jueves, 9 de febrero de 2012

"Balada triste por el difunto que pronto seré" por Francisco de Paz Tante, ganador del XIX Certamen Literario Nacional Villa de Periana.

BALADA TRISTE POR EL DIFUNTO QUE PRONTO SERÉ
FRANCISCO DE PAZ TANTE
 
Llegado este momento de mi vida, y ya cercana la hora en que se oirá la balada triste por el difunto que pronto seré, he decidido hurgar en mi memoria vieja y carcomida para escribirle esta carta, señora condesa.
Como ya sabe, a mí todos me conocen por Andrés Trigueño, al adosarme al nombre ese color rubio que, cuando lo tenía, siempre lucí en mi pelo. Aunque si alguien pregunta por Andrés el Cojo enseguida también le darán información de mí. Y es precisamente por la causa de ese mote por donde quiero empezar el cuento de mi vida.
Yo todavía era muy pequeño y no mantengo recuerdo de ello, pero, según me contaron después, aquella primera desgracia me vivo porque mi madre, a quien llamaban Antona, me había dejado en la cuna mientras ella se había ido a buscar algún mendrugo de pan que luego, bien ensopado, tenía que compartir conmigo. No fue mucho tiempo et que me dejó solo aquel día, pero lo suficiente para que la cerda que entonces teníamos en el corral rompiera la puerta y se metiera en la casa a buscar algo que echarse al hocico. Porque ya sabe usted que aquéllos eran años de hambre tanto para los humanos coma para los animales. Por eso, cuando me vio acostado, desnudo en el bochorno del verano, a aquella cerda hambrienta se le debió de llenar la boca con las mismas babas que si se hubiera encontrado con un saco de harina blanca. Y, claro, metió et hocico entre las barras de la cuna y empezó a hozar en uno de mis pies. Mi madre, que ya estaba de vuelta a casa con medio pan en la faltriquera, en el silencio de aquellas brasas de los mediodías de agosto pudo oír con nitidez los alaridos que yo daba mientras la cerda trajinaba con mi pie de lechal. De modo que cuando ella llegó y la pudo espantar ya se había almorzado todos los dedos y un trozo del empeine, que luego trataron de zurcirme en el hospital de la ciudad.
Y esa es la razón por la que, al arrancar a andar, empecé a hacerlo cojeando un poco, pues ese pie se me quedó mondo, y por eso ya nunca me pudo hacer bien et apoyo de la pierna.
Pero no se crea usted que eso me ocasionó alguna vez trauma o apocamiento, porque esos andares que yo siempre he tenido, inclinándome hacia un lado y apretando et culo, más que de desvalido, siempre creí que me daban un cierto aire de chulería del que nunca podrían alardear los que tenían los dos pies bien nivelados.
A mí me echaron al mundo en el treinta y seis, con la guerra recién encendida y cuando la gente ya andaba por estos pueblos matándose unos a otros como alimañas. Y entre los que murieron en aquellos días de tanta sangre estaba mi padre, que, según me contaron, lo acusaban de haber acompañado a quienes mataron al cura de Ventahermosa; de modo que, al acabar la guerra, enseguida fueron a buscarlo y lo subieron a rastras a un camión que luego fue descargando muertos por los pozos de las huertas y los barrancos del rio.
