Creo que el juguete más apasionante para
mí ha sido la gente que me rodeaba.
Medardo Fraile, El cuento de siempre acabar
Nunca pensé que hubiese tantas definiciones de juego. Las hay para todos los gustos, edades y ocasiones; pero de todas las que he tenido ocasión de conocer, me quedo con la expuesta en el Enciclopedia Larousse que considero la más adecuada si sus protagonistas son niños: “Cualquier actividad que se realiza con el fin de divertirse, generalmente siguiendo determinadas reglas”. Lo primordial del juego infantil es la diversión: si carece de ella no merece tal nombre. Además, el juego, para considerarlo como tal, debe poseer una serie de características indispensables: ser una actividad libre, improductiva, ficticia, reglada e incierta donde se gana o se pierde, que proporciona alegría y satisfacción.
Los niños de hoy en día -esos seres tecnológicos, que poseen juguetes para parar un tren, y que en un porcentaje elevado padecen sobrepeso y, además, corren el peligro de quedarse cegatos y más sordos que una tapia por permanecer inmóviles horas y horas sentados delante del ordenador/televisor y llevar incrustados auriculares en los oídos para escuchar música-, cuando les preguntan a sus padres o abuelos a qué jugaban ellos de chicos, se ríen maliciosamente y no conciben que pudieran divertirse y pasarlo bien con juegos tan simples como las bolas, los platillos, el trompo, la patineta, los indios, los zancos, el aro, las bolas, la pídola… pero ellos ignoran que nosotros, que apenas tuvimos juguetes, disponíamos de un recurso para jugar del que ellos, desgraciadamente, carecen: la calle. Los niños de mi generación, al igual que había sucedido con todas las anteriores y con alguna posterior, nos adueñábamos de las calles y las considerábamos nuestras (antes de que Fraga, en su época como ministro del Interior, dijera: “la calle es mía”), y os puedo asegurar que no hay lugar más divertido y placentero para jugar. Éramos niños callejeros y, como es obvio suponer, la mayoría de nuestros juegos requerían de tan inigualable lugar para practicarlos. Calles que como por arte de magia se convertían de manera instantánea en campos para jugar al fútbol o lanzar la billarda, en circuitos por los que tirarse en patineta o conducir una rueda, en pistas para correr subido en unos zancos o saltar a pídola, en hoyímetros (creo que me acabo de inventar esta palabra) para jugar a las bolas o platillos, en parcelas para clavar el pincho o…
Lejanos y añorados días de mi niñez en los que el tiempo pasaba tan rápido que lo único que lamentaba era la llegada de la noche, cuando la llamada materna me comunicaba que debía dar de mano en mi inagotable jugar para volver a casa y descansar. Aquellos juegos que hicieron felices mis días de infancia, y que nunca he podido olvidar, hoy, repudiados por los niños actuales, permanecen tristes e inertes en los museos de la nostalgia, o aparcados en estudios de antropólogos y pedagogos. Añejos y queridos juegos que siempre ocuparán un lugar privilegiado en mi memoria, y que voy a intentar recordar desde las páginas de ALMAZARA para que se reencuentren con ellos los que tuvieron la dicha de disfrutarlos, y sepan de su existencia los que nunca gozaron de su compañía.
Antes de finalizar esta pequeña introducción quiero dejar constancia de que por aquel entonces casi todos los juegos y juguetes tenían género, es decir, que había juegos y juguetes específicos para niñas y otros para niños. Y si alguna niña o niño se atrevían a contravenir las normas establecidas por una sociedad llena de prejuicios, sin ser tenida en cuenta la edad del infractor o la transgresión realizada, recibían los calificativos más despiadados.
Para iniciar la mayoría de los juegos que expongo a continuación era necesario elegir quién comenzaba a jugar, quién "se queda", quién “se libra”, quién es "el mano", quién coge a los componentes de los equipos, quién... Por eso, antes de adentrarme en su descripción, he considerado oportuno –aunque algunos de ellos siguen vigentes- dar a conocer los diversos procedimientos que en mis tiempos utilizábamos para ello.
