A todos los niños de Periana que hicieron
la primera comunión con trajes prestados.
Para un padre y una madre
no hay alegría mayor
que ver hacer a sus hijos
la primera comunión.
Juanito Valderrama, Su primera comunión.
Para un padre y una madre
no hay alegría mayor
que ver hacer a sus hijos
la primera comunión.
Juanito Valderrama, Su primera comunión.
Estábamos estrenando el mes de junio. Faltaban muy pocos días para que en Periana tuviesen lugar las primeras comuniones y los niños que iban a hacerla andaban muy ajetreados estudiando el catecismo. Yo, mientras tanto, pasado San Isidro y cercanas las vacaciones escolares veraniegas, esperaba ilusionado la época estival, sin tener la menor idea de la vorágine que el destino me tenía reservada.
Por aquellos días, cuando la radio "comunal" de Dolores "La Carmona" -que permanecía enchufada a todo volumen, desde que amanecía hasta bien entrada la noche-, lanzaba al aire el programa Discos dedicados (1), -copiado, casi integramente, por parabienes relacionados con la primera comunión-, al escucharlo, los niños de la calle de Las Monjas, a los que se nos iba aproximando la edad estipulada para comulgar por primera vez, nos preguntábamos unos a otros cuándo íbamos a hacerla. Aquella primavera, mi respuesta a la repetitiva pregunta era, el año que viene. Mi madre, la buena de mi madre, económica y previsora como la que más, ya tenía apalabrado, para el año próximo, con María Rosa, la mujer de Pepe Núñez, el préstamo del traje que, en tan significativa efeméride, vistieron a sus hijos. Sin embargo, cuando apenas faltaban siete días para que los niños de Periana -que llevaban varios meses asistiendo a la catequesis impartida por las hermanas Núñez (Mariquita y Mercedes) y bueno (Carmen y Dolores)- recibieran la comunión, sucedió algo inesperado que echó por tierra mis previsiones, y sin comerlo ni beberlo (fue otro el que comió más de la cuenta), me vi inmerso en un embrollo que trastocó mi apacible vivir durante un fin de semana y que, hasta donde recuerdo, les voy a contar.
Todo comenzó sobre las cinco de la tarde del viernes, 1 de junio de 1962, cuando en compañía de mis amigos Isidro "Adolfo", Pepe "El Gallo" y Curro, me encontraba metido en el arroyo Cantarranas. De pronto, la inconfundible voz de mi madre comenzó a llamarme: ¡niño! ¡niño! ¡José Manuel! Estaba tan acostumbrado a sus llamadas que por el tono adivinaba fácilmente para qué me requería; su tonalidad difería de las habituales. Extrañado por no adivinar su intención, rápidamente abandoné a los compañeros de juego, lavé mis manos de carbonero en el lavadero de Las Pilas y me presenté ante ella.
Traspasado el umbral de la puerta, me sorprendió ver en el suelo una palangana con agua caliente y la ropilla de los domingos colocada sobre una silla. Sin darme ningún tipo de explicación, mi madre procedió a lavarme las manos y los pies con jabón de lavar la ropa y estropajo. A continuación, hizo lo mismo con la cara, el cuello y las orejas, utilizando como toalla una roílla, sacada de una camiseta de las que adultos y niños utilizábamos para abrigarnos en invierno, impregnada en aceite. Finalizada la limpieza corporal, rápidamente me vestí y calcé las sandalias nuevas que me había hecho Antonio "El Zapatero": Mi madre, que ya estaba preparada, me cogió fuertemente de la mano y sin decirme nada nos encaminamos hacia... ¿Quién sabe dónde?
Salimos de mi casa y tiramos por la calle del Mercado. Mi madre, rápidamente saludó a Filomena "Matagallo" y María "Gallardo" que charlaban amigablemente. Lo mismo hizo con Carmen "La Osecoa", que estaba sentada en la puerta de su tienda. Por la dirección que llevábamos, nuestro destino era La Lomilleja. Me temí lo peor. Apenas hacía varios días que los sanitarios habían estado en las escuelas de Periana vacunando a los niños y yo, como de costumbre, me había escapado del colegio para que no me pincharan. Me daba pánico ponerme una inyección y prefería una paliza a un pinchazo. Nos habían citado a una hora y no podíamos retrasarnos.
El alma me vino al cuerpo cuando mi madre tocó en la puerta de don Justo " El Cura". Salió a abrirnos una de sus sobrinas, no sé si Macrina o Eufrasia, ya que nunca supe cuál era cada una de ellas. Después de los protocolarios saludos, le preguntó a mi madre lo que quería, y mi progenitora le dijo las siguientes palabras:
-Por favor, necesito hablar con tu tío.
Era la primera vez en mi vida, que escuchaba decir por favor a mi madre, y por su forma de hablar deduje que debía de tratarse de algo importante.
Eufrasia o Macrina -vuelvo a repetir que ignoro cuál de ellas nos recibió- le dijo a mi madre que, en aquel momento, era imposible, ya que su tío estaba muy ocupado.
Mi madre, sin inmutarse lo más mínimo, le hizo saber que lo esperaríamos en la puerta, pero que de allí no nos marchábamos sin hablar con él.
Macrina, o Eufrasia, se metió dentro de la casa y dejó la puerta entornada. Nosotros, al igual que si fuéramos dos estatuas, permanecímos allí de pie. Como imaginaba que aquello iba para largo intenté sentarme en el escalón, pero mi madre me lo impidió. Llevaba puestos los pantaloncitos nuevos y no podía ensuciármelos.
Imagino que Eufrasia o Macrina le comunicaría a su tío que estábamos allí, y don Justo, con cara soñolienta, se presentó ante nosotros. Nos saludó de manera muy amable y le preguntó a mi madre para qué lo necesitaba. Mi madre, sin andarse con rodeos, le formuló la siguiente pregunta:
-Don Justo, ¿para hacer la primera comunión que se necesita?
Al cura debió cogerle la pregunta por sorpresa y le dijo que solamente saberse muy bien el catecismo del primer grado, sin mencionar ningún otro requisito.
Por la cara de satisfacción que se le puso a mi madre, deduje que era la respuesta esperada, y con gran contento le comunicó que yo iba a hacer la primera comunión. Don Justo le dijo que eso era imposible, puesto que "los futuros comulgantes" -cito palabras textuales- llevaban varios meses dando catequesis. Mi madre le respondió que aunque yo no hubiese asistido a catequesis, me sabía el catecismo mejor que todos los niños de Periana. Al escuchar lo dicho por mi madre, el párroco esbozó una levísima sonrisa. Los dos tenían un carácter muy fuerte y se enzarzaron en una conversación que parecía interminable. Si el cura subía el tono de su voz, mi madre no se dejaba amedrentar y hacía lo mismo... Aquello parecía un partido de tenis eterno: cada argumento de uno era rebatido por el otro. Ignoro el tiempo que pudo durar la reñida plática, pero debieron ser muchos minutos. Yo, que dirigía la mirada hacía el que hablaba, terminé con tortícolis.
Podría contar, como si acabase de suceder ahora mismo, con todo lujo de detalles, lo acontecido en la puerta de la casa del cura, aquella tarde de junio, pero, como en tal caso, posiblemente aburriría a los lectores y sobrepasaría en varios folios más, el espacio asignado a esta sección de ALMAZARA, suprimiré los pormenores. Me limitaré a decir que después de mucho negociar, llegaron al acuerdo de que el próximo lunes, a las seis y media de la tarde, yo acudiría a la iglesia a examinarme del catecismo y que solo podía cometer un fallo en las oraciones y otro en las preguntas. Mi madre intentó que fueran al menos dos, pero en este asunto, don Justo se mostró intransigente.
