LOS
JUEGOS DE MI NIÑEZ II
El pasado no ha muerto,
vive en mis recuerdos.
Manu Leguineche.
En primer lugar,
mostrar mi sincero agradecimiento a las personas que se han puesto en contacto
conmigo para felicitarme por la publicación de la primera parte de Los Juegos
de mi niñez. A ellos, y a otros, les notifico que todos los juegos sugeridos,
hasta ahora, formarán parte de la recopilación. Sigamos jugando. En el
presente número de ALMAZARA nos vamos a entretener con algunos juegos tan
populares, en aquellos lejanos tiempos, como eran los platillos, los
indios, el trompo y la billarda. Si mis cálculos no fallan, aún quedaran
dos entregas por publicar; pero, en el próximo número de la revista, es
decir, el que saldrá coincidiendo con las Fiestas de San Isidro, daremos
descanso a los juegos. Siendo ocupado este espacio por un relato que pretendo
escribir para rememorar el cincuentenario de mi primera comunión.
Por cierto, os quiero hacer participes de una porfía
que he mantenido -nunca escarmentaré- con mi amigo Paco, el responsable
de que los trece primeros recuerdos de mi niñez aparecieran firmados con
seudónimo. En la entrega anterior, al mencionar la patineta hacía referencia a
que ningún niño de mi generación, que yo tuviera conocimiento, sufrió fractura
alguna al caerse de tan peligroso artilugio. Mi contrincante argumenta
que era debido a que los chiquillos de antes éramos como de goma y rebotábamos
a chocar con el suelo. Yo creo que la razón es otra. En las últimas
décadas, la población del planeta Tierra ha crecido de manera vertiginosa,
rebasamos ya los 7.000 millones de habitantes y, de seguir así la cosa, llegará
el día que no quepa ni un alfiler. Antes, cada niño teníamos nuestro
particular Ángel de la Guarda que nos protegía, a tiempo completo, las
veinticuatro horas del día; pero debido a la masificación actual, un solo
espíritu celeste debe velar por cuatro o cinco chaveas a la vez y, por mucho
que se esfuercen, los pobres no dan abasto para protegerlos a todos. Queridos
lectores, tomen partido: ¿Tiene razón mi amigo Paco, la tengo yo, o la causa es
otra?
LOS PLATILLOS. Era de los juegos más populares entre los niños de mi
generación. Su gran aceptación se debía a lo asequible que era el material
necesario para practicarlo: los tapones de los botellines de cerveza o
refrescos. Los niños nos metíamos detrás de las barras de los bares para
recolectarlos, o acudíamos a los basureros donde iban mezclados con los
desperdicios de los cafés, desechando los que al extraerlos había doblado el
abridor. Yo recuerdo que en mi casa, en un hueco que existía junto a las
cantareras, tenía una caja de cartón llena de platillos, y que mi amigo-vecino
Isidro “Adolfo” tenía varias cajas repletas en la azotea. Los predominantes, en
aquellos tiempos, eran los de Nik (un refresco de limón y naranja que se
fabricaba en el Alambique de Rafael de “La Concepción”), Fanta, Mirinda, Coca-Cola,
Pepsi-Cola, Cerveza Victoria o Cruzcampo.
Había varias modalidades de juegos que se podían practicar con
platillos: hoyo, mate, carreras, fútbol, ciclismo… pero nosotros solamente
jugábamos al hoyo y mate.
EL HOYO. Tal y como su nombre indica era imprescindible para
practicarlo un hoyo excavado en el suelo donde introducir los platillos. Debía
medir en torno a los seis centímetros de diámetro y otros tantos de
profundidad. En los lugares del pueblo, donde los niños nos reuníamos
para jugar, era habitual encontrar hoyos que pasaban de generación en
generación, dándose el caso de hijos que jugaban a los platillos en los mismos
agujeros que lo habían hecho sus padres. Cuando las calles de Periana estaban
empedradas o terrizas, jugar al hoyo era muy fácil, pero la cosa se complicó,
un poco, cuando las “emporlaron”.