PARES O NONES. Posiblemente sea el recurso más clásico y utilizado. Se enfrentan dos oponentes: uno elige "pares" y el otro "nones". A continuación, ambos esconden una mano detrás de la espalda y a la voz de “uno, dos y tres” las muestran simultáneamente con los dedos que cada uno considere oportunos extender. Si la suma de ambos es par, ganará el jugador que eligió pares, y viceversa. Se imponía como norma de obligado cumplimiento para evitar discusiones que los dos contendientes mostrasen algún dedo. Ya que si el uno y el otro optaban por no sacar ninguno se cuestionaba si el cero era par o jugada nula.
LAS PAJITAS. Es un modo de echar suerte totalmente olvidado. Para utilizarlo se necesitaban tantas pajas (palillos) como niños iban a jugar. Todas del mismo tamaño menos una que era mayor. Uno de los jugadores, o si era posible alguien neutral, se las colocaba en la mano cerrando el puño, intentando que todas quedasen parejas. Cada niño iba cogiendo una y aquel que extraía la mayor era el ganador para bien o para mal, según se hubiera acordado de antemano.
ECHAR PASOS. Este método se utilizaba principalmente para elegir los componentes de los equipos de fútbol. Dos niños, casi siempre los mejores jugadores, se colocaban de frente a cierta distancia. De manera alternativa iban poniendo los pies uno delante del otro aproximándose. El niño que conseguía pisar el pie del otro ganaba y era el primero en escoger.
CARA O CRUZ. Normalmente recurríamos a un platillo de los que tapaban los refrescos o cervezas, ya que era una rareza que algún niño llevase una moneda encima. Cara era la parte de la chapa donde aparecía la marca de la bebida y cruz, la otra. Como es de suponer, resultaba ganador el niño que había elegido la parte del platillo que caía boca arriba.
LA CHINA. A la china recurríamos siempre que jugábamos a pídola para elegir al que debía hacer de “burro”. Uno de los niños cogía una piedrecilla del suelo, se colocaba las manos detrás de las espaldas y la ocultaba en una de ellas. A continuación las mostraba cerradas a otro de los compañeros. Este señalaba una de las dos: si la elegida no contenía la piedrecilla se libraba y el poseedor de la china volvía a repetir la operación. Cuando alguno escogía la mano donde estaba la piedrecilla se quedaba con ella, salvándose el que le había cedido la china, y pasando a ser él quién debía mostrársela a los niños que quedaran por elegir. La operación se repetía con todos los niños que iban a jugar. El último que se quedaba con la piedrecilla -le había tocado la china- era el perdedor y tenía que hacer de “burro”.
CANCIONES. Era un procedimiento casi privativo de las niñas; pero yo recuerdo que los niños muy pequeños también solíamos utilizarlo. Me ha venido repentinamente a la cabeza y no quiero dejar de mencionarlo. Los jugadores se colocaban formando un corro y el que cantaba los iba señalando con el dedo índice al compás de la canción, comenzando por él mismo. Si todo el corro era señalado y la canción no había terminado, se volvía a repetir el mismo proceder. El niño que era señalado en el momento que la canción finalizaba "se la queda". Recuerdo que algunas de las canciones más populares para esta forma de elegir eran las siguientes:
Pito, pito, gorgorito, San Juan de Villanaranja
dónde vas tú tan bonito. lo bien que fuma,
A la era verdadera. lo bien que canta,
Pin, pon, fuera. tiene la barriga llena,
El café. de vino tinto
La cafetera. de vino azul
Tú te salvas y ¿A quién salvas tú?
tú te quedas. Al niño Jesús
Quién se salve. que está en la cruz.
Se salvó.