Por eso mi madre se tuvo que echar a la talle, durante aquellos años que vinieron después, cuando en las casas de los pobres no había más conversación ni pensamiento que el de la comida o et de su ausencia. Porque cuando el hambre acucia, no hay otra cosa en qué pensar. A lo mejor esto le cuesta entenderlo, porque ni usted ni nadie de su familia lo ha conocido nunca. Pero créame: mientras la tripa no esté saciada, que a nadie le pidan que piense en otra cosa de más interés o enjundia. Por eso, cuando arrojaron a mi padre a alguno de esos pozos o barrancos que se llenaron de muertos después de la guerra, mi madre se tuvo que dedicar a pedir, a las vecinas, o en otras casas donde había sobras y ganas de compartirlas; o a buscar peladuras de naranjas o de patatas; o, por la noche, a ver si podía conseguir algún puñado de algarrobas o un repollo en las huertas o en los graneros, con et riesgo de que la pillaran los guardas jurados que entonces vigilaban mucho por estos sitios, y allí mismo, a la luz de la luna, le midieran las costillas con una vara. Y como así ocurrió más de una vez, que lo único que traía a casa al amanecer eran las huellas de la saña y crueldad con que actuaban entonces los guardianes que vigilaban las propiedades de familias coma la suya, decidió buscar la comida en los corrales y en las cuadras de algunos señoritos del pueblo. Por eso, durante aquellos años, a mi madre la esperaban en las traseras de las casas solariegas o en las casetas de las huertas para darle algún pan o una bolsa de garbanzos, a cambio de lo que ya se puede imaginar usted.
Aunque su verdadero nombre era Juana, a mi madre le pusieron de apodo Antona, porque decían que se parecía al cerdo que, según mandaba la tradición, lo soltaban por el pueblo para que lo alimentaran entre todos antes de matarlo el día de San Antón. Y como mi madre andaba así, de casa en casa, igual que aquel cerdo nómada, también a ella le pusieron el nombre del santo: Antona.
En cuanto las fuerzas me lo permitieron, desde muy pequeño, yo empecé a trabajar, a ayudar a mi madre a nuestro mantenimiento y al de las gallinas, los conejos y alguna cabra; todos aquellos seres escuálidos del corral, y que, con el paso del tiempo y la mayor posibilidad de sobrantes alimenticios, fueron aumentando y sumándose a las solitarias cerdas que siempre tuvimos desde los peores años de la hambruna.
Por eso, desde muy pequeño, sé lo que es et trabajo duro del campo. Conozco bien la varea de los olivos en los inviernos helados, y la escarcha cubriendo las aceitunas que teníamos que coger con las manos ateridas e hinchadas de sabañones, llenando espuertas que luego llevábamos a los carros sobre nuestras espaldas, sintiendo en la fragilidad de los huesos infantiles el peso y el dolor de aquellas cargas. Conozco también desde los años de la infancia el sudor de infierno de los veranos atando las espigas que iban cortando con hoces relucientes los segadores curvados de sol a sol sobre los trigales, antes de que las mulas las acarrearan a las eras y allí se trillaran con el pedernal, entre aquel polvo abrasador que olía a paja y a sudor. Y desde que era un niño, señora condesa, aprendí también a trabajar en las huertas, doblando los riñones bajo un sombrero de paja para arrancar los tomates, los pimientos o las judías verdes, esforzándome para que no se notara demasiado mi debilidad y mi torpeza, y no quedarme excesivamente rezagado respecto a aquellos hombres cetrinos que, junto a mí, utilizaban las navajas sobre las verduras con rapidez y pericia de cirujanos.
Debido a aquellas circunstancias de mi niñez, que me obligaron a permanecer durante todo el día a la intemperie, uno de los recuerdos que con más nitidez se me quedó clavado en la memoria y en los huesos fue el del frío. El frío de las mañanas que se me incrustaba debajo de la piel como un soplo de escarcha. Mucho más intenso que el frío de las noches taladrando, hiriente y atroz, las ajadas mantas que cubrían la cama. Era et frío que germinaba en los sabañones que de continuo picaban y escocían en las manos y en las orejas durante todo el invierno. Y no era solo un frío atmosférico, ambiental, pues también llevaba adherido ese aliento, gélido y desolador, que siempre segrega la pobreza y el desamparo.