Al despedirnos del cura, la alegría de mi madre era manifiesta. Volvió a cogerme de la mano y, sin darme ningún tipo de explicación, comenzamos a desandar el camino, pero al llegar al bar de "Los Nervios", en lugar de enfilar hacia la calle de Las Monjas, proseguimos por La Fuente y continuamos hacía La Cruz. Llegamos a la casa de mi tía Margara y allí aconteció el siguiente episodio que me hizo comprender todo lo sucedido: mi madre me pidió que me desvistiera y, entre ella y mi tía, procedieron a probarme un traje de primera comunión que sacaron del ropero que había en el cuarto. Está feo que lo diga, pero el traje me quedaba que ni pintao, daba la impresión de que un buen sastre lo acababa de confeccionar para mí. Aún nadie me había dado ninguna explicación, pero ya no la necesitaba: la prueba no podía ser más evidente.
Todo lo sucedido hasta ahora tenía una motivación que yo, en aquel momento, al igual que ustedes ahora, desconocía; pero en un santiamén les informo de ello. Mi primo Santiago, el hijo de mi tía Margara, se estaba preparando para hacer la primera comunión. En el día más feliz de su vida - según se decía en aquellos tiempos: Es el día más feliz de mi vida/ el que tanto he deseado/ voy a recibir en mi pecho/ a Jesús sacramentado- vestiría el traje que habían llevado los hijos de Frasquita "Lucas". Aquella misma tarde, cuando solo faltaba una semana para hacerla, mi tía fue a la casa de Frasquita para recogerlo; pero sucedió lo inesperado: al probárselo, con gran asombro y decepción, descubrieron que le estaba chico. Cabían dos posibilidades: que el traje hubiera encogido al lavarlo, ya que lucía un blanco reluciente y olía a limpio -tal como tuve ocasión de comprobar al probármelo- o que mi primo hubiera crecido en todas las direcciones. Fueron llamadas a consulta las hermanas "Alegre", Isabel y Mari Carmen, dos excelentes costureras, pero éstas dictaminaron que dada la diferencia abismal existente entre el tamaño del traje y el de mi primo Santiago, en la aguja y el hilo no estaba la solución. La otra alternativa era que mi primo menguara, de 5 a 10 centímetros y de 8 a 10 kilos; pero en aquellos tiempos, las cosas relacionadas con la dietética no estaban tan adelantadas como ahora, coger 10 en siete días, se impuso la cordura que aconsejaba descartar aquel traje y buscar otro.
Mi madre, que asistía a la prueba, rápidamente pensó que yo lo podía aprovechar. Y al tener la plena seguridad de que Frasquita "Lucas" se lo dejaría y que a mí me estaría bien, intentó salvar, en primer lugar, el escollo más complicado, que era obtener el visto bueno de don Justo. Tal y como había supuesto mi madre, la dueña del traje, a la que fuimos a visitar aquella misma tarde, no puso ninguna pega en prestárnoslo.
María Dolores Raya Mata, mi madre, había hecho magníficamente su trabajo, ahora toda la responsabilidad recaía sobre mí. Al contarle a su hermana lo sucedido en la puerta de la casa delcura y al acuerdo que habían llegado, mi tía se llevó las manos a la cabeza y le dijo que estaba loca, no creía posible que, en tres días, yo me pudiese aprender el catecismo. La respuesta de mi madre no pudo ser más alentadora y convincente para mí:
- O se aprende el catecismo, o lo mato.
Aunque mi tía Margara lo ignoraba, mi madre jugaba con ventaja y se guardaba un comodín en la manga: yo me sabía perfectamente una parte del catecismo. Y esto era debido a la siguiente causa: muchas noches, después de cenar, mi padre iba al café de Muñoz, circunstancia que aprovechábamos mi hermana y yo para por turnos, es decir, una noche uno y una noche otro, acostarnos con mi madre hasta que él volvía; y ella antes de quedarnos dormidos, nos contaba historias y enseñaba oraciones. Así que yo me sabía ya la señal de la santa Cruz; el Padrenuestro; el Avemaría; el Gloria; la Salve; el yo, pecador; el Señor mío Jesucristo; el Credo; los Mandamientos de la Ley de Dios; los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia; los Sacramentos y los pecados capitales. Además debía confiar plenamente en mi memoria.
Cuando venían a Periana los hombres que vendían los romances o coplas de ciegos, acostumbraba a seguirlos y a las pocas veces de escucharlas las repetía de carretilla. También me había aprendido los verbos, las preposiciones propias; las tablas de multiplicar; las capitales de los países europeos; los ríos, las cordilleras, los cabos, los golfos y las provincias de las regiones de España - aún quedaban muy lejos lo de las autonomías-, escuchando a mi hermana que tenía la costumbre de estudiar repitiendo las cosas a viva voz. La fe de mi madre en la memoria del que esto suscribe debía de ser muy grande, porque exceptuando las cosas reseñadas con anterioridad, yo no había hecho ningún prodigio para que ella estuviera tan segura de que iba a superar la prueba a la que don Justo y las beatas me iban a someter, dentro de tres días.
Después de una tarde-noche tan abundante en sobresaltos y acontecimientos, llegué a mi casa hambriento, cansado y preocupado. mientras me quitaba la ropilla de los domingos, mi madre me preparó para cenar una tortilla francesa y un tazón de leche migada. Al terminar aquellos alimentos- en casa de mi madre estaba prohibido dejarse comida en el plato-, me fui a la cama y dormí como un bendito. Cuando subía para la cámara, lugar donde se encontraba el dormitorio, observé que mi madre había puesto en la chimenea una mariposa en un tazón, y la mantuvo encendida hasta que volvimos de la iglesia la tarde del examen.
La mañana siguiente, mi padre, como de costumbre, se levantó muy temprano para irse a trabajar a la acequia, que estaban preparándola para la próxima campaña de riego. Yo, que había olvidado lo sucedido el día anterior, me di la vuelta en la cama e intenté seguir durmiendo, aún faltaba más de dos horas para ir al colegio, pero mi madre tenía otros planes para mí.
Las sorpresas comenzaron nada más marcharse mi padre. Mi madre me despertó para que me tomara un huevo batido, solamente el recordarlo me causa malestar. Nunca pude tolerarlos y, aunque les ponía unas gotitas de aguardiente, su sabor me producía náuseas. Intenté rechazarlo, pero no tuve más remedio que ingerirlo. A continuación me dijo que no iría a la escuela (en aquellos tiempos había colegio la mañana de los sábados), pero que debía levantarme. Hice mis necesidades en el caño que había en el corral, me aseé y desayuné rebanadas fritas, migadas en la leche y azucaradas. Después nos sentamos, uno frente al otro, y me expuso la situación: un traje de comunión, de los más baratos, costaba quinientas pesetas... y para ganar ese dinero mi padre necesitaba dar muchas peonadas. Yo le pregunté por qué no me lo hacía ella, al igual que había sucedido con mi hermana. Su respuesta fue que eran más costuras y muy distintas y un vestido de niña era mucho más fácil de hacer. Frasquita "Lucas" nos había prestado el traje de sus hijos y yo tenía que aprenderme el catecismo de memoria para aprovecharlo. ¡Menuda responsabilidad para un niño que trece días antes había cumplido los siete años!
Mi madre, que era más lista que el hambre, imagino que aquella noche no había pegado ojo ideando la estrategia a seguir y lo tenía todo planeado. En aquellos tiempos, yo aún no había escuchado hablar de Psicología ni Pedagogía y creo que mi madre tampoco; pero ahora, analizando lo sucedido, cincuenta años después, no me cabe la menor duda de que era una magnífica psicopedagoga: supo motivarme y prepararme de excelente manera. Me dio una charla esclarecedora que podría repetir palabra por palabra, pero no viene al caso, solamente reflejaré algunas expresiones textuales:"si te aprendes el catecismo todos se van a quedar plantados", "si el lunes, cuando volvamos de la iglesia, venimos contentos te compraré tres caramelos", "si...".