Este juego comenzaba siempre con el siguiente prolegómeno:
desde una distancia que se había establecido en el momento de la inauguración
del hoyo y que permanecía inalterable con el paso del tiempo, cada
participante, estirando el cuerpo hacía adelante y acercando lo máximo posible
la mano, lanzaba un platillo al hoyo para establecer el orden de salida. El que
lo introducía era “el mano” (se llamaba así al jugador que había metido el platillo
en el agujero y era el primero en jugar), los siguientes puestos se establecían
por la proximidad al mismo. Cuando eran varios los jugadores que lo
habían introducido, desempataban entre ellos. Una vez establecido el orden de
salida se iniciaba el juego propiamente dicho. Si los participantes eran
muchos cada uno ponía un platillo que se le entregaba al “mano”; en caso
contrario, se ponían dos o tres por jugador. El que iniciaba el juego se los
colocaba en la palma de la mano o los cogía entre las dos – dependía de la
cantidad- y los lanzaba todos, de una sola vez, desde el lugar señalado hacia
el hoyo. Todos los que introdujera dentro eran para él. A continuación, hacía
lo mismo el siguiente jugador con los platillos que quedaran, y así
sucesivamente. Si transcurría una ronda sin que todos los platillos
tuviesen ganador, se volvía a lanzar en el mismo orden. La jugada finalizaba
cuando todos los platillos tenían ganador. En ocasiones, sucedía lo
contrario, los primeros jugadores metían todos los platillos en el hoyo y los
últimos se quedaban sin tirar.
Había otra forma de jugar al hoyo que recibía el
nombre de “LO ECHO” y sus reglas eran las siguientes: el método para establecer
el orden de salida era el mismo, pero en este caso no se tiraban los platillos
desde el lugar habitual, sino que el último clasificado le iba ofertando al
“mano” distintos sitios para hacerlo. Si el primero no aceptaba se podían
intercambiar los papeles y hacerlo el último. Tenía la singularidad de que cada
jugador – a excepción del “mano” o el último- solamente lanzaba los platillos
al hoyo una sola vez, y los que no hubiesen sido introducidos en el agujero -si
es que quedaban algunos- eran para el “mano” o el último, dependiendo de quién
de ellos se hubiese quedado sin tirar.
Esta manera de jugar tenía una jerga característica: el
último señalaba al primero los diversos lugares que le ofrecía para lanzar los
platillos de la siguiente forma: “aquí“ y el otro le contestaba “pa tí“.
La situación podía repetirse numerosas veces hasta que, por fin, uno de los dos
decía “los echo“ y el otro le respondía “salud pa tu pecho“. Conforme se iba
creciendo, los platillos eran sustituidos por chicas, gordas, monedas de dos
reales e incluso de peseta.
MATE.
Para jugar a esta modalidad se requería una superficie lisa para que los
platillos se pudieran desplazar fácilmente sobre ella. Un lugar ideal era
la acera del bar “Los Nervios”. Normalmente, para efectuar los lanzamientos se
sujetaba la uña del dedo corazón o índice (era los habituales, aunque había
niños que utilizaban otros) con el pulgar, se soltaba el dedo elegido que
impactaba en el platillo y su objetivo era que tocase (matase) al de otro
compañero para ganárselo. Cada jugador solía tener su platillo talismán con el que
jugaba siempre, y eran manipulados a gusto del usuario: unos le quitaban el
minúsculo corcho que llevaban en su interior y los afilaban por la base para
que se deslizaran mejor; otros, en cambio, les añadían peso y no los afilaban.
Este platillo, nunca se entregaba al ganador, siempre era sustituido por alguno
de los que llevábamos en los bolsillos.