Cuando alcancé la edad de trece o catorce años, ya no hacía falta que los señoritos del pueblo anduvieran escondiéndose con mi madre en los corrales para que pudiéramos comer. Pero parecía que a ella ya le hubiera quedado esa querencia. Por eso acepté que uno de sus clientes más ricos del pueblo, (que estaba) muy interesado en iniciar negocios en la ciudad, le pusiera una casa en la capital de provincia, cerca de la estación, que después se convertiría en una importante casa de citas. Aunque en realidad ella solo estuvo allí una temporada; porque un día, de los pocos que ya iba a prepararme la comida, me dijo que no volvería más, que se marchaba a vivir muy lejos, con un hombre muy bueno que le había pedido que se casara con él. También me dijo aquel día que ya había hablado con don Aurelio, et administrador que entonces organizaba el trabajo en Valdetajo, que a veces iba a la ciudad para arreglar papeles y de paso hacer una visita a la casa de lenocinio en que ella trabajaba. "Le he pedido que me haga el favor de cogerte como pastor, que ya tienes cuerpo y fuerzas para ello; sin jornal ni nada, en principio, hasta que aprendas et oficio; aunque, eso sí, mantenido y con derecho a ocupar una de las viviendas que hay detrás del palacio", me explicó. Luego me dio un beso cuando salió de casa cargada con una maleta, et único beso que yo recuerdo de ella, y después me miró durante unos segundos porque yo no podía evitar que se me encharcaran los ojos, y entonces solo me dijo: "Te he dejado la despensa llena. No pases hambre, hijo". Eso fue lo único que me dijo mi madre cuando se fue ya para siempre: que no pasara hambre. Como si en esas palabras estuviera toda la sustancia de su vida, y de la mía.
Y así fue como empecé a trabajar de cabrero en la finca de su familia, cuando me abandonó definitivamente mi madre, de quien luego supe que se había instalado en Madrid, en una pensión de la calle Montera. Después ya perdí la pista y no supe más de su paradero. Ella nunca intentó verme ni ponerse en contacto conmigo, como si en ese acto, que yo siempre consideré más de generosidad y de amor materno sin límites que de olvido o de egoísmo, hubiera querido preservarme del sufrimiento de su vida, dejarme al margen de sus trasiegos y de sus penas.
En realidad entré a trabajar en Valdetajo gracias al favor de don Aurelio. Ya se imaginará usted a cambio de qué; aunque esas son cosas que no deberíamos tener en cuenta, porque, aunque don Aurelio siempre se vanagloriaba de ser un hombre de orden, de mucho respeto y educación, y sobre todo un buen cristiano y muy devoto de la Virgen de la Soledad, en aquellos años todavía era joven y en la finca no tenía a nadie con quien compartir su deseo y su intimidad.
Yo creo que, al final, a don Aurelio acabó gustándole aquella vida a la que ya se había acostumbrado, y por eso nunca puso interés en casarse. Un día, sentados los dos en un tronco de la olmeda, me dijo: "La felicidad tiene su fundamento en la austeridad, Andrés. Fíjate en mí, que para ser feliz solo he necesitado mis libros y mis misas. Y también, por qué negarlo, de vez en cuando, la compañía de una mujer, aunque sea de pago. Y no es solo porque acucie la necesidad del apareamiento al que nos empuja el instinto y ese humedal del vientre que a veces tira de nosotros como una fuerza gravedad, sino también porque un hombre, para saberse completo, tiene que entibiar su vida con las caricias de una hembra, con su piel y sus palabras. Con el calor de una mirada, solo encendida para él, para alumbrarle la vida y alimentar la ilusión, siempre fugaz, del amor."
Don Aurelio, además de enseñarme los fundamentos del pastoreo, me introdujo también en los misterios de las letras y de la literatura. Porque yo nunca fui a la escuela, aunque tenía mucho interés por aprender a leer y escribir. Pero mi madre decía que la escuela era para la gente ociosa. Y además, según ella, a mi no me hacía falta saber de letras. ¿O es que acaso me creía que el hijo de la Antona iba a poder tener estudios o carreras? "La del galgo, Andrés. Esa es la única carrera que tú vas a tener", insistía en explicarme.