Terminada la charla, procedió a preguntarme las oraciones del cristiano - creo recordar que se llaman así. comenzando por la señal de la Santa Cruz y finalizando por los Sacramentos. Se las dije de carrerilla sin cometer un solo error, y me dio una gorda para que fuera al bombo de bolillas que había en la tienda de Antonio "De la Purita" y la echara. la cosa no pudo comenzar mejor: al introducir la moneda en la ranura y tirar la palanca lo habitual era que saliera una bola, pero en aquella ocasión, circunstancia que sucedía de tarde en tarde, fueron dos. Los presagios no podían ser más prometedores.
Al volver a mi casa, con un agradable sabor en la boca, mi madre me entregó el catecismo que debía aprenderme. ¡Cuánto me gustaría conservarlo! Lo recuerdo perfectamente: era un librito muy pequeño de forma rectangular, aproximadamente la cuarta parte de un folio, y sus páginas rondarían la treintena. En la portada se veía a un niño escribiendo con tiza blanca sobre una pizarra negra "Somos hijos de Dios", y en la contraportada al Señor acompañando a cuatro niños. Recuerdo que además de las oraciones tenía 106 preguntas, preguntas que yo tenía tres días para aprenderme. comenzaba con ¿Eres cristiano? y finalizaba con ¿Qué es el matrimonio? Me propuso que estudiase las preguntas en grupos de cinco, y cuando considerara que las sabía ella me las tomaría. Me fui a la cámara, y sentado en una silla chica de anea, pintada de color verde, y utilizando como mesa el apoyo de la ventana, el mismo lugar donde leía los tebeos, comencé a estudiar, y no creo que hubiesen pasado más de diez minutos cuando bajé las escaleras para que mi madre me tomara las preguntas. Me las preguntó y se las dije rápidamente sin cometer ni un solo fallo. Algo similar sucedió con las veinticinco siguientes. Entonces me pidió que volviera a estudiármelas para preguntármelas todas. Hice lo ordenado y me las preguntó, pero de manera salpicada. Volví a decírselas sin error alguno y me gratificó dándome un plátano.
En aquellos tiempos, tanto mi hermana como yo, sólo disfrutábamos tan suculento manjar muy de tarde en tarde. Primero rebañé la cáscara con la cucharilla y a continuación me lo comí. ¡Me supo a gloria! el reloj despertador (marca Cid, comprado a plazos a Paco "El de los Cuadros" que estaba colocado en el vasar de la chimenea señalaba las once menos diez de la mañana, y yo me sabía ya treinta preguntas. Mi madre me dijo que mientras ella iba por los "mandaos" podía irme un poquillo por ahí, pero que a las doce procurara estar de vuelta para continuar estudiando. Aún faltaban algunos años para que tuviese mi primer reloj ( un Cauny, procedente de Ceuta ), pero al mediodía las campanas tocaban anunciando la referida hora. Antes del almuerzo, para el que mi madre preparó una de mis comidas favoritas: raya en guisaillo y frita, ya me sabía hasta la pregunta sesenta. Por la tarde volví al estudio, y para las seis me había aprendido el catecismo en su totalidad. La merienda también fue excepcional. una gran magdalena y dos pastillas de chocolate. Me fui a jugar con mis amigos y al preguntarme los motivos por los que no había ido al colegio ni salido después de comer les dije, tal y como mi madre me advirtió, que había estado vomitando.
Los días siguientes se repitieron las atenciones de mi madre en el aspecto alimenticio, atenciones que se vieron un poco empañadas al obligarme a tomar, en ayunas, el huevo batido. Volví a estudiarme varias veces el catecismo y mi madre me lo preguntó salpicado, incluidos los Mandamientos, Sacramentos y pecados capitales. Era evidente que, a semejanza de un loro amaestrado, me lo sabía en su integridad y podía repetirlo, palabra por palabra, sin fallo alguno; peo eso no garantizaba el éxito. Fuí un niño muy vergonzoso y corto (ahora se diría muy tímido e introvertido) , y mi madre no las tenía todas consigo. Temía que, en el momento decisivo, cuando me preguntaran el cura y las beatas, me quedara en blanco y no fuese capaz de responder.
Para contrarrestar las consecuencias derivadas de mi forma de ser, a partir de la tarde del domingo, se dedicó a prepararme psicológicamente. Con paciencia y astucia intentó convencerme de que cuando estuviese en la iglesia me hiciera a la idea de que estaba en mi casa, y que las voces que me preguntaban eran la suya. También me aconsejó que para no ver a mis examinadores cerrara los ojos y agachara la cabeza. me lo repitió decenas de veces y lo ensayamos otras tantas.
La noche anterior, al día que iba a ser el más importante de mi existencia, hasta entonces, dormí fatal. Ignoro si la causante de ello fue la responsabilidad del examen, o el tazón de tila que mi madre me obligó a tomar y que supuso tener que levantarme varias veces a orinar en la escupidera.
Llegó el esperado y temido lunes. Mi padre se levantó para ir a trabajar a la acequia, mi hermana hizo lo propio para acudir a la escuela y yo, con el consentimiento de mi madre, permanecí en la cama hasta las diez y media. Durante todo el día no ocurrió nada digno de reseñar, a excepción de lo relativo al tema culinario donde, de nuevo, mi madre volvió a tratarme como un rey. ¡Hasta me hizo natillas para merendar! Le di varios repasos al catecismo, me lo preguntó pormenorizadamente y respondí sin un solo fallo. pero mi madre temía que me traicionaran los nervios en el momento decisivo, y volvió a insistir en el parte psicológica: que me olvidase del cura y las beatas y pensara que era ella la que me formulaba las preguntas.
A eso de las dos de la tarde comimos, mi madre se puso a fregar los platos, mi hermana se marchó a jugar con sus amigas (desde primero de junio no había ido al colegio por las tardes) y yo, obligado por mi madre, me eché en la cama, pero no conseguí pegar ojo. Aproveché el tiempo para leer algunos tebeos, ya que mi madre, después de responder perfectamente al último y exhaustivo ensayo, me había prohibido volver a mirar el catecismo y se lo quedó ella.
A las cinco de la tarde me llamó, y al bajar las escaleras encontré sobre la mesa un plato grande repleto de natillas, con tres galletas María dentro rociadas con canela molida. merendando aquel delicioso manjar, mi madre me aseó de la cabeza a los pies, me puse la ropilla de los domingos y me hizo tomar un dulzón tazón de tila. Se preparó ella, metió en la cesta una cantimplora llena de agua, el velo, el catecismo, varios pañuelos y una sábana blanca.
A las seis y cinco de la tarde salimos de mi casa, cuando llegamos a la iglesia permanecía cerrada. Al poco rato se presentaron el cura y las beatas, procedieron a abrirla y se sentaron en el primer banco de la parte derecha, tomando como referencia la puerta principal de la entrada. Mi madre ocupó el banco posterior. don Justo se situó en el centro y a cada lado una hermana Núñez y otra Bueno. Se me olvidaba decir que a mí me colocaron de pie, dando la espalda al altar, frente por frente a don Justo (ver dibujo adjunto). En primer lugar tomó la palabra el cura y de manera muy resumida -ya que su discurso me pareció eterno, circunstancia que se vio agravada debido a que la ingestión de tila comenzaba a hacer sus efectos secundarios y tenía unas ganas enormes de orinar- vino a decir: que estaban allí, perdiendo su preciado tiempo, para demostrarle a María Dolores "Mata", es decir, mi madre, que su hijo José Manuel, un servidor de ustedes, no estaba preparado para hacer la primera comunión. Yo cada vez tenía más ganas de mear y si aquello se prolongaba mucho temía hacérmelo encima.
