miércoles, 2 de enero de 2013

Entrega de premios del XXI Certamen Literario Nacional "Villa de Periana".


El pasado viernes día 28 de diciembre a partir de las 12:00 horas se celebró en el Centro Cultural de Periana la entrega de premios del XXI Certamen Literario Nacional "Villa de Periana".
En esta ocasión el ganador de esta edición fue Pedro Álvarez-Quiñones Sanz natural de Valladolid, entregó el premio, diploma y 1500 €, Adolfo Moreno, alcalde de Periana.




El escritor Pedro Álvarez Quiñones Sanz (Valladolid, 1968) Doctor en Historia del Arte ha resultado ganador del XXI Certamen Literario "Villa de Periana", con su relato "La momia insepulta del coronel"
 

En esta imagen vemos al ganador de esta edición dedicando unas palabras a todos los presentes.

LA MOMIA INSEPULTA DEL CORONEL

    Cuando estábamos a punto de despedirnos en el zaguán, viendo que mi anfitrión no parecía dispuesto a mencionar siquiera la existencia de una momia que, según tenía entendido, se conservaba en algún rincón de aquella casa alegre y llena de niños, me atreví a hablar sin tapujos:
    —La verdad, amigo mío, es que me habría gustado ver... la momia del coronel M*. Espero que no me crea presa de una curiosidad extraviada —me apresuré a decir—; no en vano soy estudiante de sexto curso de medicina y cirugía, con vocación conocida y antigua por el quehacer forense.
    —Por esas dos razones, que juzgo suficientes, accederé a su demanda, aunque no gustoso, si he de serle sincero; la última vez que la vi tenía un aspecto terrorífico, de ahí que decidiera esconderla. Hace tiempo que el cuerpo del coronel se encuentra en la bodega, sentado tras una cuba de vino del Rin. Para verlo, tendremos que trabajar un poco y, sobre todo, asegurarnos de que mis nietos no nos sorprendan; entenderá que es mejor que un niño ignore que convive con la momia de uno de sus antepasados.
    —Claro, claro —dije.
    —Le explicaré: el mismo día en que debía verificarse la inhumación de los restos del abuelo, en 1913, se desprendió de manera accidental la bomba de un Fokker alemán que sobrevolaba la casa, yendo a caer, precisamente, sobre el fastuoso mausoleo de granito que se había hecho construir en el jardín, destrozándolo por completo y haciendo añicos el ataúd abierto que, sobre un catafalco, le aguardaba en su interior. En una esquina, cerca de un roble antiguo, habrá adivinado esta mañana, durante su paseo junto al estanque, algunos restos pétreos cubiertos de zarzas, y que son todo lo que quedó en pie del sólido panteón —dijo, cogiéndome del brazo, mientras me mostraba el acceso, a través de una húmeda y empinada escalera, a la bodega.
    —Tengo entendido que su abuelo fue embalsamado por una eminencia de la Universidad de Palermo cuyo nombre, lamentablemente, no recuerdo ahora —dije, mientras descendía un par de peldaños, precediendo en la bajada al propietario de la momia.
    —Una eminencia, en efecto: el doctor Solafia, quien preservó los restos de la niña Rosalía Lombardo, muerta en 1920, con tal eficacia y maestría taxidérmica, que jamás ha sido superado por nadie, ni siquiera hoy. La momia de Lenin, menos antigua, palidece aún más al lado de esa, que puede admirarse en las catacumbas de los capuchinos de Palermo. Por cierto, ¿sabía que Solafia se llevó el secreto de su preservación post mortem a la tumba?
   