Por eso fue el capataz de la finca quien satisfizo mis ganas de ilustrarme, y así pude dejar de estar en barbecho, como decía don Aurelio que era mi situación antes de empezar a cultivarme. Y, aunque no puedo presumir de grandes alardes literarios, sí, al menos, he llegado a ser capaz de hacerme entender por escrito con corrección y con un cierto gusto por juntar con tino las palabras, como espero demostrarle en esta carta.
Yo siempre he sido un poco huraño, y casi nunca he dado ocasión para que la gente pudiera llegar a mostrarme su aprecio. Además, como tampoco he tenido una mujer de la que se pudiera decir que fuera mía, me voy a morir sin haber probado lo que es vivir con una compañera. Aunque sí sé muy bien lo que es estar con una hembra. Y cuando aquella relación secreta se acabó, ya tenía demasiada edad y muchas muescas en el alma para empezar de nuevo con otra.
Aquella tarde en que iniciamos nuestra relación clandestina, no era la primera vez que me encontraba con ella. A aquella mujer que tanto me encendió la pasión y los sueños le gustaba mucho pasear sola por la finca, por la olmeda, entre los chopos, junto al río. Y a mí también me gustaba andar entre los árboles de la ribera, a veces con et ganado y otras solo, viendo los arroyos y regatos que bajan al río, oyendo sus sonidos de agua, el roce con la tierra y con la hierba.
Con et tiempo me había acostumbrado a encontrarme con ella, a verla y sentirla entre la humedad de la ribera, o a observarla, a veces a escondidas, mientras pisaba la hierba recién brotada en la primavera, o las hojas ocres y secas del otoño que crujían a su paso, con et peso de su cuerpo, en aquel paraje que, con su presencia, a mí se me tornaba mágico y excitante. Y es posible que a ella le pasara lo mismo, que se acostumbrara a verme, como un elemento más de aquella naturaleza en que estábamos inmersos, en aquel paisaje que con el paso del tiempo, de las miradas furtivas o directas, de las ensoñaciones y la fuerza del deseo, se fue convirtiendo en el escenario del cuento con el que los dos quisimos fantasear y después sentirlo, vivirlo.
Fue una tarde de verano cuando decidimos desatar al fin la pasión que nos quemaba. Yo me había adentrado entre los carrizos que bordean el río, a esas horas en que el día ya se oscurece y le empiezan a salir las primeras brasas por et cielo de poniente, y de pronto me la encontré allí, chapoteado en una de las playas del rio. Tenía la falda remangada hasta la cintura, y sus únicas prendas íntimas eran los relumbres que aquellas últimas luces del atardecer encendían en su piel.
Nunca olvidaré aquella imagen, ni la tibieza de la tarde, con el sol ya pudriéndose en el horizonte de un cielo rojizo y púrpura, mientras el aire estaba entreverado con los perfumes a frescura y umbría de la ribera, todavía salpicada por los pájaros que ya empezaban a guarecerse en las topas de los álamos y de los olmos. Un impulso ciego me empujó hacia ella, que, cuando me vio, se dejó caer la falda. Luego salió del agua y se acercó a mí.
Entonces me di cuenta de que también tenía mojada la camisa, y a través de la transparencia de aquella humedad pude ver sus pezones hinchados como uvas tintas.
“¿Qué haces por aquí?", me preguntó, acercándose y hablándome con la mirada clavada en mis ojos asustados. "Oyendo el agua", le dije yo. "Me gusta escuchar sus sonidos".
"A mí también me gusta oírla, y sentirla", me dijo ella entonces, dándose la vuelta y mirando de nuevo al río, y quizás a las brasas del horizonte, que en esos momentos ardían en el cielo con la misma intensidad que ardía y palpitaba en nosotros et deseo.
