IX Certamen Literario Nacional Villa de Periana
En esta edición, el Premio ha sido otorgado a la obra titulada "París, postal del cielo", original del escritor bilbaíno Pablo Martínez Zarracina. El Premio está dotado con 300.000 pesetas.
El jurado estuvo formado por Antonio Clavero Muñoz, periodista; Javier Hidalgo León, empresario; José Antonio Mesa Toré, coordinador de actividades del Centro Cultural Generación del 27, diputación Provincial de Málaga; Rosa Palma Benítez, concejala de Cultura del Ayuntamiento de Periana; y Francisco Díaz, escritor.
PABLO MARTINEZ ZARRACINA
Nace en Bilbao, junto a la Plaza de toros de Vista Alegre, en noviembre de 1974.
Estudia en los Escolapios en la Alameda de Recalde, toma su primera comunión en la Basílica de Nuestra Señora de Begoña, deserta de los boy-scouts, crece, erupta, sufre, duerme y hace el idiota por ahí.
Principia estudios de Sociología en la Universidad del País Vasco, aunque hará todo lo posible para no terminar jamás dicha carrera. Bebe whisky en inhóspitos cubiles de la calle de La Esperanza, va a los toros, lee a Gracián y le suelta una patada a un perro que pasaba por ahí.
Persevera en su asma al estilo de Marcel Proust, descubre al bueno de Emilio Miguel Cioran y sufre severos ataques de misantropía. Se declara, por este orden, partidario de Antonio Bienvenida y de Roberto Polaco Goyeneche, de José Miguel Arroyo, Joselito, y de don Ramón María del Valle-Inclán.
Escribe por estar entretenido y por no terminar en la cárcel que es, para algunos, su querencia natural.
Ha perdido algunos concursos (fue finalista del Juan Martín Sauras) y ha ganado algunos otros, entre ellos el VII Concurso de Relato Erótico de la Universidad del País Vasco, el Premio Literario Café bretón de Logroño, y el Premio Argaya de ensayo, que concede, con rigurosísimo criterio la Diputación de Valladolid.
También consiguió el Premio Opera Prima 2000 de Crítica Literaria.
En la actualidad, AMG Editor ultima la publicación de su libro "La fascinación de los extremos (Tránsitos 1998-2000).
martes, 14 de enero de 2025
PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA GANA EL IX CONCURSO LITERARIO NACIONAL "VILLA DE PERIANA" CON SU RELATO TITULADO "PARÍS, POSTAL DEL CIELO"
El área de Cultura y Educación de la Diputación Provincial de Málaga y el Ayuntamiento de Periana han hecho entrega del premio correspondiente al IX Certamen Literario Nacional Villa de Periana. Fallo del Premio: 11 de diciembre de 2000.
PARÍS, POSTAL DEL CIELO por Pablo Martínez Zarracina.
Cerraron la facultad a la que ya ni siquiera acudía, eran tiempos en los que cambiaría la Historia, días turbulentos que yo gasté paseando mi envoltura hambrienta y arruinada de estudiante extranjero por las calles de aquel París desmesurado y municipal que amaba y detestaba, como a casi todo, al mismo tiempo. Había que escapar tanto del proselitismo ramplón de las manifestaciones que enfollonaban el centro de la ciudad como del insoportable tópico versallesco del París de las postales. Plaza de la República abajo, caminaba sin prisa, un día tras otro, hacia el cementerio Père Lachaise, aquel fosal inasediable de muros grises en el que, entre un bosque blanco de estatuas funerarias, Balzac o Molière se pudrían junto a cualquier vulgar merchán decimonónico. Fueron tardes enteras paseando entre los muertos, mientras afuera, en las calles, los vivos preparaban sus revoluciones viciadas de entusiasmo, hipnotizados por el rebuzno aquel de que bajo los adoquines comenzaba la playa.
-¡Seamos realistas, pidamos lo imposible!