Finalizado el interminable preámbulo, don Justo, en plan paternalista, se dirigió a mi con las siguientes palabras: "José Manuel, comienza diciéndonos el Credo": La preparación psicológica de mi progenitora había surtido efecto y yo, en lugar de escuchar al cura, oía la voz de mi madre y, como si estuviese en mi casa, comencé a recitar el Credo golpeándome el muslo con la mano derecha para llevar el compás. Al tener los ojos semicerrados y la cabeza inclinada no pude observar la reacción de aquel negro tribunal a mi respuesta (no seáis mal pensados, los llamo así porque todos sus integrantes iban vestidos del referido color), pero imagino que no le debió satisfacer mucho, ya que varios de sus integrantes, atropelladamente, intentaron formularme la siguiente pregunta. Don Justo estableció un orden de derecha a izquierda, pero yo ignoraba quién me preguntaba: oía la voz de mi madre, y a todas sus preguntas respondía con rapidez y acierto. la forma de dirigirse a mí ponía de manifiesto que su disgusto iba creciendo y el paternalista "José Manuel" dio paso a un malsonante "niño", y acabaron sin ningún tipo de nominal: me formulaban las preguntas, una detrás de otra, sin llamarme de ninguna manera. Digamos que conforme iba contestando correctamente a las preguntas que me hacían, la amabilidad empalagosa del inicio se fue convirtiendo en desdén preocupante.
Yo, como tenía tantas ganas de hacer aguas menores, cada vez respondía a sus preguntas con mayor celeridad. Mi madre notó que tenía la boca seca de tanto hablar y se acercó a mí para ofrecerme la cantimplora, pero moviendo la cabeza le dije que no. ¡Para beber agua estaba yo! No sé si ustedes se hacen cargo de la situación, pero mi aguante estaba llegando al límite. Las primeras gotas comenzaban a rociar mis calzoncillos blancos, y si aquello se prolongaba mucho podía suceder una catástrofe. Mi certeza respondedora, acuciado por las circunstancias, era cada vez más rápida y el nerviosismo de los preguntadores aumentaba en progresión geométrica. Prueba evidente de ello es que algunas preguntas llegaron a formulármelas dos, tres, y hasta cuatro veces. Me preguntaron el catecismo íntegro con generosa propina, no fallé una sola respuesta, pero no se daban por satisfechos.
Tras un breve silencio meditativo, Mariquita Núñez me pidió que le dijera el octavo Mandamiento de la Ley de Dios, se lo dije rápidamente, sin titubear un instante, y los demás siguieron su ejemplo, me preguntaron salpicados los Mandamientos, los Sacramentos, y los pecados capitales. Respondí a todos sin cometer un solo fallo. Aunque yo no los veía, imagino la cara de circunstancias que debían tener, y no hacía falta ser un lince para darse cuenta de que iban a por mí, me atosigaban a preguntas y yo para todas tenía respuesta. Cuando pensaba que iban a dejarme en paz para que pudise salir a evacuar, Dolores Bueno me formuló la siguiente pregunta: ¿Qué deben hacer los esposos cristianos para vivir dignamente? Yo, sin dudarlo un momento -levantando la cabeza, abriendo los ojos para mirarlos y armándome de valor-, le respondí que esa pregunta no venía en el catecismo. Al oír mi contestación, don Justo me lanzó una sarta de cultísimos improperios que mi madre y yo no entendimos; pro cuando me llamó maleducado, mi madre, como si tuviera un resorte en el culo, dio un salto y se plantó delante de aquel tribunal y, golpeándose el pecho con el puño y gesticulando con el dedo índice, le dijo al cura las siguientes palabras:
-Mi niño está muy bien educado porque lo he educado yo, y si él ha dicho que esa pregunta no viene en el catecismo, es que no viene.
A continuación metió la mano en la cesta y, ante la mirada atónita del párroco y beatas, sacó el catecismo para ofrecérselo a los cinco examinadores, pero ninguno quiso cogerlo. El silencio era absoluto y todos, incluida mi madre, estaban más "coloraos" que un tomate. Don Justo se levantó y comunicó a las beatas que se retiraban a la sacristía para deliberar.
Yo, en el momento que los vi caminar, salí corriendo como una bala y desagüé mi pequeña vejiga en los jardines que había en el lateral de la iglesia, se encontraba la cruz de los caídos, frente a la casa de Ricardo Alarcón y al polvero que tenían "Los Gallo". ¡Qué agusto me sentí!. Volvía a la iglesia. Mi madre permanecía sentada en el banco, la rojez le iba bajando, y me pidió que rezáramos tres Padresnuestros a San Isidro. Finalizamos el rezo y como los deliberantes no salían comenzamos tres Avemarías a la Inmaculada Concepción. Habíamos iniciado tres Salves a Santa Gema, pero no nos dio tiempo a terminarlas: don Justo y las hermanas Núñez y Bueno salían de la sacristía y se aproximaban a nosotros, mi madre se puso e pie y yo la imité.
El cura tomó la palabra y con gran seriedad y solemnidad nos comunicó que, por unanimidad habían acordado que yo estaba preparado para hacer la primera comunión. Al oír esas anheladas palabras a mi madre se le saltaron las lágrimas y yo tampoco pude contenerme. Nos cogimos fuertemente de la mano, les dimos las gracias al unisono, tal y como habíamos acordado con anterioridad si la respuesta era favorable, y emprendimos la marcha hacia la puerta. No había defraudado a mi madre, a la que temía y adoraba. Una voz que yo no supe distinguir, ya que seguía escuchando a mi madre cuando alguien hablaba, nos comunicó que debíamos aportar una sábana para cubrir los bancos de la iglesia y el salón del desayuno, mi madre la sacó de la cesta y se la entregó. Cura y beatas se quedaron boquiabiertos.
Salimos de la iglesia más contentos que unas pascuas. De regreso a casa, hicimos una parada en la tienda de Manolo Zorrilla, donde mi madre me compró los tres caramelos prometidos y me probé unas zapatillas de lona blanca, zapatillas que compramos algunos días después y calzaron mis pies cuando comulgué por primera vez. Aquella fecha, imborrable para mí, lunes 4 de junio de 1962, la marqué al día siguiente con una navajilla en un eucalipto de la Peña de El Sombrero, eucalipto que solía visitar cuando acudía al llano que había en el referido lugar para jugar al fútbol. Ignoro si el árbol continuará en su sitio, ya que desde que emigramos, nunca he vuelto por allí.
Lamentablemente, aquí finalizan los recuerdos de mi primera comunión, de lo acontecido en los días siguientes no me recuerdo de nada. Mejor sería decir de casi nada, ya que recuerdo -gracias a las fotografías adjuntas- que mi compañera de comunión fue Ana "La Filipina", con la que después de casi medio siglo sin vernos, he tenido la ocasión de hablar. También me acuerdo que juré el "Renuncio a Satanás" junto a Pepe "Buenos Aires" Paco "El Herraor" y José Antonio "El Niño de las Contribuciones". Por cierto, con José Antonio coincidí, en junio del año pasado, en la Plaza de la Marina de Málaga, pasados casi cincuenta años desde la última vez que nos vimos, me aproximé a él y le pregunté si había vivido su niñez en Periana. Me confirmó que si y se quedó asombrado de que, a pesar de lo mucho que había cambiado y el tiempo transcurrido, fuese capaz de reconocerlo. Con posterioridad hemos vuelto a encontrarnos en el mismo sitio. De Pepe y Paco, desde que vivo en Málaga, no he vuelto a saber.
La madre del autor del relato, María Dolores Raya Mata, antes de contraer matrimonio.
Traspasado el umbral de la puerta, me sorprendió ver en el suelo una palangana con agua caliente y la ropilla de los domingos colocada sobre una silla. Sin darme ningún tipo de explicación, mi madre procedió a lavarme las manos y los pies con jabón de lavar la ropa y estropajo. A continuación, hizo lo mismo con la cara, el cuello y las orejas, utilizando como toalla una roílla, sacada de una camiseta de las que adultos y niños utilizábamos para abrigarnos en invierno, impregnada en aceite. Finalizada la limpieza corporal, rápidamente me vestí y calcé las sandalias nuevas que me había hecho Antonio "El Zapatero": Mi madre, que ya estaba preparada, me cogió fuertemente de la mano y sin decirme nada nos encaminamos hacia... ¿Quién sabe dónde?
