miércoles, 14 de noviembre de 2012

Días de Santos y de Difuntos por José Manuel Frías Raya.

DÍAS DE SANTOS Y DE DIFUNTOS

Las tradiciones, esas costumbres del pueblo que se transmiten de padres a hijos, con el paso del tiempo cambian o desaparecen.  Afortunadamente, algunas están tan arraigadas en los mismos, tal es el caso de San Isidro en el nuestro, que por mucho que cambien los tiempos nunca desaparecerá.  Procesionar a nuestro Patrón y echarle trigo perdurará en Periana hasta el día que acabe el mundo.

Sin embargo, algunas tradiciones del pueblo han cambiado tanto, desde que emigré de Periana, que cuesta trabajo reconocerlas.  Yo creo que antes –aunque posiblemente este equivocado – la fiesta de Todos los Santos y Difuntos se esperaba en el pueblo como un acontecimiento muy especial, en el que predominaba la tradición y la devoción. En los tiempos actuales, ha perdido todo el encanto y misterio que tenían y se han convertido en una obligación.  Acudimos con prisa al Camposanto, limpiamos el nicho, colocamos las flores, encendemos la luminaria (la mayoría con luz de pilas) y nos despedimos hasta el año que viene.

¡Que distintos los días de Santos y Difuntos actuales de lo que yo viví en mi niñez!  Y con la intención de que los recuerden los que los vivieron y sepan de ellos los que, por edad, no lo hicieron, voy a contarles lo que recuerdo de ellos.

Las vísperas de los Santos comenzaban cuando finalizaba la feria de septiembre. Las conversaciones que se escuchaban lo ponían de manifiesto. “Tenemos los Santos a la vuelta de la esquina”.  “Tengo que llevar al latero el farol de mi madre para que me lo arregle”. “Yo tengo que echar la cal en agua”. “Esperemos que este año no llueva como el año pasado”…

Y los Santos, propiamente dichos, comenzaban veinte días antes del uno de noviembre. La prueba irrefutable de ello es que la puerta del Cementerio, todo el año cerrada,  permanecía abierta desde por la mañana hasta por la tarde. Ahora, según tengo entendido, está abierto todos los días del año;  pero cuando yo era niño, salvo los días de entierro, estaba cerrado y para acceder a él había que pedirle la llave a la Pepa “Antoñón”, hermana de Manolico “El Guardilla” que la tenía en su casa. La llave era tan grande y pesada que con ella se podían hacer pesas.

  A partir de la referida fecha, el municipal abría cada mañana las puertas del Camposanto, tal acontecer se difundía por todo el pueblo y comenzaba el adecentamiento de bóvedas y hoyos.  Era este trabajo de mujeres. A veces se ponían de acuerdo familiares para acudir juntos. Otras lo hacían las vecinas. Y en ocasiones las mujeres iban acompañadas de los hijos, pero era muy raro que una mujer acudiese sola.  Las familias acaudaladas mandaban a sus mozas para que realizasen el trabajo. Algunas, iban acompañadas de las señoras que dirigían la limpieza.


En la actualidad,  casi todos los nichos son de mármol y su limpieza es muy fácil, pero antes eran de cal y había que ir provista del correspondiente cubo y escobón para blanquear. También hay escaleras puestas por el Ayuntamiento para que las utilice todo el que las necesite. Antes, para acceder a los nichos altos, a no ser que el interesado llevase sus propias escaleras o una silla, había que recurrir a los servicios de alguien –cuya identidad no recuerdo- que por un precio módico te prestaba sus escaleras y si estabas dispuesto a pagar un poco más, realizaba por ti el trabajo. Al igual que las bóvedas, los familiares de los difuntos que permanecían enterrados en hoyos, es decir, los más pobres, también procedían a adecentarlos. Le quitaban las hierbas, cavaban con un escardillo la tierra que componía el túmulo que los cubría, pintaban la cruz o se la ponían nueva y blanqueaban las piedras que lo rodeaban.

Las mujeres previsoras y las que tenían el luto más reciente acudían en los primeros días; pero la gran mayoría lo dejaban para la última semana. Por la mañana acudían pocas personas, pero después de comer y fregados los platos, la calle de La Cruz era un desfile interminable de gente que provista de los utensilios de limpieza caminaban hacia el Cementerio.

Los preparativos han terminado. Estamos en el día de los Santos. Muchas mujeres y algunos hombres acuden a misa. Los faroles que permanecían guardados – algunos auténticas obras de arte- desde el año anterior, al igual que las bóvedas y hoyos, han sido limpiados y acondicionados. A las doce del mediodía comienzan a tocar las campanas, y así permanecerán hasta las doce del día siguiente. Los primeros perianenses cargados de faroles –dos por cada tumba- se dirigen hacia el Cementerio. El desfile será continuo hasta que anochezca. Los ricos también les ponen a sus difuntos gladiolos, flores contrahechas y coronas de porcelana que guardan de un año para otro.  En aquellos tiempos, los adornos en las tumbas eran escasos y apenas se ponían flores. Lo importante eran las luminarias.