Una variante de este juego era lanzar cada competidor un platillo
en una cuesta arriba, para ver quién lo hacía más lejos. El que conseguía
lanzarlo a mayor distancia ganaba los platillos de todos los demás.
A veces, solíamos hacer carreras con platillos dos competidores,
tomando como referencia los bordillos de una acera.
LOS INDIOS. En los tiempos actuales, las dos modalidades de este juego,
posiblemente, sean calificadas como no correctas y desaconsejables,
argumentado para ello “que su práctica puede incitar el espíritu
belicista de los participantes”; pero durante mi niñez, tanto la una como la
otra, eran una gozada que nos hacia disfrutar horas y horas.
Una forma de jugar era aquella en la que los niños nos
convertíamos en indios y vaqueros que luchaban para conquistar un
territorio. Aquí todo tipo de armas tenía cabida: pistolas de madera, plástico,
pasta, metálicas y, sobre todo, de agua; arcos que fabricábamos con varetas de
acebuche o adelfas, utilizando como flechas carrizos, cañas y varillas de
sombrillas; espadas y puñales de madera; lanzas de caña; escudos de madera o
cartón… Nos dividíamos en dos bandos, indios y vaqueros, compuestos, a ser posible,
por igual número de integrantes y nos dedicábamos a guerrear. Lugares idóneos
para jugar eran la Peña del Sombrero y el arroyo Cantarranas, sitios que
nosotros comparábamos con los que aparecían en las películas del
oeste. Los niños de la calle de Las Monjas, por cercanía, jugábamos más
en el segundo lugar. Además, en la parte trasera de la casa de Rafael Toledo
Molina “Bigotecano” y de la escuela de párvulos, de la que era maestra
Mariquita Muñoz, había unas hierbas que resultaban fantásticas para simular la
muerte producida por un disparo o flechazo: podías rodar sobre ellas durante un
gran trayecto escenificando gestos de dolor antes de “expirar” de manera
definitiva. Aunque los protagonistas de tan magnificas interpretaciones,
algunas merecedoras de Oscar, corrían el peligro de ponerse perdidos con
los excrementos de las gallinas que por allí andaban picoteando.
La otra manera era hacerlo con figuritas de plástico o goma. En
este caso, el sitio ideal para jugar era la arena, y los niños de mi calle
podíamos considerarnos muy afortunados al tenerla permanentemente a nuestra
disposición. Siempre había un montón, propiedad de Jacinto “El Gallo”,
junto a la tapia de la casa de María Felisa, lindante con el lavadero de Las
Pilas. La arena tenía la gran ventaja de que podías moldearla a tu gusto
y hacer con ella todo lo imaginable: montañas, grutas, hondonadas,
llanuras, recintos fortificados… Cada jugador aportaba los indios que poseía y
nos montábamos batallas memorables.
El niño que mejor sabía jugar a los indios, ya que tenía una
imaginación y creatividad inigualables para ello, era Manolo, un nieto de la
Anica “Santicos”, que vivía en Málaga. Cuando venia los veranos, para
pasar unas cuantas semanas con su abuela, nos revolucionaba a los niños de
la calle de Las Monjas. Poseía una colección de indios fabulosa, incluido un
fuerte de madera. Sus figuritas no eran de plástico y de un solo color como las
nuestras, sino de goma y pintadas con todo lujo de detalles. Además,
Manolo era un gran inventor de artefactos bélicos, hacía cañones con un
tubo de caña, un palo, un carrete de hilo vacío y varios elásticos que
conseguían disparar proyectiles (bolas de todo tipo o garbanzos) a distancias
considerables. También construía con cerillas y platina cohetes que subían
alturas importantes. Al darnos las vacaciones veraniegas todos los días
preguntábamos a la Anica por la llegada de su nieto y al marcharse,
lamentábamos su partida.
