sábado, 23 de noviembre de 2013

Pregón nº 6 de las fiestas de San Isidro Labrador realizado por Rafael Núñez Ruiz año 1993.



 PREGÓN Nº 6 DE LAS FIESTAS DE SAN ISIDRO LABRADOR
REALIZADO POR RAFAEL NÚÑEZ RUIZ
AÑO 1993

Rememorando al poeta de Sevilla, Antonio Machado, puedo decir que mi infancia son recuerdos de una fuente, que con el reiterado susurro de sus cuatro caños alimentaba de música mis días y mis noches infantiles y de unas pilas, por donde a diario desfilaba la gente de mi pueblo, que, al despertar del día, camino del campo, y ya al atardecer, de vuelta al olor tibio de las cuadras, llevaban a las bestias a aliviar las fatigas del día o a desperezarlas del letargo nocturno.
Cuando este verano pasado tuve ocasión de sentir grabadas las palabras de mi amigo, nuestro amigo, Pepe García Téllez, sobre el sortilegio de recuerdos e imágenes que le evocaba el sorprendente marco de la Fuente de Periana, su pueblo, nuestro pueblo, me emocioné hasta el punto de no sentir reparos en continuar este año recurriendo a la Fuente, como símbolo que ha sido y todavía es de la historia de Periana y encrucijada de su vida social.
Quienes han amasado algunos años más que yo, habrán advertido el por qué del estremecimiento que sentí al escuchar aquellas palabras. Tuve la fortuna de nacer y atesorar mis primeros años de vida, como hijo de Pepe y María Rosa, en las inmediaciones de esta Fuente, que ya con mis ojos tempraneros veía como un santuario de la arquitectura del agua. Aquí nací y aquí nacieron los recuerdos que, de forma persistente, salvando las distancias espaciales, han sido compañeros inseparables de mis noches y de mis días.

Aquí, mis sentidos de niño despertaron al hontanar de las coplas populares andaluzas con la indescifrable emoción que me suscitó la voz de un muchacho que llenaba su cantarillo en uno de los caños, mientras cantaba:

"En la tumba de mi mare

han puesto flores colarás

y como las riego con llanto

por eso huelen tanto las flores del camposanto".

Aquí se abrió mi corazón a los latidos flamencos, sintiendo los gemidos, piropos, ilusiones o quejas amorosas que salían densamente de la garganta de un cantaor paisano, que aventaba unos fandangos en el poyete entonces ocupado por los veladores del bar de Francisco el Pañero. En esta Fuente aprendí también a advertir la recóndita religiosidad popular en el lamento oscuro de las saetas que en las noches de abril otro paisano nuestro, desde el balate, le lanzaba a la Madre, la Dolorosa, y su hijo, el Nazareno.
En mis oídos resuenan nítidos y frescos los cascos de las bestias sobre el empedrado de las calles que confluyen en esta Fuente y que constituyen un registro visible y permanente de la historia moderna de Periana. El chasquido de los cascos, el olor a la paja de los arpiles, el vaho de los tinaos reconocible en los aparejos, el sonsonete mafianero de las aguaeras, el penetrante aroma a aceituna de los sacos de acarreo y el de los haces de avena y de leña ... y el habla que asocio a una urdimbre de personajes inolvidables, -ese acaecer diario del habla del "no mu peor" o del "aonde" y del "vaya usté con dios", del que pregonaba una brazá de carrigliela o llenaba el botijo- han quedado prendados en mí como huella imborrable de un viejo mundo agrícola, ensombrecido por la pobreza pero también ensefioreado por una extrafia y excelsa dignidad. Todavía hoy esos ecos lejanos perviven en mi intimidad y me sumergen en ese inmediato y a la vez viejo pasado rural y secular, que trascendía y trasciende mi propia existencia.
Fue entonces cuando hice mía una manera de saber estar en la vida, que rezuma una profunda y milenaria cultura popular, "sin ringorrangos, donde no hay nada grande ni pequeño", que solo tiene el valor de su necesidad, una manera de estar que hace un arte de la necesidad cotidiana de vivir, el arte de vivir –en definitiva- que transpiran las cosas pequeñas y los gestos impremeditados, los trasuntos y actitudes triviales que solamente tienen el valor de que pasaron o pasan alguna vez. ¡Con qué agudeza lo percibió el poeta de Granada, Luis Rosales, al decir que "las cosas más humildes tienen el rango que les dimos utilizándolas"!. Cuando años más tarde, leí en Federico G. Larca, también de esa Granada tan próxima a nuestra Axarquía malagueña, que los anónimos hijos de nuestro país poseen una "sabia vejez del alma" de perfil milenario, me sentí perteneciente, con estremecedora identificación, a esa "cultura de sangre".
Muchas veces he pensado que el más prestigioso filósofo español de nuestro siglo, José Ortega y Gasset, debe su más intima filosofía vital a su crianza infantil y juvenil en Málaga y a esa misma luminosidad mediterránea que ha iluminado el sentido vitalista del diario nacer a la vida de María Zambrano y la mirada luminosa de nuestro paisaje humano. Muchas veces me he sorprendido situado imaginariamente en un Periana que es privilegiado mirador de esos surcos de luz que han atraído e imantado a rancias civilizaciones desde los tiempos inmemoriales de Tartesos y los fenicios-púnicos. Debió ser esta luz la que le permitió decir al filósofo: ''Mientras otros pueblos valen por los pisos altos de la vida, el andaluz es egregio en su piso bajo: lo que se hace y se dice en cada momento".
El piso bajo de la casa, la calle, han sido tradicionalmente en nuestro país espacios predilectos de esa sabiduría ancestral, que se le manifiesta de seguida al observador perspicaz en la fuerte densidad que tiene en nuestra vida el tejido de las relaciones familiares y sociales. En esta Fuente, de niño, aprendí que la puerta y el postigo entreabierto, una cortina o una celosía, una rejilla o incluso una ristra de macetas en el poyete de una terraza delantera, son puestos de observación discretos y permanentes del diario teatro que discurre en la calle y en la plaza. Todos los que nos consideramos pueblo somos un poco actores y un poco espectadores de este drama diario. En esta encrucijada de calles inicié mi vocación de actor en el oculto teatro de la vida y se destapó mi querencia a estar en el escenario de la historia argumental de mi pueblo. Y fue aquí, en la contemplación usual y aparentemente inadvertida de la Fuente, cuando comenzó mi largo y duradero enamoramiento de la arquitectura y el urbanismo popular.
Me enamoré, sobre todo, de esta alhaja de la arquitectura de la piedra y del agua, que es nuestra Fuente. 

