sábado, 29 de diciembre de 2012

"Fisterre" de José Miguel Valverde.

Relato participante en el Concurso Literario "Villa de Periana" 2012, autor José Miguel Valverde.

Presentación. 
 
El relato que te presento a continuación dista un poco de los cánones que he seguido hasta los últimos meses. Casi desde que empecé a escribir mis relatos se han situado en lugares, situaciones desconocidas para mí. Quizás haya sido por el miedo a que la gente, erróneamente, asemeje al escritor con el autor: todos lo hacemos. A veces es cierto, otras no. Cervantes y Alonso Quijano; Baroja y Andrés Hurtado; y más recientemente, Eloy Moreno y el protagonista de ‘El bolígrafo de gel verde’. Pero aquí, es dónde está el reto del autor, jugar con esa línea divisoria entre la realidad y la ficción.
Aunque para mí, ésta vez es más fácil, si alguien quiere conocer la realidad del Camino de Santiago sólo tiene que asomarse a El Collar de La Soledad, ahí está la realidad de mi viaje, y la de otros amigos. Es cierto que aquí describo mucho más los lugares, en el poemario me baso más en sentimientos, aquí busco la narrativa. Situar la situación. Redimirme de ese gran error de hablar del sentimiento peregrino en El Rincón de Los Vencidos sin haberlo sentido. Pero darle algo más de juego a la historia enlacé con el amor (tema tan recurrente en mis textos).
Aunque, soy consciente de que el relato puede estar demasiado enfocado a aquellos que ya hemos hecho el extraño camino de las personas comunes. Sin embargo, te pido que le des una oportunidad, puedes recorrer sitios increíbles sin moverte del sitio, o incluso, encontrar tu próximo destino para tus vacaciones. ¿Por qué no?


    Fisterre
   
¿Por qué hice el Camino? Supongo que esa es la pregunta que sigo haciéndome. ¿Por qué elegí empezar en Astorga? Ésa es fácil. Necesitaba un sitio para empezar de cero, donde poder unirme a más desconocidos, y en aquella ciudad leonesa no habría problemas. Algunos peregrinos vendrían del Camino Francés, otros –los menos– lo harían de la Vía de la Plata, y tenía por seguro que muchos empezarían en la capital de la maragatería: sería uno más. Sólo un peregrino en busca de darle sentido a su vida.
Tal y como leería el día siguiente en una iglesia a la salida de aquella preciosa ciudad, lo importante no es la meta; sino, el encuentro con el monte, con el río, con el rumbo que has perdido… con el mismo Dios quizás.
Y, sí, uno de los motivos que busqué para realizar el Camino de Santiago fue encontrarme, desconectar de todos los problemas que dejaba en casa, cerrar el fin de mi relación de pareja. Había sido mucho tiempo con ella, y los últimos años conviviendo juntos en un piso alquilado en el centro de la ciudad, cerca de su lugar de trabajo y algo más lejos del mío. Y, ahora, en nuestra relación había aparecido una tercera persona. Otro hombre. Mas no la culpo a ella, el amor y la vida son así: caprichosos. De aquella persona me enteré al tiempo; no puedo negar que si hubiese sido listo e inteligente lo habría adivinado mucho antes, pero estaba más ciego en el aquí y ahora, en las nuevas tecnologías, en estar en contacto con mis amigos y escribirnos mil mensajes por whatsapp, que en ella. Por ello, no la culpo.
Y allí, en aquella ciudad leonesa empecé a encontrar el verdadero sentido de mi vida. Dormí en el Albergue de peregrinos Siervas de María, y en la habitación pude notar cierta camaradería entre los peregrinos, lo que me hizo pensar que se habían conocido en otras etapas previas del Camino. Con el pasar de los días descubrí que ello no tenía por qué ser así. El Camino une y enseña. Sobretodo enseña a quien es capaz de mirar con buenos ojos, a quien es capaz de aprender de algo tan vivo como el sentimiento de miles de peregrinos en busca de ese encuentro, persiguiendo el rumbo de sus vidas.