Como un presagio extraño, las sombras sordas de los aviones que se deslizaban hacia algún aeropuerto cercano cruzaban, pájaros fúnebres, el cielo inverso y ceniciento de las sepulturas. Yo no sabía si bajo los adoquines estaba la playa, pero estaba seguro de que bajo la tierra húmeda y carnal del Père Lachaise ardía una charcutería caótica de hombres agusanándose. Y por eso, para calmar absurdamente la inquietud que tal certeza me causaba, robaba las flores que cualquier bondadosa nietecilla acababa de poner sobre la tumba del abuelo Theophile y, tras musitar una improvisada oración pagana, las colocaba en el discreto panteón de Oscar Wilde o en la tumba olvidada del siempre excesivo Modigliani.
¡La imaginación al poder!
¡La imaginación al poder!
Bullía aquel París que me tocó. La ciudad era un tráfago de gente apresurada y murmurante.
Los universitarios hacían conseja en las esquinas con los bolsillos de las pellizas hinchados de panfletos, libros de Sartre y piedras de hachís. Las plomizas furgonetas de la policía irrumpían de pronto en escena, frenando en un chillido oxidado, vomitando su entraña multitudinaria y malcarada de porras, perros y gendarmes.
Era como si la ciudad entera, todos menos yo, participase en un juego de chiquillos traviesos, apasionante de carreras, héroes, heridos y malvados. Me lo decían los compañeros de la facultad, me lo decía el inevitable Jean Pierre:
¿Vendrás hoy a la asamblea, verdad? Ya verás, ya verás vamos a poner en su sitio a De Gaulle y a sus fascistas.
Demasiado cansado, demasiado escéptico, demasiado viejo para asambleísta, nunca lo supe. El caso es que asentía vagamente, sí, sí, claro, les vamos a dar duro a estos jodidos fascistas…, y me escapaba dando un paseo por el Canal de San Martín hasta el parque de San Martín hasta el parque de Buttes-Chamont, mi parque favorito de todo París. Se trataba de un parterre decadente y misterioso que, escondido al este de la ciudad, respiraba redimido de esa pandemia chillona y fotográfica que son en París los turistas. Allí podía charlar un rato con los fantasmas de los suicidas románticos que pululaban por los jardines y, después, pasarme las horas leyendo frente al lago ajadas ediciones de Céline y de Baudelaire que robaba en los tenderetes del viejo Montmartre.
¡Lo acabamos de decidir en la asamblea! ¡Mañana por la mañana vamos a ocupar los Campos Elíseos! ¡No puedes faltar!
Cómo voy a faltar. Hay que darles duro a esos jodidos fascistas…
Y luego no iba, claro, y mucho menos si la francachela contestataria tenía horario de mañana. A las mañanas el bueno de Jean Pierre, tu novio, bueno tu novio no, tu compañero, tu camarada, tu complemento eróticosentimental, tu apéndice sexorevolucionario, o lo que coño fuese, se iba pronto a la asamblea o a la manifestación o a lo que tocase, y yo me acercaba al Barrio Latino, a vuestro ático alquilado de la rue de Seine número 21, cerca de donde dicen que vivió George Sand.
Por temor al escándalo y a la electrocución nunca pulsaba aquel timbre ruinoso de cables tiesos y achicharrados. A modo de contraseña martilleaba sobre la puerta la Marcha de los toreadores de Bizer.
¡Ah, ejes tú, mi togeador! – Decías algo parecido al español. Imposible olvidad aquel pestazo a sándalo, pachuli y marihuana, aquellas fotos de los Beatles con el gurú Maharishi, aquella guitarra acústica colgada en la pared, el murmullo coñazo de los discos de Dylan, el onanismo drogado y eléctrico de la Jimi Hendrix Experience, las cortinas de seda rosa, el inmenso cartelón con la jeta del Ché, al que, por cierto, acaban de tirotear en Bolivia. No faltaba de nada: aquella buhardilla vuestra era el santasantórum de la revolución, la modernidad, la contracultura y el poder de las flores.
-¿Tú sabías que aquí al lado vivió George Sand?
Era alta, triste, amplia, bella deslavazado. Tenías los dientes grandes, el pelo liso, el cuerpo múltiple y tibio, generoso y acogedor.
¿George Sand? ¿Y quién es ese señor?
Estudiabas Psilocogía o Sociología o Pedagogía o alguna otra estupidez por el estilo. Últimamente apenas acudías a tus clases. Jean Pierre, en cambio, se largaba pronto; era un hombre ocupado el muy imbécil. Te quedabas en la cama, fumando largas genealogías de aquellos cigarrillos de has que tan torpemente confeccionabas, bebiendo litros de mate amargo que hervía en la bombilla tallada que un día alguien te trajo de Argentina.