De forma inconsciente me he ido sumergiendo, así, en ese fecundo pasado andalusi (que algunos acostumbran a llamar impropiamente árabe o moro), en que el lenguaje del agua, con su universo de efectos sonoros, música cristalina y juegos cambiantes de luz estaba presente en los patios domésticos o en el cinturón verde de huertos y jardines que envolvían sus aldeas.
Probablemente, Periana fue en sus orígenes una de esas alquerías, que se extendía desde el "lavaero'' de la Cruz hasta el final de la calle de las Monjas, siguiendo la linea de fuentes y huertos traseros, que todavía subsisten como rastro viviente de la impronta andalusí. Aunque urbanizada bastante después, después incluso de que Periana se constituyera en puebla con Ayuntamiento propio, la Fuente ha sido, sin duda, el centro articulador de la vida social del pueblo, conservando todos los ingredientes de la estética y el urbanismo andalusíes. El agua -elemento básico-, la piedra -elemento natural-, la bellísima simetría e inclinación de los balates, éstos convertidos a su vez en miradores de la vida social y lugar de tertulia a la recacha del invierno y la sombra del verano, el artístico disimulo mediante unas discretas escalerillas del imponente desnivel que separaba el antiguo juncal aquí existente de la cabecera de la mole rocosa que se extendía hasta el llano en que se asentaron inicialmente Iglesia, cementerio, Ayuntamiento y mercado, han quedado en mi memoria como señas emblemáticas de mi pueblo, que me decantaron, de por vida, a esa vieja historia y cultura, que vale no por su arquitectura monumental -la que se estudia en los libros de artesino por su arquitectura popular, pues el monumento en nuestro caso es el pueblo mismo.
Agradezco que me hayáis permitido evocar estos sentimientos íntimos anudados desde mi infancia. En particular, que pueda hacerlo con motivo de la Feria de S. Isidro, en el mismo marco que hace treinta y cinco años me dejara arrastrar, por vez última antes de hoy, por la emoción colectiva al paso del santo patrono. Eran tiempos en que muchos, quizás los más, podían cantar esta copla, que una vez sentí en la obra ''Andalucía amarga" del cuadro teatral ''La Cuadra'' de Sevilla:
"Llegamos en un tren oscuro
con olor a tortilla
volviendo la cara mil veces patrás". 
Pese a que no fue mi caso el de quienes hubieron de marchar con una maleta de cartón o madera ligada con unas cuerdas, he compartido el destino de cuantos no renunciamos a mirar patrás y nos acordamos del pueblo hasta en sueños. El pueblo sigue siendo, al igual que mi familia, el cordón umbilical que sigue nutriendo de vida y de sentido la botella medio vacía de la vida. Es un cordón umbilical, un lazo estrecho, que no se ha debilitado después de 35 años, pese a los años de alejamiento y de estudios, muy a pesar del descrédito y desprecio con que se habla del mundo rural y el espejismo de destellos con que se presenta lo urbano. Mi mundo sigue siendo el mundo del pueblo. 