A partir de aquella mañana, cuando dejé Astorga, conocí a mucha gente. Con unos intimé. Con otros sólo fue el buen camino. Y con algunos hablé en los finales de etapas. Sin embargo, centrándome en el primer grupo de peregrinos, podía decir que fueron dos mujeres las que más marcaron mi Camino por distintas razones, por ámbitos diferentes. La primera de ellas la conocí en Villafranca del Bierzo, un pequeño pueblo al que llegaría días después; a la otra en Negreira, ya pasada la triste y gris ciudad de Santiago, donde muchos acabaron su viaje.
Mi primer día fue diferente. Distinto de lo que había esperado en un principio. Peculiar, por decirlo de algún modo. Fueron 26 kilómetros –o eso decía la guía– los que separaban la ciudad de la aldea de Foncebadón. Sin embargo, la subida hasta aquel pueblo desolado por el tiempo y malsufrido por los que allí vivían hizo que aquel camino y aquella soledad psíquica no me dejaran reflexionar sobre lo que había dejado atrás. Sobre la relación que murió poco antes de salir, pero hospitalizada durante meses.
Pensaba, ingenuo de mí, que el Camino en una sola etapa sería capaz de darme todo lo que yo no había conseguido en más de catorce meses: clarividencia. Claridad para ver qué hacer con mi relación, ver en qué me había equivocado, qué no había sido capaz de entregar. Sensatez para entender si debía pedir una segunda oportunidad, pedir que lo dejase todo para que fuesen más de diez años, o dejarlo todo en un recuerdo (aún, un bonito recuerdo) y que ella fuese feliz con la otra persona. Respuestas es lo que buscaba. Pero lo único que encontré aquel día fueron montañas empinadas. No hubo tiempo para nada. Ni siquiera para recriminarle nada, ni tampoco a mí.
Aquella noche en aquella aldea pasó muy rápida. Hablé un poco con los peregrinos, pero me acosté pronto. Estaba demasiado cansado, pero sólo físicamente. No tanto psíquicamente, que era lo que había pensado en un principio. La mañana siguiente no tuve nada que dejar en la Cruz del Ferro como habían hecho, y estaban haciendo, tantos peregrinos. Yo sólo llegué hasta Ponferrada, y almorcé en un pequeño bar retirado de lo que era el Camino con un par de peregrinos que conocí en el sótano de la habitación. En el mismo albergue donde vi por primera vez a Blanca.
Aquel bar, era la típica tasca de pueblo. Pequeña, oscura, con poca gente y, sobretodo, peculiar. Muy peculiar. Demasiado peculiar. Estrambótico. Con un mapa en la pared, pero ni político ni físico. Distinto. Un atlas tan mágico que hasta la leyenda rezaba: “Todos los animales son iguales, pero unos más que otros”. Una estructura que debías interpretar, ya que carecía de los espacios y señas a los que estamos acostumbrados. Según me explicaron, aquello era un mapamundi: un águila imperial con el símbolo de un elemento químico en el pico, que ahora no recuerdo, representaba a América. El punto del mapa que correspondería a Europa sólo tenía la iconografía de la bomba atómica, de la explosión. África, sí era un mapa físico con un agujero. Europa y África habían sucumbido al hambre y a la guerra, Asia, o el punto que correspondería a China y Japón, era la energía nuclear, el átomo rodeado de los iones. Según el mapa, y la interpretación que había logrado descifrar, los asiáticos arrasarían el resto del mundo. Se olvidaba de oriente medio.
Y, junto a él, pequeñas reminiscencias franquistas, o más bien, antifranquistas.