Cuando comienza anochecer, en el Cementerio no cabe un alfiler, los rezagados colocan los últimos faroles y todos comienzan a encenderlos.  Impresiona ver todos los faroles encendidos. Visto desde la distancia, el ascua de luz en que se ha convertido el Camposanto sobrecoge. Junto a todas las bóvedas y hoyos hay gente.  Los llantos proliferan. Alguien pierde los nervios y vocifera lamentando la pérdida del ser querido. A partir de ese momento el ir y venir al Camposanto será continuo. Toda la noche el Cementerio es un hervidero de mujeres, hombres y niños que iban y venían a realizar visitas a las tumbas. Si algún farol se apaga, siempre hay algún familiar, vecino o conocido del difunto dispuesto a encenderlo. En este aspecto, los más solidarios son la gente del campo que en masa se han desplazado al pueblo. Muchos de ellos, si tienen casa en que quedarse, aunque sea sentado en una silla, no regresarán al cortijo hasta el día siguiente, llevando consigo los faroles y algunos mandaillos. Hay que aprovechar el viaje.

Junto al puesto de castañas asadas que se ha instalado en la puerta de entrada al Cementerio se forma una gran cola. Hasta altas horas de la madrugada no le faltarán clientes. El comer castañas, en fecha tan significativa, dentro del Camposanto es una tradición antiquísima y todos quieren mantenerla. También se comen nueces, higos, avellanas, bellotas... Junto a las tumbas se forman corrillos de hombres y mujeres, mayoritariamente vestidos de oscuro, que recuerdan a los suyos, rezan, critican, y hablan de sus cosas.

Los niños también campaban a sus anchas por el Camposanto. Mis amigos y yo nos movíamos por todo él. Siguiendo cada año una ruta similar. Primero cada uno les mostraba a los otros donde estaban enterrados sus familiares. A continuación echábamos un vistazo al Cementerio de los Castigados –un pequeño terreno hundido situado en la parte sur- donde se enterraban a los suicidas. La mayoría de ellos habían puesto fin a sus días ahorcándose. Allí todos los enterramientos eran en hoyos. También estaba adecentado y algo alumbrado.  Proseguíamos visitando una tumba de mármol blanco que estaba abandonada, donde había enterrado un niño, según se decía era hijo de un guardia civil, que estuvo destinado en Periana, y había muerto de un dolor de barriga causado por comer almendras verdes. Otra visita habitual era una tumba en tierra que se encontraba junto a un panteón, a unos veinte metros de la puerta de entrada, en la parte derecha. En ella había enterrada una mujer que murió antes  de cumplir los veinte años y su pobre madre, que enloqueció tras su muerte, todos los años le traía pan, morcilla, frutas y otro tipo de alimentos.  Los lloros y palabras de aquella mujer nos estremecían y, todos, la mirábamos con respeto y en el más absoluto de los silencios.


Otra costumbre de estos días en el pueblo, que mi madre mantuvo cuando vivíamos en Málaga, era encender mariposas en la casa. En ella se ponían tantas luces como difuntos se querían recordar.

El día de los Difuntos, también había misa por la mañana. Y una vez terminada, el cura junto a los monaguillos se trasladaba al cementerio para echar responsos. Las personas que querían que le echase uno a su familiar fallecido, previo pago de una cantidad determinada, se lo comunicaban al cura y este acudía junto a su tumba. Había dos tarifas y en función de la cuantía económica pagada duraba más o menos, era rezado o cantado y variaba la casulla que se ponía el sacerdote.

 En relación con los responsos, un testigo presencial del hecho me ha contado el siguiente acaecer. Un viudo –famoso en todo el pueblo por sus ingeniosos golpes- en compañía de su hija se encontraba en el Cementerio, ésta llamó al cura para que le echase un responso a su madre, y cuando el padre la vio aparecer en compañía del sacerdote se dirigió a ella con las siguientes palabras: “niña, a tu madre, no se le cantan serenatas”.  Al cura le sentó muy mal y tuvieron sus más y sus menos.

Con la finalización de los responsos, terminaban LOS DÍAS DE SANTOS Y DIFUNTOS.  Hasta el año próximo las mujeres no acudirían al Cementerio y los hombres solo lo harían para los entierros.  Los faroles, las flores contrahechas y las coronas de porcelana se recogían y guardaban hasta el año que viene. La puerta del Cementerio volvía a cerrarse y la llave, como de costumbre, estaba a disposición de todo el que la necesitase en la casa de la Pepa “Antoñón”.

JOSÉ MANUEL FRÍAS RAYA

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