LA PATINETA. De todos los artilugios que utilizábamos en los juegos que expongo a continuación, este era, con diferencia, el más complicado de construir. Yo nunca tuve patineta, pero me las ingeniaba para que alguien me la prestase. Se requerían para su construcción algunas piezas difíciles de obtener, que no siempre estaban al alcance de los niños. A los más afortunados se las hacía algún familiar adulto; pero también se daba el caso de varios compañeros de juegos que se unían formando una especie de cooperativa y se fabricaban la suya, aportando cada uno lo que buenamente podía. Los utensilios más complicados de conseguir eran los cojinetes (rodamientos de coches y motocicletas) y una tabla de madera rectangular. Obtenidos estos, todo era coser y cantar, ya que los otros materiales eran más asequibles: un palo redondo que hacía de eje donde iban metidos los cojinetes, un listón de madera que se utilizaba como manillar, diez o doce clavos, unas tenacillas y un martillo. Hábiles y expertos constructores de patinetas eran los hermanos “Corro”, Manolo y Pepe, que vivían en La Cruz, frente a la casa de mi primo Santiago de “La Margara”.
En el pueblo había lugares fabulosos para tirarse con la patineta y uno de los mejores era la calle de La Copa cuando la “emporlaron”, ya que reunía todas las características necesarias para ello: su excepcional pendiente, el nulo paso de vehículos a motor, los pocos animales racionales e irracionales que transitaban por ella, la gran longitud del circuito y la peligrosísima curva que había antes de llegar a las casas de María Fernández y Teresita “Adolfo”… Cuando te aproximabas a ella un cóctel de miedo y nerviosismo te dominaba el cerebro y girabas con todas tus fuerzas el manillar para evitar estrellarte y continuar hasta el camino del Cementerio. A mi entender era el circuito perfecto: comenzaba junto a la casa de Manolico “Alegre” y, con un poco de suerte, si no sufrías ningún percance por el camino, podías llegar, después de algunos minutos de riesgo, velocidad y emoción, al portón que daba acceso a la finca de María Dolores “De Sorio”.
Ahora, alejado en el tiempo, pienso y me parece mentira que aunque presencié centenares de porrazos, y fui protagonista de algunos de ellos, nadie se fracturó ningún hueso, a lo más que llegaban nuestras lesiones era a desollarnos los codos o las rodillas, a hacernos algún chichón en la cabeza o a magulladuras en el cuerpo. Ni tampoco recuerdo que ningún peatón fuese cogido por una patineta: si alguno caminaba por la calle en el momento que oía sus chirridos se refugiaba en un escalón. Y aunque proferían quejas y amenazas de índole muy diversa (¡Se lo voy a decir a tu padre!, ¡Ahora mismo os denuncio en el cuartel de la Guardia Civil!, ¡Sinvergüenzas, iros a otra parte o aviso al municipal!) jamás llegaron a materializarlas. A nuestro favor debo argumentar que éramos muy considerados y, en verano, nunca la utilizábamos a la hora de la siesta.
De manera resumida podemos decir que la patineta era un artilugio compuesto por una plataforma rectangular de madera que llevaba acoplados en su parte inferior tres cojinetes, uno delante y dos detrás que debían ser iguales, movibles con un eje transversal. Se conducía manejando un listón de madera que hacía las veces de manillar, utilizándose como frenos las suelas de los zapatos o sandalias del conductor. Estaba concebido como un vehículo monoplaza pero, a veces, su conductor iba acompañado por uno o más usuarios: en tales casos el riesgo de descarrilar era elevadísimo. Su circuito ideal eran las cuestas abajo, requiriéndose para iniciar el recorrido el empuje de algún compañero. No había una postura única para montarse en ella, cada niño tenía su peculiar forma de hacerlo, pero las más habituales eran las siguientes: sentado de medio lado o con los pies apoyados en el manillar, arrodillado y tumbado boca abajo.
EL ARO O LA RUEDA. Siempre he tenido poca destreza para los juegos y deportes, pero este era de los que mejor se me daban. Recuerdo haber salido conduciendo una rueda desde la puerta de mi casa, en la calle de Las Monjas, subir hasta donde vivía Manolico Núñez, pasar por La Fuente, el café de Muñoz, la tienda de María “Antonio Bueno”, la herrería de don Carmelo, la casa quemada de doña Rosario, la puerta de la iglesia, el bar “Los Nervios” y regresar al punto de salida sin que se me cayese una sola vez.
