
debían ser de la misma colección. Había otra manera de jugar a la estampas, muy
poca utilizada por los niños al ser considerada más propia de niñas, conocida como
jugar a los cromos. Los jugadores –normalmente dos, aunque podían ser un número
mayor- ponía cada uno de ellos bocabajo el número de estampas que se acordarse
y había que intentar darle la vuelta golpeando sobre ellas con la concavidad de
la mano para ganarlas.
No
me resisto a dar por concluido este apartado dedicado a las estampas, sin
contar algo sobre el coleccionismo de las mismas en los días de mi infancia.
Podía escribir largo y tendido sobre todos los álbumes citados con
anterioridad, pero me centraré de manera especial en el del chocolate Lloret
que fue el primero que tuve y lo recuerdo de manera muy especial. Era de hojas
tamaño A3 (doble folio) compuesto por cuatro colecciones independientes: Rommel, Legionarios del desierto, Ciudad
secreta y Su último remate. Cada una de ellas constaba de cincuenta cromos,
es decir, que para completarlo se necesitaban doscientas estampas. Doscientas
estampas que significaban consumir doscientas medias libras de chocolate,
suponiendo que no te saliese ninguna repetida, pero por desgracia no sucedía
así. Además, en aquellos tiempos, el chocolate no se consumía como ahora que
todos los niños, salvo rarísimas excepciones, tienen barra libre. Entonces era
un artículo de lujo y podían considerarse muy afortunados los que conseguían
diariamente una pastilla para merendar. Aquellas pastillas de chocolate era
rectangulares y muy pequeñas; cada media libra, si mis cálculos no me fallan,
estaba compuesta por veinte pastillas. ¿Cuánto tiempo se necesitaba para
completar un álbum? Había niños que lo tenían más fácil, eran aquellos cuyos
progenitores tenían tienda, ya que muchas madres no adquirían el chocolate por
medias libras, sino que el día que podían le daban a su hijo el dinero justo
para que se comprase una pastilla y, como es de suponer, los retoños de los
tenderos se quedaban con las estampas.
En aquel tiempo existía
la costumbre en el pueblo –ignoro si se sigue manteniendo- que cuando fallecía alguien
se llevaba a sus familiares más allegados lo que se conocía como “un presente”.
Los “presentes” se componían de artículos alimenticios tales como un cartucho
de café, un kilo de azúcar, un paquete de galletas, media libra de
chocolate… El más habitual era la media
libra de chocolate que, a veces, solía acompañarse con alguno de los otros
productos. La gente entonces era muy cumplidora y, a no ser que la doliente
estuviera enemistada con alguna, todas las vecinas de su calle y las amistades
de otras solían hacer la consabida visita y llevarle alguna cosilla. En este
caso, para los niños, se cumplía ese refrán que dice: “no hay mal que por bien
no venga” y algunos gracias a una circunstancia tan adversa vieron sus
colecciones muy favorecidas; incluso recuerdo el caso de una niña -muy
impaciente ella-, cuyo nombre no voy a desvelar, que se entretuvo en abrir las
veintisiete medias libras de chocolate Lloret, que su madre guardaba en la
alacena para extraer las estampas. Lo que sucedió a continuación pueden ustedes
imaginárselo: sólo le diré que desde entonces tiene alergia al chocolate y
jamás volvió a coleccionar nada. Ignoro las razones, aunque posiblemente fuese
debido a su menor precio y a las estampas que regalaba, pero el chocolate
Lloret era el más consumido en el pueblo. Convivía con otras marcas como eran
Santa María, Tres Tazas y ABC –que se decía eran mejores para hacer chocolate-,
ninguna de ellas gozaba de simpatía entre los niños ya que no traían estampas.
Añadir sobre el chocolate
Lloret que para conseguir el álbum había que enviar veinte envoltorios del mismo
a Villajoyosa (Alicante) que era donde lo fabricaban. La estampa número cuarenta de Ciudad secreta nunca salía y para
obtenerla era necesario remitir cuarenta que tuvieses repetidas a la misma
dirección. Y algo muy importante que figuraba en el álbum y cito textualmente
de memoria: “una vez completado el álbum su poseedor será obsequiado con un
balón de reglamento o una preciosa muñeca, devolviéndose el álbum una vez
contrasellado”. Hubo algunos niños que
consiguieron completarlo, en estos momentos solo recuerdo a Pepa de “La Carmona”
y Manolo Zorrilla, pero tengo la seguridad que debieron ser algunos más. En
aquellos tiempos las estampas las pegábamos con gachuela, una especie de gacha
que se hacía con agua y harina.
Referente al chocolate
Valor decir que tuvo dos álbumes: Silix el Cazador y Caperucita, pero nunca
gozaron de la popularidad y aceptación del chocolate Lloret. De pronto me ha venido a la cabeza la marca
Vitacal, un sucedáneo de chocolate, que creo recordar solamente se podía
encontrar en la tienda de Dolores “El
Manchao”, tenía la singularidad de que se vendía por pastillas al precio de una
peseta, cada una de ellas tenía su correspondiente envoltorio con cromo
incorporado. Tuvo mucha aceptación entre los niños porque una vez completado el
álbum, no obsequiaba con la consabida muñeca y el balón de reglamento, sino que
ofrecía una bicicleta de la marca Orbea, no recuerdo si era a todo álbum
relleno o participando en algún sorteo, lo que si tengo es la plena seguridad
de que ningún niño de Periana consiguió la soñada bicicleta. Su eslogan era:
¡Chaval, toma Vitacal!
No hay comentarios:
Publicar un comentario