INOLVIDABLE DIA DE REYES
A LOLA CLAVERO, para que siga sorprendiéndome cada viernes.
La vida es lo que se recuerda para contarlo.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
La vida no es nada más que una sucesión ininterrumpida de días, donde predominan los grises, salpicados de negros y, afortunadamente, de vez en cuando, se cuela entre ellos alguno de color rosa. Los grises no dejan huella en nuestra memoria, son como el estiércol humano que cada día libera nuestro organismo y que se marcha, sin pena ni gloria, por la cañería del váter que va a desembocar al río o a la mar. No sucede lo mismo con los negros y rosas; estos, queramos o no, se adhieren a nuestra mente, y no conseguimos desprendernos de ellos hasta el día que abandonamos el mundo de los vivos. Desafortunadamente, los negros son más abundantes que los rosas, pero ni los unos ni los otros suelen sobrepasar la veintena. ¿Te parecen muy pocos? ¡Coge papel y lápiz y haz la prueba!
En el calendario hay fechas especiales que muchas personas comparten y le aplican el mismo color. De todas ellas, tengo la plena seguridad de que la más común es el 6 de enero: día que muchos de vosotros tendréis grabado con letras de oro en la memoria y pintado de rosa ilusión, ya que fue el día que conseguisteis el juguete o capricho que tanto deseabais. Yo también tengo esa fecha recogida en el rincón de mi mente donde guardo los días que nunca podré olvidar. Pero no por ser el que los Reyes me trajeron la bicicleta que tanto deseaba y que nunca tuve; sus Majestades, como de costumbre, volvieron a comenzar su recorrido por La Lomilleja, y las dos que traían se las dejaron a los primos Antonio y Augusto, los hijos de Antonio y Agustín Mateos, para entendernos: don Antonio “El Abogado” y don Agustín “El Médico”. Tampoco lo recuerdo por ser el día que me trajeron los juegos reunidos Geyper, los anhelaba menos que la bicicleta, pero también me gustaban. Aunque esta vez estuvo a punto de tocarme: se lo dejaron a Pepe “El Gallo”, y después de su casa ya venía la mía. Ni mucho menos por aquel equipo de sheriff compuesto de correaje con fundas y cartucheras, dos pistolas, petardos para tronar, esposas, sombrero y estrella plateada que… Podría seguir citando juguetes que deseaba tener y que los Magos siempre les trajeron a otros, pero necesitaría para ello casi todas las páginas de esta revista. Ignoro la razón, pero tengo el firme convencimiento de que no le caía bien a los de Oriente o que por alguna circunstancia, que desconozco, la tenían tomada conmigo. Yo, dentro de lo que cabe, era un niño normalito, tirando a bueno. Cierto es que don Justo, el cura, inmerecidamente, durante el catecismo, me dio una hostia que aún me duele –ver el número 17 de ALMAZARA-; que de vez en cuando no cumplía con el precepto dominical de oír misa; que ignoraba las recomendaciones y consejos de mi madre; que me bañaba como Dios me trajo al mundo en acequias y pozas; que robaba alguna que otra mandarina del huerto de Maria Felisa; que cuando podía le distraía a mi padre algún cigarrillo; que…, pero no creo que fueran pecados mortales sin remisión para que Sus Majestades se portasen tan mal conmigo: nunca me trajeron lo que les pedí. Debido a ello, de mis inocentes días de Reyes, solo tengo recuerdos de noches ilusionantes, repletas de esperanzas, y despertares tristes. Ellos desatendían año tras año mis peticiones y yo los odiaba con todas mis fuerzas. Cuando me levantaba muy temprano, hecho un manojo de nervios, y no encontraba nada de lo que les había pedido en mi correcta y cariñosa carta, cabizbajo les dedicaba todo mi repertorio de palabrotas impublicables, que iba incrementado con el transcurrir del tiempo, y le pedía a Dios que al pasar por el arroyo Cantarranas, que según me había dicho mi vecina Dolores “La Chata”, era el camino que utilizaban para volver a su país de origen, les ocurriera algo que los dejara imposibilitados para desempañar su cometido y tuvieran que jubilarse. Estaba convencido de que si aquellos antipáticos Reyes Magos que la tenían tomada conmigo desaparecían, vendrían otros nuevos y, a lo mejor, leerían mis cartas y atenderían alguna de mis peticiones.