Me abrías la puerta despeinada, medio dormida, medio desnuda. Apenas llevabas una breve camiseta roja que tenía impresa en negro la fea cara de Mao – Tse – Tung.
- Era una señora. Se llamaba Aurore Dupin. Escribía libros.
- Como tú.
- También era un poco golfa.
- Como yo.
Y te reías con tu boca grande, con tus dientes grandes, con tus labios grandes, gruesos, que a mí, al besarlos, me sabían un poco a pecado, otro poco a tierra y otro poco a pan con chocolate.
Siempre colgabas mi chaqueta de estudiante pobre en el perchero de cáñamo en el que dormitaban los horribles abrigos afganos de Jean Pierre.
- Decís que sois feministas, que sois socialistas, y ni siquiera habéis leído a George Sand. Bueno, como la vais a leer si ni siquiera sabéis quién es.
- Ya sabes, ahora lo que se lleva es Kerouac.
- Kerouac es una mierda.
- Pues a Jean Pierre le gusta mucho. Ahora está leyendo uno que se titula Los Túneles o algo así.
- Los subterráneos, amor los subterráneos.
O quizá me acercabas el cigarrillo de hachís que acababas de liar y mientras lo encendía, imaginaba a Jean Pierre, Boulebard Sant Michel arriba, embutido en uno de sus horribles tabardos afganos, enarbolando sus ínfulas guerrilleras, sus convicciones revolucionarias y su cornamenta florida de arce canadiense macho.
- A tu Jean Pierre, que en estos momentos se dispone a cambiar el mundo a base de encajar muchos porrazos, le estamos poniendo tú y yo una encornadura floreciente y churrigeresca.
- ¿Qué es churrigeresca?
- El churriguerismo, amor, es el rococó francés pero a la española; o sea, a lo bestia.
- Por eso engaño a Jean Pierre contigo, porque tú eres como él, pero a la española; o sea, a lo bestia.
Y entonces me besabas honda y largamente, besabas como si fueras a comerme, besabas besos de mar, adentelladas besabas, que algo así dijo el poeta, el caso es que tumbados en la cama confusa de rasos y fulares me besabas, con lenta voracidad, con loca parsimonia, con todo tu cuerpo me besabas y era aquello un incendio de manos, un combate de lenguas, un violento revuelo de ropas que sobraban. Y Jean Pierre, pensaba yo en la tregua gustosa del dejarse hacer, dándose guantazos con los gendarmes, alzando sus pancartas chillonas de flores y palomas, berreando hasta la afonía sus cancioncillas bobas y bienintencionadas. Algo así pensaba yo mientras clavaba mis ojos mucho más allá del techo desconchado, mientras sentía la calidez vegetal de tu boca dulce, mientras me abandonaba a la gustosa carnalidad de nuestro crimen.
Eras alta, triste, amplia, bella, deslavazada, era París, rue de Seine, número 21, eras tú y tus dientes grandes, tu pelo liso, tu cuerpo múltiple y tibio, generoso, acogedor. La buhardilla era ya una guerra de roces y saliva, una violenta obcecación eramos nosotros. La rebeldía movediza de tus senos, como puños de agua o miel, la artesanía tersa y cadenciosa de tu vientre, el alabe exacto y maternal de tus caderas, el limpio tafetán de tu espalda interminable, la onda y caliente musgosidad que allé en tu herida. Te ofrecías palpitante entre resuellos, y el canalla que albergo volvía a pensar un instante en tu novio Jean Pierre, que luchaba por redimir al mundo mientras tú gemías derramándote, palpitando como un animal arrebatado. Lenta liturgia del amor o de lo que fuese, la solemnidad gozosa de entreabrir un cuerpo de mujer, el ritmo antiguo y desatado de dos cuerpos que se confunden en un solo e impúdico animal. Naufragar salvajemente, perdidamente, en otro. Sumergirse en el océano cruel y hermoso que tú encarnabas, beber el sabor de tu desgarro, morder la huidiza luz que más me hería. Hasta que cerrabas los ojos y tensabas los labios gruesos, dolientes, y tus manos se clavaban en mi espalda como dos dolientes enredaderas. Hasta que yo, entremuriendo a fuego en tus entrañas, aprendía que no había redención posible libre de la lazada hambrienta de tus piernas, fuera del prodigio quemante de tu cuerpo. Y entonces ya, sabiamente, ibas destrenzando la ansiosa ligazón de tu lujuria, hasta perderte, hasta perdernos, en aquella manigua estupefaciente de aliento y cataclismos.