El juego consistía en hacer rodar por el suelo una rueda conduciéndola con un gancho con el que se le iba empujando o reteniendo, dependiendo de las características del terreno, evitando que perdiera la estabilidad y cayese al suelo. Las ruedas que utilizábamos eran de hierro, madera y hojalata, teniendo cada una de ellas su sonido peculiar. Yo jugué con ruedas de los tres tipos y, para mi gusto, la mejor era la que se sacaba del “culo” de un cubo de latón. Podías tener una magnifica rueda pero, si el gancho para conducirla no era el adecuado, jamás conseguías ser un buen conductor. Este consistía en un palo recto –de alambre grueso o varilla metálica- en uno de cuyos extremos se le hacía una especie de U, adecuada al grosor de la rueda, y en el otro, por el que se agarraba, se le colocaba un mango de madera para que fuese más cómodo llevarlo en la mano. Su longitud debía ser proporcional a la altura del jugador, ya que tanto si era demasiado grande como demasiado pequeño dificultaba la conducción.
Había diversas formas de jugar con la rueda: establecer un recorrido y, saliendo todos los participantes a la vez, intentar llegar el primero al lugar señalado como meta sin que la rueda se hubiese caído ninguna vez; señalizar un circuito y, de manera individual, ir haciéndolo bajo la atenta mirada de los otros competidores, quedando eliminado el conductor en el momento que la rueda caía al suelo …; pero lo más normal y placentero era conducir la rueda, solo o acompañado, y darse una vuelta por las calles del pueblo. Yo recuerdo que, en más de una ocasión, varios compañeros llegamos empujando la rueda hasta el cortijo de “Cagaoro” y la huerta de “Antonio Díaz”.
LOS ZANCOS. Este juego reunía unas características muy singulares. La primera de ellas era su localización, se ponía de moda en algún lugar concreto del pueblo. Ello era debido a la siguiente causa: si los niños de un barrio efectuaban una “excursión” por alguno de los basureros existentes y se hacían con una buena pesca de latas, inmediatamente fabricaban zancos para todos. La segunda peculiaridad era su corta duración. La causante de ello era la fragilidad de las latas, que se estropeaban con mucha facilidad, por lo que no volvía a jugarse con zancos hasta que se no recolectara otra buena cosecha de latas.
Para fabricar unos zancos se necesitaban dos latas vacías, al ser posible iguales, varios metros de cuerda, un clavo y un martillo (si no había martillo se sustituía por una piedra). Normalmente utilizábamos latas de mortadela Mina o de leche condensada La Lechera, que eran casi las únicas que existían en aquellos tiempos. Estas últimas, a veces, eran un engorro, ya que solamente tenían hechos unos agujeros para que saliese la leche y había que proceder a cortar todo el culo de la lata y lavarlas. Aunque las mejores eran las de conservas de frutas o tomates, mas grandes y resistentes que las otras, pero muy difíciles de conseguir. Hoy en día, casi todos los productos vienen enlatados, pero hace cincuenta años eran una rareza. Y no era nada fácil hacerse con ellas. Yo recuerdo que lo niños permanecíamos al acecho de la moza de don Ángel “El Médico” cuando acudía al Camino Viejo para tirar la basura, y la seguíamos para hacernos con las latas que, casi siempre, iban en el cubo.
Su construcción era la siguiente: se abrían dos agujeros en cada lata, tomando como referencia los puntos iniciales del diámetro de la misma, es decir, que tenía que estar uno enfrente del otro. A continuación se introducía un extremo de la cuerda por un orificio y se le hacían varios nudos para que no se saliese. Idéntica operación realizábamos con el otro extremo de la cuerda y el otro orificio. Este era el método más utilizado, ya que según decían los “expertos” daba mayor estabilidad al zanco, pero había niños que preferían enlazar los dos extremos de cuerda dentro de la lata con varios nudos. Las latas quedaban colgando de las cuerdas que había que adaptar a la estatura de su usuario. Al subirnos en ellos, apoyábamos los pies en la base de la lata y con las manos tensábamos las cuerdas para que quedasen como pegadas a las suelas de los zapatos.