A estas alturas del relato creo que ya es hora de guardar mi odio eterno hacia Melchor, Gaspar y Baltasar, e ir descubriendo por qué el 6 de enero se encuentra anotado en el catálogo de los días que nunca podré olvidar. Os pongo en antecedentes: yo, por aquel entonces, gracias a una beca del PIO, estudiaba Formación Profesional en la “Institución Sindical Francisco Franco” de Málaga, -actual Instituto “La Rosaleda”-. El día 20 de diciembre, al finalizar las clases de la mañana, nos dieron las vacaciones de Navidad y procedieron a entregarnos las notas: al contemplarlas no cabía de gozo, la calificación más baja era un seis en Dibujo. La mayoría de los compañeros nada más recoger las calificaciones emprendieron la marcha, pero yo decidí quedarme a comer: aquel día tocaba de primer plato paella, de segundo un trozo de tortilla de patatas y de postre una naranja. Con el estómago lleno cargué sobre mis hombros la pesada maleta de madera que me había prestado mi tío Joseíco, y después de atravesar el Paseo de Martiricos y la Avenida de la Rosaleda –echando un rengue de vez en cuando para cambiar de hombro la maleta y descansar- llegué a Puerta Nueva. Confiaba en que estuviesen por allí Guerrero o Ranea y que les quedará alguna plaza libre. Al llegar no vi sus coches: pregunte por ellos al hombre que vendía dulces, en un quiosquillo de madera frente al Parador de San Rafael, y me dijo que ya se habían marchado. Apenas eran las tres de la tarde y la Alsina no salía hasta las cinco. Cargado con la maleta no podía ir a ningún sitio y, como no tenía donde dejarla, con paso parsimonioso recorrí la calle Compañía, llegué a la plaza de José Antonio –hoy de la Constitución- , en calle Larios me detuve en el escaparate de Calzados Segarra, donde me habían comprado aquellas fabulosas botas que llevaba puestas. Su duración, resistencia y versatilidad era asombrosa: podías jugar con ellas tranquilamente al fútbol y, de forma casi milagrosa, si le pasabas el cepillo con un poco de betún, acompañado de un escupitajo, brillaban como si las estuvieses estrenando. Llegué a la calle Vendeja, frente al Puerto, donde se cogía la Alsina, y, como era tan pronto, no había nadie del pueblo esperando. Saqué el billete y me senté en un banco que había en el descuidado jardín adyacente. Poco a poco fueron apareciendo los viajeros. Recuerdo perfectamente que el autobús llegó a completarse, pero de todos sus ocupantes solo consigo poner cara a Justa Zamora, con la que compartí asiento, Paco Navas, el hijo de don José y doña Margarita, y a su tía María.
Al ponerse en marcha la Alsina me invadió un sentimiento indescriptible de alegría por volver a mi casa tras casi tres meses de falta. Las razones para que mi ausencia fuese tan prolongada eran varias:
1) para un niño pueblerino como yo que jamás había estado en Málaga, la capital me deslumbró desde el instante que puse los pies en ella. ¡Había tanto por ver y descubrir!;
2) sabía del enorme esfuerzo que mis padres hacían para que yo estudiara. El billete de la Alsina costaba muy caro y no estaba la cosa como para ir y venir todos los fines de semana;
3) me responsabilizaron, tal vez en demasía, de que la única posibilidad para seguir estudiando era mantener la beca, así que dedicaba casi todo mi tiempo al estudio. Y no imaginaba ir a Periana para encerrarme en mi casa y coger los libros. Concebía el pueblo como sinónimo de libertad, para hacer cientos de cosas entretenidas y excitantes, incompatibles con estudiar.
Cuando la Alsina llegó a La Lomilleja nadie me estaba esperando. La última carta de aquel trimestre la escribí el día de la Pura y como aún no sabía la fecha exacta de las vacaciones no pude comunicárselo a mi familia. ¿Qué por qué no los llamé por teléfono? ¿A dónde? No me hagas reír, amable lector. El invento del americano Graham Bell, que estaba cercano a cumplir el siglo de existencia, aún no lo había utilizado ni una sola vez. Mi maleta fue de las últimas en aparecer, y cuanto me hice con ella la cargué sobre el hombro y emprendí la marcha hacía mi querida calle de Las Monjas. La pesadez que tenía en Málaga se había evaporado y, sin necesidad de hacer una sola parada, llegué a mi casa, que olía a gloria. Empujé la puerta, que se encontraba entornada, y, después de 87 días de ausencia, volví a pisar la casa donde nací y viví mi feliz niñez con una alegría infinitamente superior a la del niño que llega a la feria. Mi madre, que se encontraba de espaldas, dio un repullo y al volverse y ver que era yo nos abrazamos, como nunca lo habíamos hecho hasta aquel momento, y nos pusimos a llorar alegremente. Me informó de que mi padre se encontraba en La Extractora llevando una carga de aceitunas y mi hermana en la casa de Dolores “La Carmona”. Le faltó tiempo para salir al escalón y comenzar a llamarla vociferando: ¡Niña que ha “venío” el niño! ¡Niña que ha “venío” el niño! Yo, tal y como recomendaban los manuales de Urbanidad, aproveché la “íntima” llamada para dejarla sola y subir a la cámara y comprobar que era una realidad lo que sospechaba: la presencia de dos hermosas tablas de mantecados y rosquillos recién traídos del horno del “Sereno”.