Mientras estábamos comiendo recibí una llamada de mi pasado, de la chica que había dejado atrás, y me sentí como Europa, una vieja furcia de la que no quedaba nada. Maltratada por todo lo que tenía alrededor. Y en ese momento entendí, que el Camino es para desconectar. Apagué el móvil. Sólo lo encendía cuando reservaba algún albergue.
Era mi segundo día y ya había cambiado todo.
Villafranca del Bierzo sí cambió mi Camino, mi vida y todo lo que yo había sido hasta entonces. En el camino hacia Villafranca intimé con Blanca. Íbamos andando casi a la par, aunque ella y su grupo un poco adelantados, iban dirección Valtuille de Arriba, un desvío que sólo haría más larga la etapa, y los avisé. Fuimos hablando, habían empezado en León, algunas etapas antes que yo. Se quedarían en Santiago, yo llegaría hasta Finisterra. Era morena, con el pelo largo, la piel oscura también, delgada tras el Camino. Unos ojazos verdes increíbles, y los días de viaje le habían tonificado las piernas, y el pecho resaltaba bajo las almohadillas de la mochila. Blanca… Blanca… Blanca… Su nombre resonaba en mi cabeza desde que me lo dijo aquella noche en el cuarto. Dormimos juntos. Recuerdo cómo se escondió en el saco para quitarse la ropa y dormir. Recuerdo tantas cosas de ella, y de nuestro primer día…
Aquella tarde no comimos juntos. Yo no almorcé. Seguía pensando en el pasado y en la llamada del día anterior. Nunca se puede dejar de pensar en el pasado. Nunca se puede. Nunca. Blanca me preguntó cuál era el motivo de mi viaje: dichosa pregunta. Intenté responderle sin parecer pedante, pero a la vez interesante. No tenía la respuesta a la pregunta, por eso contrataqué hacia ella: ¿y cuál es tu motivo para hacer el Camino? Sí, lo recuerdo muy bien, ella usó viaje, yo Camino.
Me contestó el día siguiente. Pero al menos me contestó, íbamos subiendo el monte de O’Cebreiro, cansados (yo más que ella), y entonces me dijo:
–Estoy aquí para buscar el amor. Para desconectar del mundo que dejo atrás.
–¿Qué clase de mundo puede dejar atrás una chica como tú? –volví a atacar.
–Hay muchas cosas que no sabes de mí. Quizás te de tiempo a conocerlas… Nosotros esta noche dormimos aquí –me dijo mientras alcanzábamos La Faba– ¿Tú sigues?
De repente sabía que no podía dejarla. Había pensado que mi etapa me llevara hasta O’Cebreiro, pero Blanca había roto mi esquema. ¿Qué importancia tenía quedarme allí y dejar de subir unos pocos kilómetros más? A la mañana siguiente estaría más descansado, y quizás andaría más rápido. Blanca era lo que estaba buscando en el Camino, y no la meta en sí. Quería un motivo para seguir: allí lo tenía. Era ella. El encuentro con el monte, con el río… con el mismo Dios quizás, la luz, la claridad… con Blanca.
Quería llegar a O’Cebreiro por una razón: para poder tener entre mis manos la biblia en árabe que estaba dentro de la iglesia de Santa María. Para ojear el resto de biblias en otros idiomas tan distintos a los que yo la conocía. Que no venían a ser ninguno más que el castellano. Pero tenerla entre mis manos en árabe y en hebrero fue un sentimiento único. A la par, el estar allí. En aquella iglesia, junto al cementerio, donde según la leyenda se produjo el milagro eucarístico y el vino se convirtió en sangre y el pan en la carne de Cristo por la falta de fe de aquel sacerdote, y por el exceso de credo de aquel campesino, al que no le importó la tempestad, ni la nieve, ni ser el único allí.