Salimos de mi casa y tiramos por la calle del Mercado. Mi madre, rápidamente saludó a Filomena "Matagallo" y María "Gallardo" que charlaban amigablemente. Lo mismo hizo con Carmen "La Osecoa", que estaba sentada en la puerta de su tienda. Por la dirección que llevábamos, nuestro destino era La Lomilleja. Me temí lo peor. Apenas hacía varios días que los sanitarios habían estado en las escuelas de Periana vacunando a los niños y yo, como de costumbre, me había escapado del colegio para que no me pincharan. Me daba pánico ponerme una inyección y prefería una paliza a un pinchazo. Nos habían citado a una hora y no podíamos retrasarnos.
El alma me vino al cuerpo cuando mi madre tocó en la puerta de don Justo " El Cura". Salió a abrirnos una de sus sobrinas, no sé si Macrina o Eufrasia, ya que nunca supe cuál era cada una de ellas. Después de los protocolarios saludos, le preguntó a mi madre lo que quería, y mi progenitora le dijo las siguientes palabras:
-Por favor, necesito hablar con tu tío.
Era la primera vez en mi vida, que escuchaba decir por favor a mi madre, y por su forma de hablar deduje que debía de tratarse de algo importante.
Eufrasia o Macrina -vuelvo a repetir que ignoro cuál de ellas nos recibió- le dijo a mi madre que, en aquel momento, era imposible, ya que su tío estaba muy ocupado.
Mi madre, sin inmutarse lo más mínimo, le hizo saber que lo esperaríamos en la puerta, pero que de allí no nos marchábamos sin hablar con él.
Macrina, o Eufrasia, se metió dentro de la casa y dejó la puerta entornada. Nosotros, al igual que si fuéramos dos estatuas, permanecímos allí de pie. Como imaginaba que aquello iba para largo intenté sentarme en el escalón, pero mi madre me lo impidió. Llevaba puestos los pantaloncitos nuevos y no podía ensuciármelos.
Imagino que Eufrasia o Macrina le comunicaría a su tío que estábamos allí, y don Justo, con cara soñolienta, se presentó ante nosotros. Nos saludó de manera muy amable y le preguntó a mi madre para qué lo necesitaba. Mi madre, sin andarse con rodeos, le formuló la siguiente pregunta:
-Don Justo, ¿para hacer la primera comunión que se necesita?
Al cura debió cogerle la pregunta por sorpresa y le dijo que solamente saberse muy bien el catecismo del primer grado, sin mencionar ningún otro requisito.
Por la cara de satisfacción que se le puso a mi madre, deduje que era la respuesta esperada, y con gran contento le comunicó que yo iba a hacer la primera comunión. Don Justo le dijo que eso era imposible, puesto que "los futuros comulgantes" -cito palabras textuales- llevaban varios meses dando catequesis. Mi madre le respondió que aunque yo no hubiese asistido a catequesis, me sabía el catecismo mejor que todos los niños de Periana. Al escuchar lo dicho por mi madre, el párroco esbozó una levísima sonrisa. Los dos tenían un carácter muy fuerte y se enzarzaron en una conversación que parecía interminable. Si el cura subía el tono de su voz, mi madre no se dejaba amedrentar y hacía lo mismo... Aquello parecía un partido de tenis eterno: cada argumento de uno era rebatido por el otro. Ignoro el tiempo que pudo durar la reñida plática, pero debieron ser muchos minutos. Yo, que dirigía la mirada hacía el que hablaba, terminé con tortícolis.
La tía del autor, Margara Raya Mata, su marido Antonio García Gavilán (el Sereno) y María Dolores Barroso.
Podría contar, como si acabase de suceder ahora mismo, con todo lujo de detalles, lo acontecido en la puerta de la casa del cura, aquella tarde de junio, pero, como en tal caso, posiblemente aburriría a los lectores y sobrepasaría en varios folios más, el espacio asignado a esta sección de ALMAZARA, suprimiré los pormenores. Me limitaré a decir que después de mucho negociar, llegaron al acuerdo de que el próximo lunes, a las seis y media de la tarde, yo acudiría a la iglesia a examinarme del catecismo y que solo podía cometer un fallo en las oraciones y otro en las preguntas. Mi madre intentó que fueran al menos dos, pero en este asunto, don Justo se mostró intransigente.
Al despedirnos del cura, la alegría de mi madre era manifiesta. Volvió a cogerme de la mano y, sin darme ningún tipo de explicación, comenzamos a desandar el camino, pero al llegar al bar de "Los Nervios", en lugar de enfilar hacia la calle de Las Monjas, proseguimos por La Fuente y continuamos hacía La Cruz. Llegamos a la casa de mi tía Margara y allí aconteció el siguiente episodio que me hizo comprender todo lo sucedido: mi madre me pidió que me desvistiera y, entre ella y mi tía, procedieron a probarme un traje de primera comunión que sacaron del ropero que había en el cuarto. Está feo que lo diga, pero el traje me quedaba que ni pintao, daba la impresión de que un buen sastre lo acababa de confeccionar para mí. Aún nadie me había dado ninguna explicación, pero ya no la necesitaba: la prueba no podía ser más evidente.
Todo lo sucedido hasta ahora tenía una motivación que yo, en aquel momento, al igual que ustedes ahora, desconocía; pero en un santiamén les informo de ello. Mi primo Santiago, el hijo de mi tía Margara, se estaba preparando para hacer la primera comunión. En el día más feliz de su vida - según se decía en aquellos tiempos: Es el día más feliz de mi vida/ el que tanto he deseado/ voy a recibir en mi pecho/ a Jesús sacramentado- vestiría el traje que habían llevado los hijos de Frasquita "Lucas". Aquella misma tarde, cuando solo faltaba una semana para hacerla, mi tía fue a la casa de Frasquita para recogerlo; pero sucedió lo inesperado: al probárselo, con gran asombro y decepción, descubrieron que le estaba chico. Cabían dos posibilidades: que el traje hubiera encogido al lavarlo, ya que lucía un blanco reluciente y olía a limpio -tal como tuve ocasión de comprobar al probármelo- o que mi primo hubiera crecido en todas las direcciones. Fueron llamadas a consulta las hermanas "Alegre", Isabel y Mari Carmen, dos excelentes costureras, pero éstas dictaminaron que dada la diferencia abismal existente entre el tamaño del traje y el de mi primo Santiago, en la aguja y el hilo no estaba la solución. La otra alternativa era que mi primo menguara, de 5 a 10 centímetros y de 8 a 10 kilos; pero en aquellos tiempos, las cosas relacionadas con la dietética no estaban tan adelantadas como ahora, coger 10 en siete días, se impuso la cordura que aconsejaba descartar aquel traje y buscar otro.
Mi madre, que asistía a la prueba, rápidamente pensó que yo lo podía aprovechar. Y al tener la plena seguridad de que Frasquita "Lucas" se lo dejaría y que a mí me estaría bien, intentó salvar, en primer lugar, el escollo más complicado, que era obtener el visto bueno de don Justo. Tal y como había supuesto mi madre, la dueña del traje, a la que fuimos a visitar aquella misma tarde, no puso ninguna pega en prestárnoslo.
María Dolores Raya Mata, mi madre, había hecho magníficamente su trabajo, ahora toda la responsabilidad recaía sobre mí. Al contarle a su hermana lo sucedido en la puerta de la casa delcura y al acuerdo que habían llegado, mi tía se llevó las manos a la cabeza y le dijo que estaba loca, no creía posible que, en tres días, yo me pudiese aprender el catecismo. La respuesta de mi madre no pudo ser más alentadora y convincente para mí:
- O se aprende el catecismo, o lo mato.