Si os digo los rosquillos y mantecados que me zampé a modo de cena, acompañados de un gran tazón de café de malta con leche, no me vais a creer, por lo tanto prefiero mantenerlos en secreto. Mis padres, mi hermana y yo sentados alrededor de la mesa redonda, que cobijaba en su tarima un calentito brasero de picón, estuvimos hablando un buen rato: me pusieron al día de las novedades que había en el pueblo y yo hice lo propio sobre mi estancia en la capital. ¡Qué feliz me sentía! Estaba “guarnío” de tanto andar y me apetecía acostarme, pero intuía que mis padres querían decirme algo y no encontraban la forma de hacerlo. Daba por descontado que no podía ser nada referente a las notas. Mis padres se miraban el uno al otro y se hacían señas entre sí, de pronto mi madre tomó la palabra y me expuso la situación familiar: aquel otoño, mi padre había estado enfermo con dolor del riñón y había dado muy pocas peonadas, además casi todos los días transcurridos del mes de diciembre habían estado pasados por agua y, debido a ello, las aceitunas de la haza que teníamos en Regalón, herencia de mi abuelo materno, estaban casi todas por recoger. Me sorprendió la doble noticia, ya que en ninguna de sus cartas me habían contado que a mi padre le hubiese vuelto a dar aquel maldito dolor que le hacía sufrir tanto, y que la cosecha de aceitunas estuviese aún casi toda en el campo, ya que todos los años, desde que me convertí en niño aceitunero, recuerdo que para Navidad las teníamos siempre recogidas. A continuación me dijo que yo había cumplido con mi obligación aprobando todas las asignaturas y que tenía merecido un buen descanso, pero necesitaban que les echara una mano.
Rápidamente me hice cargo de la situación y presté mi conformidad a su propuesta, el ambiente se relajó y me fui a descansar ya que al día siguiente tenía que madrugar. En un momento se desmoronaron los planes que había ideado para mis vacaciones de Navidad. Desde el 21 de diciembre al 6 de enero estuve recogiendo aceitunas. Incluso tuve la mala suerte de que no llovió ni un solo día. De aquellos días, recuerdo de manera especial el de Reyes, día que amaneció nublado y amenazando lluvia, pero que se escapó sin que cayera una sola gota. Mientras recogía aceitunas pensaba en los niños afortunados del pueblo que estarían calentitos en sus casas o muy abrigaditos en la calle disfrutando de los juguetes que les habían traído los Reyes Magos, y el que esto suscribe -que ya estaba cercano a la adolescencia y había dejado de escribirles a aquellos injustos individuos de Oriente-, permanecía en el campo, al igual que otros muchos niños, “arrecío” de frío, recogiendo aceitunas.
Cuando aquella lejana tarde de Reyes dimos de mano, un poquillo antes de lo habitual, dejando a medio recoger un olivo que lindaba con la haza de la Remedicos “Pingarra” y Manolico “Matagallo”, y volvimos de prisa al pueblo para preparar la maleta, ya que al día siguiente regresaba al Colegio, no podía sospechar que aquella jornada grisácea y fría, que transcurrió con más pena que gloria, llegase a formar parte del rincón de mi mente donde guardo los días que nunca podré olvidar, pues fue el de mi despedida como niño aceitunero. Pero los acontecimientos futuros así lo determinaron: Purita “La Rufina”, le buscó a mi madre una portería en la Calle Andalucía de Málaga, donde mi familia se trasladó en el mes de abril y jamás he vuelto a recoger aceitunas.
POSDATA: A día de hoy, cuando he inaugurado el lustro que conduce a los sesenta, mi animadversión hacia los Reyes Magos de Oriente sigue vigente. Soy un dulcero impenitente; sin embargo, la sola visión del roscón que lleva su nombre me produce náuseas.
JOSÉ MANUEL FRÍAS RAYA
Publicado en el número 28 de ALMAZARA
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