Bajamos hasta el único rellano de la escalera. Imaginaba al coronel, héroe de guerra, vestido de gran gala, archicondecorado, con sus legendarios dos metros de estatura, hiperbólico el bigote, ciñendo a la siniestra sable de caballería de dimensiones formidables; el cuero de su calva, curtida por las fórmulas magistrales del científico palermitano, cruzado, según había visto en óleos, revistas de época y libros de historia colonial, por un tajo de gumia y otro de espada de duelo. Excitado ante la idea de lo que iba a ver, continué indagando:
    —¿Y decía usted que el coronel está sentado tras una cuba? ¿Cómo es eso? ¿No sería más apropiada una actitud yacente?
    —Sin duda, pero la falta de espacio lo hace imposible. De todas maneras, más que sentado, está acurrucado, en posición fetal; su actitud recuerda a la de una momia peruana, abrazándose las rodillas y con el cuerpo asegurado mediante firmes ligaduras que le dan varias vueltas.
    —¿Y cómo así? —inquirí, bastante extrañado.
    —Supongo que alguien, en esta casa llena de niños, se vio alguna vez en la necesidad de librarse de su incómoda presencia, así que le quebró piernas y brazos, le comprimió lo mejor que pudo, le introdujo en un saco y le subió a un altillo. Un día, hace cuatro o cinco años, buscando unas palanganas, me lo encontré allí, entre mantas viejas y bolsas de agua caliente, perdiendo serrín por el bajo de los pantalones y con marañas de estopa y crin de caballo surgiendo del cuello de su guerrera. Compadecido de la pobre momia, la bajé a la bodega y procedí a su ocultación tras un tonel. Mil veces me he propuesto restaurarla, para darle luego cristiana sepultura en un pequeño mausoleo, réplica exacta a escala 1/8 del original, y que algún día edificaré yo mismo sobre los restos del anterior. Sin embargo, entre mis largas siestas, las partidas de bolos en el jardín y el cuidado de hortensias y buganvillas, nunca encuentro el momento de ponerme manos a la obra.
    —Disculpe mi atrevimiento, amigo mío, ¿y por qué no enterrar al coronel ya y en otro lugar? Lo digo para que descanse en paz, más que nada.
    —Esperaba la pregunta. Según consta en la copia del testamento que obra en mi poder, el abuelo debía ser inhumado en su tumba del jardín y no en cualquier sitio, habiendo sido tajante en este punto y generosísimo con el albacea, el notario y los tres capellanes que oficiaron los funerales. Así pues, nadie se atrevió a contravenir su última voluntad y, en espera de la reconstrucción del sepulcro, se le mantuvo de cuerpo presente durante algún tiempo en el comedor, donde había tenido lugar el velatorio, tendido sobre un antiguo cañón de bronce que había tomado a los moros cerca de Taxdirt, con un cojín de terciopelo bermellón bajo la cabeza y cubierto con la bandera de su regimiento. A mí, el menor de nueve hermanos, niño de corta edad, nunca se me permitió entrar en la estancia mientras estuvo la momia; el caso es que, sin ocultárseme que se encontraba allí, tampoco oía hablar a mis padres del asunto. A menudo los veía introducirse sigilosamente en el comedor, donde velaba mi abuela desde hacía semanas, tumbada sobre una chaise-longue y alimentándose únicamente de mermelada de ciruelas y pan de higo, mientras en el jardín se proyectaba la reedificación de la gran pirámide.
    Aunque España permaneciera neutral al estallar la Gran Guerra —continuó—, mi padre decidió posponer la erección del nuevo mausoleo, habida cuenta de la gran cantidad de bombarderos alemanes que sobrevolaba a diario nuestra casa, y cuyos pilotos podrían pensar que lo que se construía aquí abajo era un búnker o un nido de ametralladoras; no hay que olvidar que la catedral mortuoria debía tener muros de un metro de espesor y diez de altura, con cuatro frontones clásicos tallados con relieves alusivos a las gestas castrenses del abuelo y erigidos sobre ocho gruesas columnas dóricas. Así pues, algunos meses más tarde, la momia fue retirada del comedor y conducida hasta la despensa en medio de una procesión muy lúgubre y pagana, encabezada por mi abuela, vestida con peineta y mantilla y meneando un incensario. Y allí la dejaron durante casi un año. Mas como a los criados les causaba gran pavor aquella presencia posthumana, tendida sobre los sacos de trigo y ataviada con uniforme de gran gala de coronel de húsares de Pavía, se la volvió a cambiar de sitio, para acomodarla en el desván, del que hubo que sacarla al poco, pues los niños de esta casa, entre los que yo me contaba a la sazón, la terminamos descubriendo, todavía yacente, sobre una mesa de billar, tapada con unos mantones de Manila y unos macferlanes apolillados, debajo de una gotera. Después fue trasladada, sucesivamente, a la caseta de los jardineros, al interior de un baúl,  a la caja de un reloj de pared rococó —primera vez en que asumió la posición vertical—, a un doble techo y al tiro de la chimenea; también la recuerdo, en los últimos tiempos, debajo de varias camas. Por último, fue a dar con sus huesos al altillo, para lo cual alguien le quebró piernas y brazos, según le decía antes, a fin de que cupiese. Imagínese cómo se encontraría, después de años de humedades, traslados, compresiones y toda suerte de indelicadezas. Cada vez que me topaba con la momia, que siempre parecía estorbarle a alguien, la veía más deteriorada: perdió su bisoñé, los ojos de cristal de Bohemia, su dentición de oro, el morrión de marta negra con plumero de cisne, los entorchados y todas sus condecoraciones; el fino paño holandés azul celeste de su uniforme de húsar fue hecho jirones por sucesivas oleadas de sirvientes necesitados de trapos en sus faenas domésticas; la banda de raso escarlata que cruzaba su pecho se la llevó a Ibiza uno de mis sobrinos, a una fiesta, creo, de miss camiseta mojada, de la que fue jurado y organizador…; durante varias generaciones, hordas infantiles cuyo divertimento consistía en buscar la momia por toda la casa, la maltrataron sin cuento, chamuscando su bigote, pinchándola con alfileres y haciendo todas esas cosas que suelen hacer los niños. Por eso, y debido al aspecto horrendo y lamentable que ofrecía cuando la encontré en el altillo, decidí esconderla tras un barril de la bodega, en la certeza de que ningún niño volverá a dar con ella. En fin, ayúdeme a desatrancar la puerta y la veremos.