Según mi viejo plan el día siguiente debía dormir en Fonfría. Otra pequeña aldea a la que llegar; si hubiese dormido en O’Cebreiro la etapa sería corta para poder recuperarme, y después pasar por Samos. Pero todo cambió. Todo. Las etapas me llevaron a Tricastela y a dormir en Sarria. Pueblos por los que yo sólo pasaría de paso, o ni siquiera pasaría. Era todo tan extraño. En mi vieja vida, cualquier cambio de última hora siempre me sentaba mal, no los soportaba de ninguna de las formas, y sin embargo ahora…
Aquellos días no me importaba lo más mínimo romper todos mis esquemas, rehacer las etapas una a una para amoldarme a Blanca y su grupo. Es más, cada día que pasaba me despertaba pensando, deseando, implorando un cambio. El no saber qué hacer. Pero no hubo más. Desde ahí volvimos a seguir la guía, y por tanto las etapas que tenía preparadas y asumidas desde el principio.
En Sarria fue necesario reservar un albergue. Tuve que volver a encender el teléfono y llamar, y lo que ello implicaba: recibir mensajes de llamadas perdidas. Varias de mi familia, que sin dudar devolví. Después también tenía más llamadas de mi pasado, que volví a obviar, pero me hicieron daño. Blanca lo notó sólo con mi mirada porque no dije palabra…
–Cuánto más quieres que algo desaparezca, más daño te hace. Si no podías con ello has hecho bien en dejarlo
¬–Pero… –acerté a decir– ¿cómo sabes eso? Si aún no he podido decir nada; si ni siquiera he podido asimilarlo yo.
–Shhhh. No digas nada. –Y entonces me besó.
Le seguí el beso. Y no dijimos nada de aquello, apagué el móvil y olvidé los recuerdos. Al menos lo intenté. Renacer. Y de nuevo, una ciudad-encuentro, un punto de origen para muchos. La ciudad más cercana de Santiago donde entregan la compostelana. Por lo tanto, otro buen lugar para comenzar. Para ser uno más. Sólo un peregrino, un peregrino solo en busca de darle un sentido a su vida. Y quizás lo estaba encontrando, o tal vez estaba yendo demasiado rápido. Shhhh.
Desde Sarria a Portomarín, y de éste a Palas de Rei. Dos días que pasaron muy rápido, aunque clarividentes. O eso pensé. No hubo comentarios sobre aquel beso, pero cada vez que la miraba a los ojos veía algo más. Un brillo especial. Una compenetración más allá de las palabras o de los amantes. No encendí más el móvil: no hacía falta. La relación había acabado antes de dar el primer paso, antes de sujetar por primera vez la mochila, de clavar el bordón en tierras castellanoleonesas y yo había renacido en aquella ciudad con un beso. Los problemas habían desaparecido, o al menos, se habían ocultado bajo la luz de unos labios. Todo un mundo de sombras empezaba a nacer en mi interior.
Llegamos a Melide, ciudad dónde era imposible pasar sin probar el fantástico pulpo a la gallega de la pulpería Ezequiel. En el almuerzo, el grupo de Blanca, y entonces también el mío, sufrió una baja. Pero, con una sonrisa provocada por la felicidad que da el saber que has cumplido tu Camino, tu misión. El saber que todo lo que carecía de sentido ahora está lleno de inspiración y deseo. Llevaba varias etapas mal, y ése día lo decidió. Se quedó en el albergue de Melide a dormir, nosotros, por la tarde, avanzamos hasta Castañeda. Blanca y yo, dormimos en un pequeño albergue privado, el Albergue Santiago. Dormimos los dos en una habitación. Solos. El resto del grupo, llegó antes y durmieron en otro, un poco más barato que el nuestro. Pero acompañados por más peregrinos que habían decidido, como nosotros, acortar la etapa del día siguiente.
Y desde entonces mi camino, mi vida, mi cometido ha sido la constante búsqueda de esa palabra que explique, de esa metáfora que exprese, de esa pasión que narre lo que llega a sentir un enamorado segundos antes de dar ese beso, ese primer beso que abra la puerta al resto. Ese instante cuando tus pupilas se clavan en los ojos del amante, mientras le sujetas la cintura con tus manos. Sin decir nada. Perdido en la inmensidad del océano que son sus ojos. Ahogado en lo eterno de lo efímero. Sin palabras que lo describan.