EL TROMPO. El último trompo que compré me costó diez reales –dinero que gané
acarreando cajas de pescado vacías, en unas parihuelas, desde el mercado a Los
Empalmes con mis amigos “Los Caribe”- y lo adquirí en la tienda de
Pepita “Torres”. Recuerdo que el primero que me ofreció se lo rechacé
porque la madera tenía una pequeña grieta, me dio otro y tampoco me gustó, ya
que tenía varias vetas. Algo contrariada por mis exigencias, la tendera me puso
sobre el mostrador una chivata que contenía varias docenas para que eligiese el
que más me gustara. Después de pasar un rato considerable analizando
detenidamente la mercancía, me decidí por uno que no tenía ningún defecto
visible.
Nada más salir de la tienda, en la misma puerta de Pepita
“Torres”, lo estuve probando con la cuerda que llevaba en el bolsillo. El
trompo bailaba de maravilla, pero tenía un gran defecto que había que subsanar
rápidamente: venían de fábrica con unas puntas redondas (chatas) que eran
idóneas para lanzarlo al aire y cogerlo en la palma de la mano; pero resultaban
inadecuadas para otras modalidades del juego. Así, que sin dudarlo un momento,
me planté en la herrería de “Fabio” para proceder a cambiarle la punta.
No recuerdo cuánto costaba ponerle una punta de púa –larga y afilada-, ya que
nunca tuve que pagarla: si llevabas el asa metálica de un cubo se hacía el
trueque y no te cobraban nada, (el asa la utilizaban, entre otros menesteres,
para elaborar la referida punta). Cerca de mi casa estaba el arroyo
Cantarranas, que era donde se tiraba la basura. A lo largo del día solía
visitarlo en numerosas ocasiones, y cuando veía algún cubo con asa la
cogía. La punta redonda rápidamente fue sustituida por una de púa y el trompo
iba quedando a mi gusto. Cuando le implantaban la punta había que esperar un
rato antes de probarlo. A continuación me dirigí a la casa de Curro (el hijo de
Dolores “La Currita”) y le pedí que me lo pintara. Para pintarlos se utilizaban
unas pastillas de colores – creo que eran las mismas que se empleaban para
hacer tinta- que vendía Paco “El Correo” y que se diluían en algún recipiente
con agua. Curro, que para esto, como para otras muchas cosas, era un
verdadero artista, me lo pintó con los tres colores que tenía: rojo, azul y
verde. Lo sostuve de la punta hasta que se secó y cuando lo lancé, por primera
vez, con su punta de púa y pintado, daba gusto verlo bailar.
Al trompo se podía jugar de diversas formas. La más
placentera era ponerse varios niños de acuerdo y lanzarlos todos a la vez, para
ver quién estaba más tiempo bailando. ¡Lástima que ninguno tuviéramos reloj
para haber cronometrado el tiempo que podía estar bailando! Yo creo que, cuando
se conseguía una buena tirada, podía rebasar el minuto. El dueño del primero
que dejaba de girar era eliminado. A continuación, los niños restantes volvían
a lanzar el trompo y quedaba otro excluido. El juego se repetía de
idéntica forma hasta que quedara solamente uno, que era proclamado campeón.
Finalizada una partida, al instante volvíamos a comenzar otra. Podíamos estar
jugando horas y horas sin cansarnos ni aburrirnos.
También era un juego individual, en caso de no encontrar
compañeros se aprovechaba para entrenar todo tipo de jugadas, algunas tan
difíciles como arrojarlo sobre el suelo y conseguir que bailara sobre la
cuerda; o lanzarlo al aire y cogerlo, bailando, en la palma de la mano. Esta
especialidad solo se podía hacer con los trompos chatos, es decir, los que
conservaban la punta que traían de fábrica, no con los transplantados. Los
niños, como mínimo, solíamos tener dos trompos: uno con punta de púa y otra
chata; pero lo habitual era poseer algunos más, yo llegué a reunir hasta cinco.
Incluso tenía uno de tamaño mayor que recibía un nombre especial que, en estos
instantes, no consigo recordar con precisión. ¿Sería trompa?