Un aroma denso de sexo, almizcle y marihuana quedaba flotando en el destartalado cielo de la buhardilla.
- Se ha hecho tarde. Puede llegar Jean Pierre.
- Si viene Jean Pierre le mato.
- Oh, ustedes los togeadoges, siempre matando animales inocentes.
- Ya ves. Y más si gastan cuernos.
Me despedías desnuda y despeinada me besabas inocentemente entre la oscura humedad del cochambroso rellano. Recuerdo hasta las escaleras enrevesadas y estrechas que tenía que bajar para llegar hasta la calle. La luz fría y luminosa de la rue de Siene, la luz del cielo de París, me devolvía al ingrato presente que, despojado de ti, habitaba.
Por algo hacer, mientras caminaba, me recordaba a mi mismo que en cualquiera de aquellas casas había vivido George Sand, que por aquel mismo lugar quizá pasaron un día Gautier, Chopin o Liszt a la busca de la caliente y turbulenta intimidad de mademoiselle Dupin. Subir las escaleras de una casucha del Barrio Latino detrás de una mujer: eso era, al parecer, vivir en París.
Para evitar toparme con Jean Pierre, solía bajar por la rue Bonaparte hacia Montparnassa. Otras veces, me dirigía hacia Notre-Dame y en la plaza de Saint Michel me encontraba con aquel pobre infeliz que llegaba exultante, sonriente, con un ojo amoratado, con una ceja partida, recogiendo la sangre que le manaba de la nariz quebrada en un moderno fular de gasa lila. A veces hasta me abrazaba. ¿Has estado, no? Ha sido un éxito. Hemos reunido a miles de personas. No me ha parecido verte. Se han sumado los obreros. El cerdo De Gaulle nos va a tener que escuchar ahora. Al final han cargado los muy hijos de puta. Ha sido una verdadera batalla. Un éxito. Tenías que ver como se las gastan los sindicalistas. Pero bueno ¿Qué te estoy contando? Ya lo habrás visto tu mismo. ¿Porque has estado, no? ¡Un éxito! Pero te dejo, te dejo, que se lo tengo que contar a Marie. Y se iba corriendo camino de la buhardilla de la rue de Seine, con su tabardo afgano al hombro, radiante, agitado, inocente, invicto, honesto, igual que un niño, un buzón o un perro. Quizá incluso se giraba para despedirse agitando los brazos. ¡Nos vemos mañana en la concentración! ¡Frente a la asamblea no se te olvide!
Y yo me arrebujaba en mi chaqueta triste de extranjero pobre y seguía caminando hacia ningún lugar, hacia cualquier rincón de aquella ciudad que no me pertenecía.
- Sí, sí, claro, hay que darles duro a esos jodidos fascistas.
Muelle de Grands Augustins, acuarela en piedra del corazón enfermo de aquel París que me tocó. El río como un labio de agua gris, la humedad resplandeciente del cielo sobre el puente de Austerliez, la arquitectura móvil, lenta, de los bouteaux avanzando frágiles pero solemnes, siempre presumidos de estrinques y aparejos. París, postal del cielo firmada por el Sena. Había tenido que venir un poeta nacido, como yo, mil kilómetros al sur de la Torre Eiffel, para revelarlo: París, postal del cielo firmada por el Sena. Parecía que no iba mal la revolución, parecía que al final iban a cambiar las cosas en París, en Francia, en el mundo. Ni al Sena ni a mi nos importaba demasiado. El cielo fijaba su perfección azul prusia sobre el lienzo de agua vieja que era el río. Como una de aquellas barcas ajadas me alejaba yo, echado al través de mi vida, desahuciado de París, despojado de ella, con las manos teñidas de un tibio aroma a algas vaginales, con los ojos encenagados de un brillo muerto, con el paso lastrado, malherido, de abandono, dolor y desencanto.
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