Hicimos el amor cuando su boca consiguió rescatarme del aguamarina de sus ojos.
Nada volvió a ser lo mismo. No digo peor, ni mejor. Tan sólo distinto. Distinto de lo que había esperado en un principio. Especial, por decirlo de algún modo. Como niños tuvimos que ocultar lo que habíamos hecho a los ojos de los demás, como enmudecimos días antes el beso y las miradas huidizas que se escapaban de la tierra al mar. Del océano a la montaña. Nuestro último día hicimos noche en Pedrouzo. Cuando todos dormían, y el silencio del albergue sólo era quebrado por la respiración de aquellos peregrinos, aprovechando que mi litera era la del suelo, y que cualquier ruido sería ocultado entre los ronquidos, abrí la puerta y salí a la calle. Encendí el móvil. Esperé. Saqué el cigarro. Lo encendí. Primera calada. Editor de mensajes. Segunda calada. Activar texto predictivo. Expulsar todo el humo. 5-6-0-7-4-3-6-8-6. Tercera calada. Enviar. Apagar el cigarro. Apagar el móvil. Volver a la cama. No lograr dormir.
Desde mucho antes de hacer el Camino de Santiago siempre había oído hablar de el Monte do Gozo, del Conxuro da Queimada, de mil leyendas e historias que sucedían en aquel lugar. Para mí, fue la Colina da Carencia. Una de las grandes desilusiones de mi viaje. Ni era tan alto, ni me pareció mágico, ni siquiera pude ver Santiago porque la niebla y la llovizna gallega me lo impidieron. Casi ni siquiera podía llegar a ver los ojos de Blanca, y mucho menos dilucidar si era media sonrisa, o pena, lo que mostraba su rostro.
Otra de las grandes desilusiones llegó ese mismo día, horas después. El fin del viaje no pudo tener peor epitafio. Desde la Plaza del Obradoiro Santiago de Compostela era una ciudad gris, triste, y fea. Una ciudad gris forjada sobre las rocas de sus grandes monumentos, sobre la catedral que poco a poco iba dejando paso al musgo en las infinidades de sus torres. Triste porque la niebla era su segundo apellido, y ésta, en la noche, no dejaba ver aquel campo estrellado que rezaba en el primero. Y fea porque abandoné mi amor peregrino allí. Un amor insólito, romero y penitente. Herrado y errado.
Ni Blanca ni yo abrazamos el Santo. Demasiada cola y demasiadas cosas por hacer… La principal, y tal vez la única que no sería sólo un recuerdo, recoger la compostelana. Allí, tras otra espera –tal vez no menor que la necesaria para abrazar a Santiago– pudimos recoger aquella acreditación que afirmaba habíamos llegado a la iglesia, aunque se recogía en la Oficina del Peregrino, con fe cristiana. Y en aquel papel, Blanca conoció por primera vez mi nombre. En el Camino éstos no importan, el peregrino va más allá. Pero, según rezaba mi compostelana, Iacobus. Sanctus Iacobus; Sant Iaco; Sant Iago: Santiago.
Acabó nuestro sueño idílico. Aquella noche volvimos a dormir juntos en una habitación, volvimos a fusionar nuestros cuerpos sin ocultarnos de nada, ni de nadie. Mas fue la última vez. Yo lo sabía, ella lo sabía, el Camino lo sabía. Y al despertar comprendí la frase que había leído en el libro de firmas de la oficina:
“Fue un golpe de mala suerte lo que nos trajo hasta aquí”.