Porque me daba cuenta de que ella estaba tan excitada como una hembra más de las que anduvieran en celo a aquellas últimas horas de la tarde por la fronda de la ribera, buscando una cópula debajo de un olmo o junto a la umbría verdosa de los juncos, con las vulvas inflamadas para que los machos pudieran sentir sus efluvios entre los olores de la clorofila y el c ieno. Por eso, cuando se dio media vuelta y se quedó quieta, de espaldas a mí, yo entonces, tembloroso, le apoyé la mano en la cintura, y luego la abracé anegado de excitación y de miedo. Después, en aquella playa del río, durante varios minutos, solo se oyeron los sonidos que siempre acompañan al gusto del amor cumplido.
Cuando acabamos de amamos, sin palabras, solo con una sonrisa rebosante de ternura y la mirada aún encendida con los brillos que habían dejado los momentos recién vividos de pasión, se despidió y empezó a alejarse en dirección a la olmeda y al sendero que conducía al palacio. Yo me quedé allí, junto a los carrizos y el espejo de las aguas claras del rio que empezaban a temblar con la brisa tibia del atardecer, con una extraña sensación de vértigo, de satisfacción y miedo, a la vez, a lo desconocido, a lo que pudiera venir después, a los caprichos del azar y de la vida, que a veces nos llevan por senderos inimaginables a situaciones inverosímiles y mágicas, que, una vez adentrados en ellas, ya solo nos queda vivirlas.
Al día siguiente volvió a buscarme al mismo sitio y a la misma hora, y en la umbría del bosque se oyeron de nuevo sus largos y estremecidos suspiros. Y así empezó una historia en la que al final nos quedamos enredados durante varias años, encontrándonos en la ribera, junto a los olmos o bajo las encinas del monte. Cuando ella iba a la finca, en los fines de semana, las navidades, las semanas santas o en los veranos, nos buscábamos, arrastrados por aquella pasión que siempre mantuvimos encendida con la intensidad de los amantes clandestinos y ocasionales.
Tuve su cuerpo desnudo muchas veces entre mis brazos, pero creo que nunca llegué a conocerla de verdad. Había muchos lugares recónditos y secretos en su alma de mujer. Muchos sufrimientos también y renuncias, las muescas de la resignación a permanecer junto a un hombre al que ni quería ni deseaba; y también las luces de tantas historias que le alumbraban la imaginación. Aunque creo que si supe lo que era yo para ella, lo que suponía mi existencia en su vida, mi presencia en su mente y en su memoria, tan necesaria para sentirse viva, para poder seguir alimentando los sueños. Quizás también para sofocar la desazón de su vida infeliz, o incluso para satisfacer la necesidad de sentirse deseada y amada, de disfrutar con otra piel palpitando en su pecho, sintiendo su abrazo.
Ella ha sido el amor y la pasión de mi vida. Además me enloquecía el recuerdo de su cuerpo, y el del olor de su sexo, impregnando tantas veces mi memoria y mis manos adiestradas en et placer de las caricias profundas. Y he estado muchos años enfebrecido de deseo cuando la recordaba desnuda entre las hierbas de la ribera en la primavera, o haciendo crujir las hojas secas de la alameda en los otoños, y bramaba de gusto en mi soledad y onanismo rememorando nuestros encuentros bajo la bóveda de la olmeda, a la intemperie, en un apareamiento más de los que conforman la esencia misma de la naturaleza y de la vida.
Fue al final de un día de primavera cuando se acabó nuestra relación. Lo recuerdo bien porque las encinas estaban en flor. Aquella tarde de sábado mi amante secreta se había arriesgado a salir para buscarme, aun sabiendo que a esas horas todavía quedaban varios cazadores por la finca.
Estábamos los dos juntos apoyados en el tronco de una encina. De pronto vi, muy cerca de nosotros, un bulto entre las jaras que se movía con sigilo de alimaña mientras nos observaba.
Luego desapareció. Ella, al sentir que me quedaba quieto, paralizado, se dio cuenta de que algo pasaba, y, aunque no lo hablamos, los dos sabíamos que nos habían visto abrazados. Nunca creí que el bulto que nos espió entre las jaras fuera su marido, alejándose de allí después de vernos juntos. Mas bien, pensé que se trataría de alguno de los cazadores amigos suyos que aquella tarde recorrían la finca, y que después, con más o menos detalle, hablaría con otros de lo que había visto, o con él mismo, con su marido, por una lealtad o amistad que le obligaría a advertirle de la infidelidad de su mujer.