Aunque mi tía Margara lo ignoraba, mi madre jugaba con ventaja y se guardaba un comodín en la manga: yo me sabía perfectamente una parte del catecismo. Y esto era debido a la siguiente causa: muchas noches, después de cenar, mi padre iba al café de Muñoz, circunstancia que aprovechábamos mi hermana y yo para por turnos, es decir, una noche uno y una noche otro, acostarnos con mi madre hasta que él volvía; y ella antes de quedarnos dormidos, nos contaba historias y enseñaba oraciones. Así que yo me sabía ya la señal de la santa Cruz; el Padrenuestro; el Avemaría; el Gloria; la Salve; el yo, pecador; el Señor mío Jesucristo; el Credo; los Mandamientos de la Ley de Dios; los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia; los Sacramentos y los pecados capitales. Además debía confiar plenamente en mi memoria.
Cuando venían a Periana los hombres que vendían los romances o coplas de ciegos, acostumbraba a seguirlos y a las pocas veces de escucharlas las repetía de carretilla. También me había aprendido los verbos, las preposiciones propias; las tablas de multiplicar; las capitales de los países europeos; los ríos, las cordilleras, los cabos, los golfos y las provincias de las regiones de España - aún quedaban muy lejos lo de las autonomías-, escuchando a mi hermana que tenía la costumbre de estudiar repitiendo las cosas a viva voz. La fe de mi madre en la memoria del que esto suscribe debía de ser muy grande, porque exceptuando las cosas reseñadas con anterioridad, yo no había hecho ningún prodigio para que ella estuviera tan segura de que iba a superar la prueba a la que don Justo y las beatas me iban a someter, dentro de tres días.
Después de una tarde-noche tan abundante en sobresaltos y acontecimientos, llegué a mi casa hambriento, cansado y preocupado. mientras me quitaba la ropilla de los domingos, mi madre me preparó para cenar una tortilla francesa y un tazón de leche migada. Al terminar aquellos alimentos- en casa de mi madre estaba prohibido dejarse comida en el plato-, me fui a la cama y dormí como un bendito. Cuando subía para la cámara, lugar donde se encontraba el dormitorio, observé que mi madre había puesto en la chimenea una mariposa en un tazón, y la mantuvo encendida hasta que volvimos de la iglesia la tarde del examen.
La mañana siguiente, mi padre, como de costumbre, se levantó muy temprano para irse a trabajar a la acequia, que estaban preparándola para la próxima campaña de riego. Yo, que había olvidado lo sucedido el día anterior, me di la vuelta en la cama e intenté seguir durmiendo, aún faltaba más de dos horas para ir al colegio, pero mi madre tenía otros planes para mí.
Las sorpresas comenzaron nada más marcharse mi padre. Mi madre me despertó para que me tomara un huevo batido, solamente el recordarlo me causa malestar. Nunca pude tolerarlos y, aunque les ponía unas gotitas de aguardiente, su sabor me producía náuseas. Intenté rechazarlo, pero no tuve más remedio que ingerirlo. A continuación me dijo que no iría a la escuela (en aquellos tiempos había colegio la mañana de los sábados), pero que debía levantarme. Hice mis necesidades en el caño que había en el corral, me aseé y desayuné rebanadas fritas, migadas en la leche y azucaradas. Después nos sentamos, uno frente al otro, y me expuso la situación: un traje de comunión, de los más baratos, costaba quinientas pesetas... y para ganar ese dinero mi padre necesitaba dar muchas peonadas. Yo le pregunté por qué no me lo hacía ella, al igual que había sucedido con mi hermana. Su respuesta fue que eran más costuras y muy distintas y un vestido de niña era mucho más fácil de hacer. Frasquita "Lucas" nos había prestado el traje de sus hijos y yo tenía que aprenderme el catecismo de memoria para aprovecharlo. ¡Menuda responsabilidad para un niño que trece días antes había cumplido los siete años!
Mi madre, que era más lista que el hambre, imagino que aquella noche no había pegado ojo ideando la estrategia a seguir y lo tenía todo planeado. En aquellos tiempos, yo aún no había escuchado hablar de Psicología ni Pedagogía y creo que mi madre tampoco; pero ahora, analizando lo sucedido, cincuenta años después, no me cabe la menor duda de que era una magnífica psicopedagoga: supo motivarme y prepararme de excelente manera. Me dio una charla esclarecedora que podría repetir palabra por palabra, pero no viene al caso, solamente reflejaré algunas expresiones textuales:"si te aprendes el catecismo todos se van a quedar plantados", "si el lunes, cuando volvamos de la iglesia, venimos contentos te compraré tres caramelos", "si...".
Terminada la charla, procedió a preguntarme las oraciones del cristiano - creo recordar que se llaman así. comenzando por la señal de la Santa Cruz y finalizando por los Sacramentos. Se las dije de carrerilla sin cometer un solo error, y me dio una gorda para que fuera al bombo de bolillas que había en la tienda de Antonio "De la Purita" y la echara. la cosa no pudo comenzar mejor: al introducir la moneda en la ranura y tirar la palanca lo habitual era que saliera una bola, pero en aquella ocasión, circunstancia que sucedía de tarde en tarde, fueron dos. Los presagios no podían ser más prometedores.
Al volver a mi casa, con un agradable sabor en la boca, mi madre me entregó el catecismo que debía aprenderme. ¡Cuánto me gustaría conservarlo! Lo recuerdo perfectamente: era un librito muy pequeño de forma rectangular, aproximadamente la cuarta parte de un folio, y sus páginas rondarían la treintena. En la portada se veía a un niño escribiendo con tiza blanca sobre una pizarra negra "Somos hijos de Dios", y en la contraportada al Señor acompañando a cuatro niños. Recuerdo que además de las oraciones tenía 106 preguntas, preguntas que yo tenía tres días para aprenderme. comenzaba con ¿Eres cristiano? y finalizaba con ¿Qué es el matrimonio? Me propuso que estudiase las preguntas en grupos de cinco, y cuando considerara que las sabía ella me las tomaría. Me fui a la cámara, y sentado en una silla chica de anea, pintada de color verde, y utilizando como mesa el apoyo de la ventana, el mismo lugar donde leía los tebeos, comencé a estudiar, y no creo que hubiesen pasado más de diez minutos cuando bajé las escaleras para que mi madre me tomara las preguntas. Me las preguntó y se las dije rápidamente sin cometer ni un solo fallo. Algo similar sucedió con las veinticinco siguientes. Entonces me pidió que volviera a estudiármelas para preguntármelas todas. Hice lo ordenado y me las preguntó, pero de manera salpicada. Volví a decírselas sin error alguno y me gratificó dándome un plátano.
Portada del libro de catecismo que tuvo que aprenderse nuestro protagonista.
En aquellos tiempos, tanto mi hermana como yo, sólo disfrutábamos tan suculento manjar muy de tarde en tarde. Primero rebañé la cáscara con la cucharilla y a continuación me lo comí. ¡Me supo a gloria! el reloj despertador (marca Cid, comprado a plazos a Paco "El de los Cuadros" que estaba colocado en el vasar de la chimenea señalaba las once menos diez de la mañana, y yo me sabía ya treinta preguntas. Mi madre me dijo que mientras ella iba por los "mandaos" podía irme un poquillo por ahí, pero que a las doce procurara estar de vuelta para continuar estudiando. Aún faltaban algunos años para que tuviese mi primer reloj ( un Cauny, procedente de Ceuta ), pero al mediodía las campanas tocaban anunciando la referida hora. Antes del almuerzo, para el que mi madre preparó una de mis comidas favoritas: raya en guisaillo y frita, ya me sabía hasta la pregunta sesenta. Por la tarde volví al estudio, y para las seis me había aprendido el catecismo en su totalidad. La merienda también fue excepcional. una gran magdalena y dos pastillas de chocolate. Me fui a jugar con mis amigos y al preguntarme los motivos por los que no había ido al colegio ni salido después de comer les dije, tal y como mi madre me advirtió, que había estado vomitando.