La blanca luz no volvió a brillar más en mi cielo estrellado. Nos separamos como se separó el apóstol de sus compañeros, como se separan los arroyos de los ríos en verano. Al conocernos hablamos de lo que haríamos al llegar a la ciudad. Ella volvería a su tierra; yo, conocería más tierras gallegas. Mi destino era Finisterre, “la última sonrisa del caos del hombre asomándose al infinito” como dijo Cela. Lo que necesitaba: encontrar la última sonrisa entre el caos. En el infinito de mis dudas, en lo perecedero del valor que murió con aquel mensaje, del que jamás supe la respuesta. No encendí el móvil; acabó en el Atlántico.
La segunda parte de mi viaje se me antojó más extraña que la primera, pero a la par más hermosa. Ésta vez sí eran paisajes gallegos en su pleno esplendor. Ésos con los que sueñas cuando te hablan de estas tierras. Sí. Esos bosques inmensos dónde viven las meigas entre la niebla. Donde las bruixas hacen algo más que jugar. Donde habita la Santa Compaña. Donde sólo su compañía ahuyentaba todo el miedo que mi alma sentía.
La conocí en Negreira. Otro pequeño pueblo, el primero de la segunda fase de mi Camino. Un albergue pequeño de no más veinte, o veinticuatro plazas. Yo volvía a estar solo. Y ella, este año, también. Nos tocó dormir en la misma habitación. Junto a otra pareja más. Imagino que estar solos los dos hizo unirnos más, que entabláramos esa amistad: ir con alguien es cerrar puertas. Que me dejara aprender a su lado, y disfrutar de su sonrisa. Era tan distinta de Blanca; parecía tener todas las respuestas que yo no encontraba.
Era pintora, según me dijo. Había estudiado Bellas Artes, y ahora se dedicaba en cuerpo y alma a su pasión. Era su forma de vida. Y el Camino sería parte de su nueva colección. No todos los meses podía comer en los mejores restaurantes pero hasta la comida más ínfima supera la gloria si estás a gusto con tu alma. Y aunque para ti no tengas todas las respuestas para los demás sí puedes tenerlas porque quizás sea verdad que siempre es más fácil solucionar la vida del resto que la tuya propia.
Como buenos peregrinos, nunca dejamos de andar. En Negreira dimos un pequeño paseo por un camino vecinal que acompañaba al río Tambre. Y no pudimos dejar de fijar nuestros ojos en el pazo que quedaba junto al sendero, y en aquella pseudotumba o pseudoaltar celta, no logramos concretar qué era. Tras aquel paseo volvimos al pueblo, y en la Plaza do Cotón sí pudimos descifrar el significado de aquel monumento tan escalofriante. Un monumento al emigrante. La mujer debía quedarse en tierra con sus hijos, el hombre luchar contra sus raíces y el amor del hijo, que desde el otro lado, se aferra a su pantalón. El sustento de esa familia que sólo pasa por la azada del padre.
La siguiente parada sería en Santa Mariña, de nuevo un albergue pequeño. El único del pueblo, junto a un bar. Y éste, era una casa convertida en albergue para aprovechar el poco dinero que los peregrinos pudieran dejar en aquel bar, en aquel pueblo. La vida no era fácil para aquellas personas. Ni para nosotros.
Aquella noche Aura se confesó conmigo, y yo un poco más con ella. Le hablé con lágrimas en los ojos de mi vieja relación, aquella que había terminado y motivado el inicio de mi viaje; le conté sobre Blanca, sobre cómo una persona puede tambalear tu mundo con una sola mirada; sujetándole la mano, le susurré que estaba más perdido que nunca. Y ella me habló de su soledad. De la soledad impuesta: “Yo no tengo pareja, pero no por elección”, comentó. Y siguió abriendo su alma: “Pero sigo aferrándome a la idea que no será así siempre, la soledad nunca ayuda”, y atacó directamente a la mía: “Tampoco ayuda engañar al corazón por el miedo a estar solo, porque sigues estándolo; en la vida, hay que ser fiel a uno mismo. No creo en mundos que se tambalean. No, ya no…”. Y continuamos hablando aquella noche como nadie lo había hecho hasta ese momento. No, no hablo de amor, no pasó nada entre los dos. Fue algo más profundo. Si fuera supersticioso, diría que fue una fuerza mágica, tal vez una meiga o un ángel que el Camino puso en mi camino para poder comprenderlo todo y avanzar de casilla en este juego.