La decisión de emigrar fue tan dolorosa y traumática como ha sido, en la mayoría de los casos, el acoplamiento -de quienes partimos- a una realidad que nos era desconocida y que no nos ha sido regalada ni prestada, por más que a veces nos desvivamos en aparentes muestras de agradecimiento a las tierras de acogida. En medio de estos avatares, la nostálgica lejanía del pueblo nos ha servido con frecuencia de refugio y también de contrapunto para sobrellevar nuestro encaje en esa nueva realidad, que, aunque la hemos ido haciendo y construyendo nosotros, en no pocos casos la vivimos como topos, como inquilinos en casa ajena y anónimos ausentes de la vida pública. 
Hablo de una realidad, que normalmente guardamos como una fotografía velada, sobre la que muchas veces hemos corrido una sigilosa cortina, pero que ha sido o todavía es en demasiadas ocasiones un sumidero de muchos años de nuestras vidas.
En los momentos de mayor penumbra, he añorado el pueblo y he sentido consuelo admirando la entereza de nuestros mayores, que se quedaron solos aguantando las paredes de sus viejas casas, en los andenes del tren del desarrollo. ¡De qué madera estarán hechos, pensaba, que viven su crepuscular soledad con tal dignidad, pensando, en su soledad, solamente en provecho de sus hijos!. He conocido casos en los que la obligada reorganización de nuestra personalidad -la que cuajó cuando niños- ha dejado un rastro de resentimiento con el pueblo, recordado como tierra quemada de trágica paz, olvidando o quizás ignorando que allí, donde había trabajo, también se ejercía de alcantarilla de los negocios inmobiliarios y de animales de carga del desarrollo industrial. 
Por eso, muchos, seguramente los más, con el paso del tiempo hemos ido aquilatando la vieja memoria del pueblo en el que teníamos y aún conservamos nombre propio, y se nos ha ido agigantando en nuestra intimidad la imagen de este pueblo, Periana, en el que, cuando se está recién llegado, en una primera impresión superficial, no siempre nos resulta fácil reconocernos, porque tampoco el pueblo es ya lo que era. Periana no es ya el Periana de mi infancia.