Los días siguientes se repitieron las atenciones de mi madre en el aspecto alimenticio, atenciones que se vieron un poco empañadas al obligarme a tomar, en ayunas, el huevo batido. Volví a estudiarme varias veces el catecismo y mi madre me lo preguntó salpicado, incluidos los Mandamientos, Sacramentos y pecados capitales. Era evidente que, a semejanza de un loro amaestrado, me lo sabía en su integridad y podía repetirlo, palabra por palabra, sin fallo alguno; peo eso no garantizaba el éxito. Fuí un niño muy vergonzoso y corto (ahora se diría muy tímido e introvertido) , y mi madre no las tenía todas consigo. Temía que, en el momento decisivo, cuando me preguntaran el cura y las beatas, me quedara en blanco y no fuese capaz de responder.
Para contrarrestar las consecuencias derivadas de mi forma de ser, a partir de la tarde del domingo, se dedicó a prepararme psicológicamente. Con paciencia y astucia intentó convencerme de que cuando estuviese en la iglesia me hiciera a la idea de que estaba en mi casa, y que las voces que me preguntaban eran la suya. También me aconsejó que para no ver a mis examinadores cerrara los ojos y agachara la cabeza. me lo repitió decenas de veces y lo ensayamos otras tantas.
La noche anterior, al día que iba a ser el más importante de mi existencia, hasta entonces, dormí fatal. Ignoro si la causante de ello fue la responsabilidad del examen, o el tazón de tila que mi madre me obligó a tomar y que supuso tener que levantarme varias veces a orinar en la escupidera.
Llegó el esperado y temido lunes. Mi padre se levantó para ir a trabajar a la acequia, mi hermana hizo lo propio para acudir a la escuela y yo, con el consentimiento de mi madre, permanecí en la cama hasta las diez y media. Durante todo el día no ocurrió nada digno de reseñar, a excepción de lo relativo al tema culinario donde, de nuevo, mi madre volvió a tratarme como un rey. ¡Hasta me hizo natillas para merendar! Le di varios repasos al catecismo, me lo preguntó pormenorizadamente y respondí sin un solo fallo. pero mi madre temía que me traicionaran los nervios en el momento decisivo, y volvió a insistir en el parte psicológica: que me olvidase del cura y las beatas y pensara que era ella la que me formulaba las preguntas.
A eso de las dos de la tarde comimos, mi madre se puso a fregar los platos, mi hermana se marchó a jugar con sus amigas (desde primero de junio no había ido al colegio por las tardes) y yo, obligado por mi madre, me eché en la cama, pero no conseguí pegar ojo. Aproveché el tiempo para leer algunos tebeos, ya que mi madre, después de responder perfectamente al último y exhaustivo ensayo, me había prohibido volver a mirar el catecismo y se lo quedó ella.
A las cinco de la tarde me llamó, y al bajar las escaleras encontré sobre la mesa un plato grande repleto de natillas, con tres galletas María dentro rociadas con canela molida. merendando aquel delicioso manjar, mi madre me aseó de la cabeza a los pies, me puse la ropilla de los domingos y me hizo tomar un dulzón tazón de tila. Se preparó ella, metió en la cesta una cantimplora llena de agua, el velo, el catecismo, varios pañuelos y una sábana blanca.
A las seis y cinco de la tarde salimos de mi casa, cuando llegamos a la iglesia permanecía cerrada. Al poco rato se presentaron el cura y las beatas, procedieron a abrirla y se sentaron en el primer banco de la parte derecha, tomando como referencia la puerta principal de la entrada. Mi madre ocupó el banco posterior. don Justo se situó en el centro y a cada lado una hermana Núñez y otra Bueno. Se me olvidaba decir que a mí me colocaron de pie, dando la espalda al altar, frente por frente a don Justo (ver dibujo adjunto). En primer lugar tomó la palabra el cura y de manera muy resumida -ya que su discurso me pareció eterno, circunstancia que se vio agravada debido a que la ingestión de tila comenzaba a hacer sus efectos secundarios y tenía unas ganas enormes de orinar- vino a decir: que estaban allí, perdiendo su preciado tiempo, para demostrarle a María Dolores "Mata", es decir, mi madre, que su hijo José Manuel, un servidor de ustedes, no estaba preparado para hacer la primera comunión. Yo cada vez tenía más ganas de mear y si aquello se prolongaba mucho temía hacérmelo encima.
José Manuel Frías, examinándose del catecismo para poder hacer la primera comunión, en la viñeta de J. Ruiz.
Finalizado el interminable preámbulo, don Justo, en plan paternalista, se dirigió a mi con las siguientes palabras: "José Manuel, comienza diciéndonos el Credo": La preparación psicológica de mi progenitora había surtido efecto y yo, en lugar de escuchar al cura, oía la voz de mi madre y, como si estuviese en mi casa, comencé a recitar el Credo golpeándome el muslo con la mano derecha para llevar el compás. Al tener los ojos semicerrados y la cabeza inclinada no pude observar la reacción de aquel negro tribunal a mi respuesta (no seáis mal pensados, los llamo así porque todos sus integrantes iban vestidos del referido color), pero imagino que no le debió satisfacer mucho, ya que varios de sus integrantes, atropelladamente, intentaron formularme la siguiente pregunta. Don Justo estableció un orden de derecha a izquierda, pero yo ignoraba quién me preguntaba: oía la voz de mi madre, y a todas sus preguntas respondía con rapidez y acierto. la forma de dirigirse a mí ponía de manifiesto que su disgusto iba creciendo y el paternalista "José Manuel" dio paso a un malsonante "niño", y acabaron sin ningún tipo de nominal: me formulaban las preguntas, una detrás de otra, sin llamarme de ninguna manera. Digamos que conforme iba contestando correctamente a las preguntas que me hacían, la amabilidad empalagosa del inicio se fue convirtiendo en desdén preocupante.
Yo, como tenía tantas ganas de hacer aguas menores, cada vez respondía a sus preguntas con mayor celeridad. Mi madre notó que tenía la boca seca de tanto hablar y se acercó a mí para ofrecerme la cantimplora, pero moviendo la cabeza le dije que no. ¡Para beber agua estaba yo! No sé si ustedes se hacen cargo de la situación, pero mi aguante estaba llegando al límite. Las primeras gotas comenzaban a rociar mis calzoncillos blancos, y si aquello se prolongaba mucho podía suceder una catástrofe. Mi certeza respondedora, acuciado por las circunstancias, era cada vez más rápida y el nerviosismo de los preguntadores aumentaba en progresión geométrica. Prueba evidente de ello es que algunas preguntas llegaron a formulármelas dos, tres, y hasta cuatro veces. Me preguntaron el catecismo íntegro con generosa propina, no fallé una sola respuesta, pero no se daban por satisfechos.
Tras un breve silencio meditativo, Mariquita Núñez me pidió que le dijera el octavo Mandamiento de la Ley de Dios, se lo dije rápidamente, sin titubear un instante, y los demás siguieron su ejemplo, me preguntaron salpicados los Mandamientos, los Sacramentos, y los pecados capitales. Respondí a todos sin cometer un solo fallo. Aunque yo no los veía, imagino la cara de circunstancias que debían tener, y no hacía falta ser un lince para darse cuenta de que iban a por mí, me atosigaban a preguntas y yo para todas tenía respuesta. Cuando pensaba que iban a dejarme en paz para que pudise salir a evacuar, Dolores Bueno me formuló la siguiente pregunta: ¿Qué deben hacer los esposos cristianos para vivir dignamente? Yo, sin dudarlo un momento -levantando la cabeza, abriendo los ojos para mirarlos y armándome de valor-, le respondí que esa pregunta no venía en el catecismo. Al oír mi contestación, don Justo me lanzó una sarta de cultísimos improperios que mi madre y yo no entendimos; pro cuando me llamó maleducado, mi madre, como si tuviera un resorte en el culo, dio un salto y se plantó delante de aquel tribunal y, golpeándose el pecho con el puño y gesticulando con el dedo índice, le dijo al cura las siguientes palabras:
-Mi niño está muy bien educado porque lo he educado yo, y si él ha dicho que esa pregunta no viene en el catecismo, es que no viene.