Pero no todos los juegos que tenían como materia prima al trompo
eran tan plácidos y pacíficos como los descritos anteriormente. Había algunas
modalidades cuyo objetivo era causar el mayor daño posible al del adversario,
es decir, se pretendía romper el trompo en dos pedazos, sacarle una lasca de
madera o, cuando menos, dejarle marcada una buena señal. En varias ocasiones
presencie como algunos trompos después de recibir un buen puntazo se partían
por la mitad, y como autores de semejante gesta recuerdo a Curro, Antoñíto “El
Caribe”, José Manuel “Aliaga”, Manolo Zorrilla, Luis “Carabina”…
Para jugar a la calavera -creo que así se llamaba- se
comenzaba dibujando un círculo en el suelo y por un orden que se había
establecido con anterioridad -valiéndose de alguna de las formas reseñadas en
el capítulo anterior-, los jugadores comenzaban a lanzar el trompo al círculo.
Los trompos debían dar en el círculo y del impacto salir bailando fuera, si no
daban en el círculo, no bailaban o no conseguían salir su dueño tenía como
castigo dejarlo dentro del mismo hasta que otro jugador de un “puazo” (impacto)
lo sacaba. La mayoría de las veces se pactaba de antemano que
el trompo preferido -que era con el que jugaba- pudiese ser sustituido por otro
para sufrir el consabido castigo. Este juego tenía diferentes modalidades, una
de ellas permitía que mientras el trompo permanecía bailando dentro del círculo
pudiese ser atacado por el siguiente competidor. Si el agresor no tocaba al
trompo bailarín, o el suyo no giraba tenía como penalización dejarlo dentro del
círculo.
En ocasiones, se admitía que el trompo penalizado pudiese ser
liberado de la siguiente forma: un jugador lanzaba el suyo con gran fuerza
sobre el circulo para que rebotara, si conseguía bailar fuera procedía a
cogerlo en la palma de la mano y, mientras permanecía girando, lo
arrojaba sobre el que estaba castigado, solía hacerse con bastante fuerza para
dejarle alguna señal al trompo que se pretendía liberar y conseguir que,
después del impacto, rebotará y saliera fuera del círculo.
Existía otra modalidad de juego en la que se dibujaban dos círculos
concéntricos, uno pequeño y otro más grande. Se lanzaba el trompo que
debía comenzar a bailar obligatoriamente dentro del círculo pequeño, si no
ocurría así era castigado a quedarse preso dentro del mismo. Mientras estaba
bailando en el círculo menor podía ser atacado por el siguiente jugador que
intentaba darle un “puazo”, si el agresor no conseguía darle y, por un
casual, su trompo no giraba en el menor de los círculos era penalizado a
permanecer dentro del circulo. En el momento que salía del círculo pequeño ya
no podía ser acometido. Para ser liberados los trompos penalizados, al igual
que sucedía en la modalidad reseñada con anterioridad, había dos
posibilidades, “puazo” directo o impacto con el trompo cogido en la mano.