Hablamos mucho aquella noche, intimamos y desnudamos nuestras almas más allá de las máscaras, como sólo los grandes amigos llegan a descubrirse tras tantos años de compañerismo, tras años de apego y afecto. Las lágrimas oxidaron el candado de nuestros corazones, y no nos importó que el otro fuese capaz de entrar y difuminar las sombras.
Sus consejos no tuvieron nada que ver con los de Blanca. Aura era un alma más pura, más elevada. Mi alma había caído a los infiernos, o al menos ya no estaba en el limbo. Mucho menos en el cielo hasta que ella me salvó. Sus palabras me animaban a solucionar los viejos problemas que había dejado antes de salir. A buscar respuestas. A hacerme ver que si llevaba dos semanas haciendo el Camino y no había usado el móvil para hacerme el fuerte, la seguía amando y podría volver e intentarlo. Intentar arreglar los problemas, recuperar una vieja relación, y, quizás, descubrir que aquella tercera persona no era tal. Quizás seguía sintiendo algo por mí.
Ella subió a la habitación de las chicas prometiendo que esa noche sus oraciones irían por mí. Yo, en mi habitación, no pude dormir. Me quedé pensando en todo lo que me había dicho Aura en la cocina. Sabiendo, que el día siguiente nos tendríamos que despedir. Nuestros caminos sólo se habían rozado, habíamos intentado curar nuestras almas en ese cruce pero no lo logramos. Ella salvó la mía de la morgue, volvía a estar en la UCI, pero yo ni había visitado su habitación. Hospital nos separó. A las afueras una rotonda con un mojón xacobeo señalando a Finisterra y a Muxía fue testigo de nuestro abrazo. De la despedida de la segunda persona, en tiempo, que había marcado mi camino; y la primera, en profundidad, que había marcado mi Camino.
“Fue un golpe de buena suerte lo que te trajo hasta aquí”
Blanca y Aura. Dos mujeres tan distintas. Aura y Blanca. Dos formas de ver la vida. Ambas habían sido la tangente de mi círculo, sólo puntos en común que crees pueden hacer cambiar de rumbo tu destino, elipsar tu circunferencia, pero no desvían ni un grado el ángulo de tu vida. Al final todo termina igual. Yo en Cee, ella en Dumbría. Yo en Finisterra y ella en Muxía. Yo en Fisterre y ella en el Santuario.
Llegué a aquella ciudad. Última gran decepción del camino. Era una ciudad, ni un pueblo, ni una aldea. Más grande de lo que esperaba. Menos mágica de lo deseado. Y con un ajetreo de vida más típico de ciudades periféricas de España que del fin del mundo. Sin embargo, una forma única de acabar todo este proceso: cual ave fénix.
No cesé de andar, mis pasos me llevaron al faro. Como la estatua del peregrino, que vi durante la subida, me enfrentaba a la adversidad. Necesitaba ver el atardecer, el último resquicio de magia que buscaba. Ver desde el fin del mundo como el sol que es devorado por el mar la mañana siguiente emprende un nuevo combate contra las olas aun sabiendo que no vencerá. Anhelaba resurgir mi alma y volver a intentarlo. ¿Contra quién lucho? No lo sé. Tal vez el Camino sólo fue un sueño efímero. Quizás una lección por aprender. Tal vez este viaje no tenga futuro. Quizás sólo queda el pasado que creí abandonar, y el Camino sólo fue un camino. ¿Mi relación había muerto? No lo sé.
 
José Miguel Valverde

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