A continuación metió la mano en la cesta y, ante la mirada atónita del párroco y beatas, sacó el catecismo para ofrecérselo a los cinco examinadores, pero ninguno quiso cogerlo. El silencio era absoluto y todos, incluida mi madre, estaban más "coloraos" que un tomate. Don Justo se levantó y comunicó a las beatas que se retiraban a la sacristía para deliberar.
Yo, en el momento que los vi caminar, salí corriendo como una bala y desagüé mi pequeña vejiga en los jardines que había en el lateral de la iglesia, se encontraba la cruz de los caídos, frente a la casa de Ricardo Alarcón y al polvero que tenían "Los Gallo". ¡Qué agusto me sentí!. Volvía a la iglesia. Mi madre permanecía sentada en el banco, la rojez le iba bajando, y me pidió que rezáramos tres Padresnuestros a San Isidro. Finalizamos el rezo y como los deliberantes no salían comenzamos tres Avemarías a la Inmaculada Concepción. Habíamos iniciado tres Salves a Santa Gema, pero no nos dio tiempo a terminarlas: don Justo y las hermanas Núñez y Bueno salían de la sacristía y se aproximaban a nosotros, mi madre se puso e pie y yo la imité.
El cura tomó la palabra y con gran seriedad y solemnidad nos comunicó que, por unanimidad habían acordado que yo estaba preparado para hacer la primera comunión. Al oír esas anheladas palabras a mi madre se le saltaron las lágrimas y yo tampoco pude contenerme. Nos cogimos fuertemente de la mano, les dimos las gracias al unisono, tal y como habíamos acordado con anterioridad si la respuesta era favorable, y emprendimos la marcha hacia la puerta. No había defraudado a mi madre, a la que temía y adoraba. Una voz que yo no supe distinguir, ya que seguía escuchando a mi madre cuando alguien hablaba, nos comunicó que debíamos aportar una sábana para cubrir los bancos de la iglesia y el salón del desayuno, mi madre la sacó de la cesta y se la entregó. Cura y beatas se quedaron boquiabiertos.
José Manuel Frías, el autor, recibiendo la primera comunión de manos de don Justo; tiene de compañera a Anita "La Filipina"
Salimos de la iglesia más contentos que unas pascuas. De regreso a casa, hicimos una parada en la tienda de Manolo Zorrilla, donde mi madre me compró los tres caramelos prometidos y me probé unas zapatillas de lona blanca, zapatillas que compramos algunos días después y calzaron mis pies cuando comulgué por primera vez. Aquella fecha, imborrable para mí, lunes 4 de junio de 1962, la marqué al día siguiente con una navajilla en un eucalipto de la Peña de El Sombrero, eucalipto que solía visitar cuando acudía al llano que había en el referido lugar para jugar al fútbol. Ignoro si el árbol continuará en su sitio, ya que desde que emigramos, nunca he vuelto por allí.
El protagonista Pepe Ruiz "Buenos Aires", José Antonio Guerrero "El Herraor" y José Antonio Casado "El Niño de las Contribuciones", jurando el renuncio de Satanás.
Lamentablemente, aquí finalizan los recuerdos de mi primera comunión, de lo acontecido en los días siguientes no me recuerdo de nada. Mejor sería decir de casi nada, ya que recuerdo -gracias a las fotografías adjuntas- que mi compañera de comunión fue Ana "La Filipina", con la que después de casi medio siglo sin vernos, he tenido la ocasión de hablar. También me acuerdo que juré el "Renuncio a Satanás" junto a Pepe "Buenos Aires" Paco "El Herraor" y José Antonio "El Niño de las Contribuciones". Por cierto, con José Antonio coincidí, en junio del año pasado, en la Plaza de la Marina de Málaga, pasados casi cincuenta años desde la última vez que nos vimos, me aproximé a él y le pregunté si había vivido su niñez en Periana. Me confirmó que si y se quedó asombrado de que, a pesar de lo mucho que había cambiado y el tiempo transcurrido, fuese capaz de reconocerlo. Con posterioridad hemos vuelto a encontrarnos en el mismo sitio. De Pepe y Paco, desde que vivo en Málaga, no he vuelto a saber.
Santiago García Raya, primo de José Manuel.
En algún lugar que ahora no recuerdo, leí que la memoria sigue siendo, al día sigue siendo, al día de hoy, un misterio con innumerables cabos sueltos. Y algunos de estos cabos deben ser los responsables del vacío existente en la mía, que me impide recordar todo lo acaecido en los días posteriores al 4 de junio de 1962 relacionado con mi primera comunión. Las regiones del cerebro que procesan los recuerdos, por razones que ignoro, los han borrado o mantienen bloqueados. Aparte de los cinco compañeros de comunión reseñados con anterioridad, no me acuerdo de ningún otro. tampoco recuerdo si repartí estampas-reccordatorios (yo no conservo ninguna), si asistí al desayuno que a todos los "comulgantes" se ofrecía después de recibir el sacramento, o si desfilé vestido de comunión por las calles de Periana el día del Señor. Ni Ana "La Filipina" ni mi primo Santiago "El Sereno" han podido confirmar mi presencia en el desayuno, supongo que mi madre no me dejaría asistir por temor a que manchara el traje prestado; pero sí se acuerda Ana que formando pareja visitamos los altares el día del Corpus.
La madre de José Manuel Frías Raya, ya en Málaga.
También leí que hay muchas clases de memoria y que cada una de ellas se almacena en zonas diferentes del cerebro, unas en sitios muy accesibles y otras en lugares recónditos. Imagino que las vivencias relacionadas con el día de mi primera comunión y sucedidos derivados de ella, deben de estar guardados en las zonas reseñadas en segundo lugar. Yo he intentado en numerosísimas ocasiones recuperarlos, pero jamás lo he conseguido. Esperaba que las conversaciones mantenidas con Ana y mi primo Santiago, antes de escribir este relato, resucitaran aquellos recuerdos, pero no ha sido así.
De pronto, cuando iba a dar por terminada la redacción de este recuerdo de mi niñez, una vivencia relacionada con mi primera comunión surge en mi mente: hace referencia a que dos días antes de hacerla, en compañía de mi abuelo, Rafalico "Ganguita", acudí a la barbería de Rafael "Pisablando" y éste, siguiendo las instrucciones del padre de mi madre que le dijo que me pelara alto, aunque yo creo que se le fue un poco la mano, me peló casi raído, dejándome la cabeza tan despejada que se me clareaban las ideas y las moscas patinaban en ella, tal y como se puede ver en las fotos adjuntas.
Abuelo del autor, Rafael Raya Zorrilla "Ganguita"
(1)"Discos decicados": era un programa radiofónico que tuvo mucho éxito en los años 50 y 60 del pasado siglo. Los oyentes, previo pago de tres, cinco o diez pesetas, podían solicitar una canción para dedicarla a la persona que quisieran. Las peticiones tenían lugar en fechas muy señaladas, tales como primeras comuniones, onomásticas, cumpleaños, bodas, bautizos, incorporación al servicio militar, emigración, finalización de una campaña agrícola, día de la madre, ... Cada peticionario podía solicitar podía solicitar la canción que deseara, pero muchos de ellos coincidían ya que había canciones relacionadas con determinados eventos: Su primera comunión para tan señalada fecha infantil, Noche de bodas para los enlaces matrimoniales, El emigrante para las personas que marchaban fuera de su tierra a trabajar, Cómo se quiere a los hijos para los bautizos, La patria es tu deber para los que se incorporaban al servicio militar, Madre hermosa para el día de las madres, Ya sé que tienes novio para las enamoradas... La hoy famosísima María Teresa Campos comenzó su singladura profesional en Radio Juventud de Málaga, presentando este programa.
José Manuel Frías Raya
Revista Almazara nº 34
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