Lejos quedan, por fortuna, los años de miseria y del hambre. Pero, "ahora que empezamos a desterrar el hambre física -como decía un dramaturgo andaluz-, corremos el peligro de olvidar la necesidad del otro alimento, el de la cabeza". Me duele y lastima la sensación, que a veces me invade, de que también entre quienes quedaron los hay desarraigados en tierra propia. A fuerza de bombardearnos con el lenguaje de la modernización social, con el espejismo de ciertas imágenes que nos presentan los supuestos parabienes de lo urbano y europeo, quiere conseguirse la disgregación de una cierta forma de vida, en la que se ha fundamentado y se fundamenta aquel arte de vivir y aquella sabiduría popular característicos de la cultura andaluza. No quiero dejarme  desposeer de ese bagaje cultural milenario por quienes, simplemente porque disponen del poder de inventar imágenes y conceptos, se empeñan en presentar ser de pueblo, vivir del campo, como un anacrónico fardo de atraso. Quienes se muestran preocupados en que dirijamos los ojos a la ciudad, siempre una ciudad de pantalla más que real, parecen interesados en convertirnos en ridícula copia y esperpénticos plagios de un moderno estilo de vida urbano, omitiendo, tal vez por desmemoriados, que el conjunto de la sociedad rural andaluza ha sido la más urbana y urbanizada de todas las europeas, hasta el punto de que en Andalucía la más representativa arquitectura urbana (incluso la palaciega) se ha inspirado en la rural y de que ni hay una capitalidad central -pues hay más capitalidades que capitales de provincia- ni hay sociedad europea en que se dé un tal predominio de las ciudades medias a escala y medida humana.
Del devenir histórico y para el futuro de ese mundo rural urbano tan nuestro, la agricultura y la sociedad campesina han sido y son dos piezas maestras y dos claves, de cuya resolución depende en buena medida, la pervivencia de nuestra cultura popular.
Que no nos deslumbre el chorro de imágenes, con el que tratan de inundarnos, como para desconocer nuestro propio claroscuro, el verdadero trasluz de Andalucía. Y si nos referimos a nuestra Andalucía oriental, a la Axarquía malagueña, hemos de poner el acento en la hipoteca que pesa sobre la explotación agrícola familiar, que es arco de bóveda de nuestra vida comunitaria. Con las primicias arquitectónicas de los Pabellones y las engañosas cifras sobre kilómetros de asfalto y toneladas de hormigón, no se nos puede escaquear que en el 92 la renta de los agricultores españoles cayó un 9 por ciento en términos reales y que, de las de la CE, ha sido en nuestra agricultura donde más ha disminuido la mano de obra agrícola y más se ha avanzado en el abandono de tierrascultivables. No nos podrían preocupar en exceso esos datos si fueran atribuibles a una mala racha transitoria. El problema es que forman parte de lo que se pretende que sea una gran reconversión agrícola, que se nos quiere presentar como un hecho consumado sin posible vuelta atrás.
Me ha sacado siempre del pesimismo, sin embargo, una secreta confianza y esperanza en la capacidad de las gentes de mi pueblo para capotear las adversidades, de la misma manera que el pueblo andaluz ha poseído una recóndita y magnética capacidad de persuasión para conquistar a sus aparentes conquistadores y -como dijo el filósofo- para embriagar con su delicia el áspero ímpetu del invasor'', Las tierras cerealistas de pan llevar del corredor que nos une a Colmenar escaparon a la gran recesión económica provocada por la crisis de la viña de principios de siglo, especializándose en el afamado pan de Periana y ampliando el cultivo del olivar. Se ha esquivado relativamente el mazazo que recibió en los sesenta la agricultura familiar tradicional, incrementando la especialización olivarera y frutícola y manteniendo las explotaciones agrícolas como fuente de ingresos complementarios. Y confío en que igualmente conservemos nuestros propios recursos agrícolas, frente a la intimidación de la PAC, mediante la horticultura de verano y la proyección del olivo verdial como ''verdiales de oro''.
No me asusta hablar del futuro, cuando me encuentro en Periana, porque me siento seguro con las gentes de mi pueblo y cuando me adentro en su pasado. No hace mucho sentí de un egregio representante de la cultura popular andaluza que ''el pueblo andaluz busca su identidad engarzada con el pasado". Tenemos un magnífico y perenne símbolo del engarce del presente con el pasado: el olivo verdial. ''El olivo bético -dijo un pensador andaluz- es símbolo de paz como norma y principio de cultura". Y así lo universalizó nuestro universal Pablo Picasso. Preservémoslo. Tenemas también otros símbolos, como nuestro patrimonio arquitectónico popular. Un historiador inglés, amante de nuestro país, se lamentaba no hace mucho de cierto rechazo de nuestra historia que observaba en nuestro pueblo o en algún sector del pueblo. "No me refiero -decía- a algunas tradiciones populares, Las fiestas han experiementado incluso un auge.
Me refiero al alma y a la sensibilidad del pueblo. A cualquiera le hiere ver, por ejemplo, esas construcciones modernas tan horribles que se levantan en muchos pueblos que son y que aún podrían haber seguido siendo bellísimos ... Dentro de una generación, o quizás antes, los españoles tratarán de corregir esos males. De recuperar algo. Y será demasiado tarde". No dejemos enfriar nuestra sensibilidad. Preservemos el pueblo, preservemos la Fuente.
Y tenemos, por último, otro símbolo de nuestro engarce con el pasado: el patrono, San Isidro, cuya feria inauguramos ahora. Dice una estrofa de su himno, que a buen seguro conocéis mejor que yo:
''Para este pueblo de Periana
que por patrono te eligió
piden tus hijos, San Isidro,
tu poderosa protección''.
¿Cuáles son los poderes de un labrador? ¿Qué protección nos puede deparar un santo campesino? Tiene sentido que se la pidamos mientras pretendamos mantener nuestra historia rural y nuestra cultura campesina. Protejamos también nosotros a nuestro patrono, poniéndole junto al ramo de espigas, una ramita de olivo verdial y un puñado de aceitunas. No puedo ni quiero dejar de mirar a nuestro patrono recordando el canto de los poetas andaluces que nos enseñó Rafael Alberti: 
¿Qué cantan los poetas andaluces de ahora? ¿Qué miran los poetas andaluces de ahora? ¿Qué sienten los poetas andaluces de ahora?
Cantan con voz de hombre, porque son de los hombres, Miran con ojos de hombre, porque son de los hombres, Sienten con pecho de hombre, porque son de los hombres 
Cantan, cuando sienten pero cuando cantan, parece que están solos, Miran, pero miran parece que están solos, Sienten, pero cuando parecen que están solos.
No dejemos solo a nuestro símbolo patronal!



Rafael Núñez. Mayo, 1993.

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