    Entramos en un ámbito angosto, largo y sombrío, iluminado con bombilla de veinticinco vatios y repleto de barricas supurantes y toneles despanzurrados.
    —¿Está tras esa cuba a la que mira con insistencia? —pregunté.
    —Eso espero. Ayúdeme a moverla.

    Para mi disgusto y decepción, tras el barril solo apareció una pierna izquierda, raquítica, parcialmente roída y enfundada en jirones de paño azul celeste; conservaba, felizmente, su pie, con negro calcetín agujereado de hilo y retorcido borceguí de ante con guardapolvo, botonadura de azabache y espuela de gavilán con fijador de plata sobredorada.
    —¡Alguien la ha vuelto a cambiar al abuelo de sitio! —rugió mi anfitrión.
    —¡Vaya por Dios! —me quejé, mientras escudriñaba, con tanto interés como recelo, aquel cuarto reseco, caído en el suelo, que espoleara mil veces, en las lejanas campañas de África, el lomo de rocines vertiginosos, en las últimas cargas de caballería habidas en la historia militar.
    —Estoy avergonzado...; no sé que decir... —se lamentaba mi amigo.
    —No sufra, hombre; al menos hemos encontrado una pierna...; algo es algo, ¿no? —dije con sorna—. Y pensar que su dueño se cubrió de gloria en la guerra de Melilla de 1893... —musité, al tiempo que recogía del suelo, contrito, el fúnebre despojo.
    —A fe mía. Y allí recibió su tercera herida de bala, en la tibia izquierda. Con el hueso roto por una esquirla del proyectil, consiguió recuperar él solo, a caballo, tras haber recibido un tajo de gumia en la frente, un cañón en poder de los rifeños. Por esta acción le concedieron su primera Cruz de María Cristina. Déjeme la pierna —y, quitándomela de entre las manos, se apresuró a bajarle un poco el calcetín, abriéndose paso con los dedos entre la mojama secular—. ¡Aquí está! Siempre oí decir que no le pudieron extraer el fragmento... Quédeselo, de recuerdo —y me tendió un trozo de plomo informe y aristado del tamaño de un garbanzo—. En fin, ayúdeme a poner el barril en su sitio —dijo, después de tirar la pierna en un rincón.
    —¿Para qué? ¿Para ocultar esta miseria? —pregunté, indignado.
* * * * * * *
    —Lamento que, finalmente, no haya podido satisfacer su curiosidad —se excusaba mi amigo, delante de las ruinas de la tumba inconclusa del jardín—. ¿Dónde estará el resto de la momia…? ¿Dónde?
    —Ustedes sabrán lo que hacen con sus muertos —respondí, airado—. ¡Me voy!
    —No se enfade, querido; ahora mismo convocaré a mis primos y primas, que están jugando a la brisca en el salón, y hasta a los niños, si es preciso, para localizar los restos del abuelo y así dar solución definitiva a este enojoso asunto; con un poco de suerte, los podrá ver esta misma tarde.
    —¡Lo que tienen que hacer es enterrarlos de una vez! En esta casa se comete a diario, y desde hace decenios, un delito continuado contra la salud pública y otro de profanación de cadáveres; ¡a saber si la otra pierna no estará dentro del en el puchero de la cena! Mi obligación, como estudiante de sexto curso de medicina y cirugía, es dar parte a la autoridad; al menos, a la sanitaria.

    Me alejaba, con las manos en los bolsillos, por el camino soleado y triste que, atravesando el jardín, conducía a la calle. De repente, escuché un gran barullo y algunos gritos. Me di la vuelta y descubrí a mi amigo, gesticulando violentamente al pie de un refugio infantil de madera, construido en lo alto de un árbol, del que bajaba media docena de niños inquietos y saltarines. “¡Sí, ahora mismo! Al precio que ustedes quieran ponerle...”, le oí decir, desde su teléfono móvil, mientras, evidenciando un gran enfado, le tiraba de la oreja a uno de los pequeños...
    Subía a un taxi, cuando estuve a punto de ser arrollado por el camión frigorífico de una conocida marca de hamburguesas que, a gran velocidad, entraba en el jardín de la casa.

Información enviada por José Fernández, al cual quiero agradecer su colaboración y contribución a esta página.


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