Como imagino que algunos lectores nunca habrán visto un trompo,
intentaré describirlo: eran de madera y su forma cónica similar a una
pera, llevando en la parte más fina una punta de hierro. El complemento para
hacer bailar el trompo era una cuerda que se enrollaba desde la punta hasta la
mitad. El extremo de la cuerda que se metía entre los dedos para lanzar el
trompo estaba rematado por un platillo machacado o por una moneda de uno o dos
reales. Una vez que tenías el trompo liado lo colocabas en la palma de la mano,
el remate de la cuerda, es decir, el platillo o la moneda te la ponías entre
los dedos índice y corazón y lo lanzabas sobre el suelo, al desenrollarse la
cuerda comenzaba a dar vueltas (bailar). Pero esto tenía su secreto y
costaba un poco hacerse con él. Había que aprender a enrollar la cuerda
alrededor del trompo, ni muy fuerte ni muy floja, luego dominar la técnica para
tirarlo: debía volar y girar en el aire antes de tocar el suelo. El tranquillo
estaba en lanzar el trompo a la altura del hombro y cuando casi toda la cuerda
estaba desliada tirar de ella un poquillo para que cogiera giro. La
calidad de la cuerda influía de manera decisiva en el buen bailar del trompo,
las mejores eran las que se hacían con tramilla de la buena que no se
despeinaba al trenzarla. Al lanzar el trompo, la cuerda debía desliarse con
mucha suavidad para no interferir en su trayectoria, si tenía cualquier marra o
nudillo lo dificultaba. La cuerda se alisaba frotándola con un pedazo de
jabón de los que entonces se fabricaban en las casas, utilizando para
ello las sobras del aceite frito y sosa cáustica. Para hacer una
buena cuerda se necesitaba gran destreza de dedos, paciencia infinita y
mucha maña. De los niños, con los que trataba, el que mejor las hacía era
Rafalito “Paulillo”.
EL MOCHO Y LA
BILLARDA. Según le oí contar a Manuel “El
Niño de la Anica Santicos” -experto en fabricarlas- este era un juego
tradicional de Galicia y un mozo del pueblo, que estuvo haciendo el servicio
militar por aquellas tierras, lo trajo a Periana. Nunca presencié
ni sufrí accidente alguno como espectador o jugador, pero reconozco que era un
entretenimiento peligroso, y una prueba evidente de ello la encontramos en un
escrito que apareció en los primeros números de ALMAZARA firmado por Julia
Rayner, miembro del equipo de redacción de la revista, donde contaba que un
habitante de Moya se quedó tuerto al impactarle la billarda en el ojo. La
persona a que se refiere Julia era Francisco Camacho Alba, padre de Paco e Ignacio
“Los Tuerto Moya”. Cuando era niño perdió un ojo jugando a la billarda en
Alfarnaterjo, su pueblo natal. Pasados los años se casó con una mujer de Moya
llamada Encarnación Montesinos Luque, estableciendo su residencia en la
referida cortijada de Periana, y allí fue donde le pusieron el mote que aún
mantienen sus descendientes.
Para jugar al mocho y la billarda se necesitaban dos palos: el
mocho era el largo que se empuñaba (de unos cincuenta centímetros de largo por
dos o tres de diámetro) y la billarda el corto (de veinte
centímetros, aproximadamente) al que se sacaba punta por uno de los extremos.
Una modalidad de juego consistía en poner la billarda en el suelo,
golpearla con el mocho en la parte afilada haciendo que se elevara, y, conforme
iba cayendo, volver a darle otro golpe, lo más fuerte que se podía, con la
intención de lanzarla a la mayor distancia posible. Se ponía una meta
alejada y ganaba quien llegaba a ella con menos número de golpes.
Otra modalidad era poner la billarda sobre dos piedras, de forma
que el centro quedará hueco, y por ahí se metía el mocho para elevarla y
efectuar el consiguiente golpe. En este caso se jugaba a una sola tirada y
ganaba quien más lejos la mandaba.
Los niños de mi calle, cuando jugábamos al mocho y la billarda, lo
hacíamos lanzándola desde la puerta de Maria Felisa hacia los árboles que había
junto a la tapia de la casa de Dolores “La Ballisca”. Además, siguiendo
los consejos de Domingo “Conde”, al que una vez estuvimos a punto de darle en
la cabeza, solíamos colocar dos vigilantes para anunciar si venía algún
transeúnte por la calle del Mercado o alguna persona salía del lavadero de Las
Pilas. A la billarda jugaban los niños y las niñas, y aunque yo no las
recuerdo, según me hace saber Manolo Zorrilla, y confirma mi hermana, unas
jugadoras excepcionales eran las hijas de Conchita de “La Luz”.
ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA ALMAZARA.
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