Esa misma noche entraron cuatro hombres en mi casa armados con garrotes de pastor y varas gordas y duras. El dolor que me provocó su lluvia de palos solo lo noté durante algunos segundos, porque después me quedé inconsciente, aunque ellos, por las lesiones que meprodujeron, posiblemente estuvieron ensañándose conmigo durante mucho más tiempo.
Ya llevaba varios días de convalecencia en hospital, adonde me llevaron tirado en el remolque de un tractor como un despojo, cuando recibí la visita de don Aurelio. Iba con el encargo de decirme que me habían despedido, que él ya había dado aviso para que me llevaran todas mis pertenencias al pueblo. También puso mucho interés en advertirme de las intenciones del marido de mi amante como me viera otra vez por Valdetajo.
Cuando salí del hospital, y hasta que me repusiera un poco mas, decidí permanecer una temporada sin trabajar, yendo sólo a la taberna del pueblo, a jugar a las cartas, y como yo a los naipes casi siempre he ganado, aquéllos fueron unos días en los que engrosé un poco más el capital que había ahorrado durante tantos años de trabajo en Valdetajo. A mí las cartas siempre se me han dado bien porque desde joven me di cuenta de que su misterio está en la mirada, en los ojos. Aunque en realidad yo creo que no solo es el misterio de las cartas el que está en los ojos, sino el de la vida entera. El miedo o la alegría siempre rezuman por la vista, y, si sabes observar bien, enseguida te das cuenta, por los brillos de sus miradas, si los demás jugadores llevan triunfos o van de falso. Quizás fuera de las cabras, con quien he compartido tanto tiempo, de quienes aprendí a mirar sin expresión alguna. Por ello mis compañeros de juego nunca han sabido si llevo póquer o una simple pareja, mientras que yo, con solo verles los ojos, siempre he acertado si van de verdad o de farol.
Cuando me recuperé del todo, decidí gastarme los ahorros que tenía en un rebaño de cabras, pues de algo tenía que vivir, y el oficio de cabrero era el único que yo conocía, y además siempre me ha gustado. Primero fue una docena, luego dos, y al final he acabado con más de treinta. Suficientes para mí, siempre solo.
Y con aquella mujer que me encendió la pasión durante tanto tiempo nunca más volví a encontrarme. Tampoco ella puso interés por volverme a ver. De su vida, solo supe lo que me contó don Aurelio un día que subió al pueblo para hacer unas gestiones y a preguntarme cómo estaba: "A los pocos meses de que os pillaran debajo de aquella encina florida, tuvo una hija. Y siendo los padres tan morenos, la niña les ha salido con et pelo trigueño. ¡Qué cosas tiene la vida! ¿,Verdad, Andrés?", me dijo aquel sabio administrador de Valdetajo.
No creo que a las alturas de este relato tenga ya dudas de quién era aquella mujer; pero, por si acaso, ha llegado el momento de decirle que era su señora madre, la condesa de Valdetajo; y aquella niña trigueña era usted.
Y ahora que ella ya está muerta, y yo, por estos dolores que tengo detrás de las costillas, intuyo que muy pronto me van a llevar a criar malvas, ha llegado et momento de que conozca el cuento de mi vida. Porque es bueno que una hija sepa quién fue su padre. Ya ve, Andrés Trigueño, el hijo de la Antona, al final emparentado con la nobleza. Como diría don Aurelio: ¡Qué cosas tiene la vida!
Y una vez acabada esta carta, ya solo me queda esperar a que se oiga la balada triste por el difunto que pronto seré, ese concierto póstumo que interpretarán mis cabras, los únicos seres que, cuando lo barrunten, lamentarán mi muerte con sus balidos largos y estremecidos.

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