Con los zancos se jugaba de diversas maneras: hacer carreras; señalizar un circuito plagado de dificultades e intentar recorrerlo y, como es de suponer, en el momento que perdías el equilibrio y ponías un pie en suelo quedabas eliminado; chutar una pelota… Aunque lo habitual era que los niños de la misma calle, montados en ellos, se diesen un garbeo por el pueblo. A la vuelta, siempre había alguien que regresaba sin ellos, ya que se habían deteriorado por el camino. Cuando esto sucedía se tiraba la lata, pero se recuperaba la cuerda para reutilizarla en otro menester. No, en aquellos tiempos los niños no sabíamos nada de ecología ni reciclaje, los maestros nos calentaban la cabeza con asuntos de otra índole. Nuestro instinto recuperador estaba motivado por lo difícil que era hacerse con un pedazo de guita, al que podía sacársele mucho juego y, como es de suponer, había que conservarla y reutilizar mientras fuese posible.
EL PINCHO. Este juego estaba condicionado por el tiempo que hiciera, debido a ello solo se practicaba en determinadas épocas del año. Exigía como requisito imprescindible que el suelo terrizo donde se jugaba estuviese blando y para ello se necesitaba que hubiese llovido. Como instrumental se utilizaba algún objeto punzante (un clavo grande, la hoja de una navaja, una lezna, una lima, un destornillador…) que era un instrumento personal e intransferible: jamás se prestaba a nadie. Cuanto más afilada tenían la punta mejor se hincaban y para ello utilizábamos un asperón, le echábamos una salivilla y pasábamos el objeto punzante cientos de veces sobre él para amolarlo. Los niños de mi calle solíamos jugar al pincho frente a mi casa, junto a las tapias de la vivienda de María Felisa, donde ahora se encuentra el “Hogar del Jubilado”.
Habitualmente se concertaban enfrentamientos entre dos contrincantes, quedando eliminado el perdedor que cedía su lugar a otro jugador. Se marcaba en el terreno un rectángulo de dimensiones variables que se dividía en dos trozos iguales. En cada parte se situaba un jugador. Para ver quién comenzaba el juego se utilizaba algunas de las formas expuestas con anterioridad. El ganador siempre elegía comenzar y el perdedor campo. El jugador situado en el interior de su territorio, lanzaba el objeto punzante hacia el terreno enemigo tratando de clavarlo. Si lo conseguía, trazaba una línea recta tomando como referencia el lugar donde había clavado el pincho, pasando este terreno a ser propiedad del tirador, que con la suela del zapato borraba la marca anterior. Volvía a lanzar el pincho ininterrumpidamente mientras lo iba clavando, pero en el momento que fallaba perdía el turno, comenzando a lanzar el otro jugador. El juego finalizaba cuando a uno de los contendientes no le quedaba terreno donde apoyar, al menos, un pie para seguir jugando, y perdía. A veces, en la puerta de Maria Felisa se podían jugar cuatro o cinco partidas simultáneas. Nuestros progenitores, siempre que jugábamos al pincho nos prevenían para que tuviésemos mucho cuidado ya que podía resultar peligroso pero, afortunadamente, nunca presencié ni tuve conocimiento de ningún percance.
El pincho lo practicaban tanto los niños como las niñas; pero en muy raras ocasiones se jugaba una partida mixta. Entre las niñas había magnificas jugadoras como Pepa de “La Carmona”, Reme de “La Gazpacha” Loli de “La Eroma”, Mari de “La Zafra” y mi hermana María Dolores.
CONTINUARÁ...
P.D.: Es posible que algunos de los juegos descritos contengan variantes que difieran de cómo se jugaban en Periana. De ser así, tiene como justificación que también los practiqué en Málaga.
JOSÉ MANUEL FRÍAS RAYA
Publicado en el número 32 de ALMAZARA
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