Cira de San Marco Luna nació en Jaén y Licenciada en Filosofía en palabras de Francisco Díaz Guerra "es pieza poética que quiere recordarnos lo baladí de toda gloria humana; presenta un personaje que eligió soledad y música e inicia el vuelo al "nuevo mundo" en noche de concierto, nostalgia y agasajo".
Fue la ganadora del I Certamen Literario Joven "Villa de Periana" en el año 1992. Este título "MA NON TROPO" fue publicado en una antología titulada "UN LUSTRO DE LITERATURA JOVEN EN PERIANA" impreso por el Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga (CEDMA), el prólogo fue realizado por Francisco Guerra Díaz y portada e ilustraciones por Antonio Hidalgo con el apoyo de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Periana siendo alcalde Rafael Zorrilla Moreno.
MA NON TROPO
La sala ardía en la efervescencia de los aplausos. El numeroso público, en pie, jaleaba la conclusión de aquel concierto veraniego con que el célebre director invitado, el ya viejo y cansado W.V., clausuraba su dilatada y fértil carrera como director, así como toda una copiosa vida dedicada al servicio de la música. Tanto es así que siempre permaneció soltero y sin compañía alguna, por no renunciar a esa parcela de libertad que supone toda convivencia. Siempre buscó la Belleza pero no pudo plasmarla en nadie, y el tiempo maquilló su carácter con los rasgos de un ser misterioso y huraño. Percibido ya el final de su monódico viaje vital, quiso volver a la pequeña ciudad provinciana que le viese nacer, para despedirse de todos, alejado del oropel y suntuosidad de los grandes escenarios. Él, que había dirigido y compuesto en compañía de G.Gershwin, B. Bartóko P. Hindemith, era mundialmente renombrado, entre otros, por su Concierto para violín y orquesta en nº3, en sol menor, conocido como Dafnis y Cloe, y momentos antes, en el camerino del teatro, muchos de estos recuerdos se le agolparon en la mente. Se sentía agotado, una espesa neblina desdibujaba todos los objetos de aquel cuarto y, con urgencia, un nerviosismo nunca sentido le llevó ante el espejo apolillado, no queriéndose mirar en él porque sabía que era inútil, que ningún reflejo le contestaría, que el tiempo es cosa de espejos, y que él estaba fuera ya de su alcance.
Aquella noche, en el programa, Listz, Mendelssohn y Mahler completaban el trío polifónico del concierto, virtuosamente interpretado por la humilde pero vigorosa orquesta de la localidad. Las cuerdas, maderas, metales y percusión habían alcanzado una sublime tonalidad bajo su diestra batuta, en aquella noche premeditadamente definitiva. Sin embargo, la presencia de una muchacha, de cutis charolado, entre los componentes de la orquesta, había conseguido turbar la serena placidez de los homenajeados cuando él ya se creía ajeno a las trampas del recuerdo. La hiriente mirada de aquella viola d´amore, aquellas siete cuerdas de contralto, se le clavaban en lo más recóndito de su ser, en aquella lejana juventud cuando él era un prometedor concertista que abandonó el pueblo para iniciar su personal laberinto...
Los parabienes se sucedían entre los asistentes y el sabor del triunfo se prolongó cuando el auditorio acogió, de nuevo, la entrada del director para recoger los reiterados aplausos del público y las felicitaciones del director titular de la orquesta, que se fundió visceralmente en un abrazo escorzo con el viejo maestro. Poco a poco, se fue haciendo el silencio y los asistentes se congratulaban ante la tanda de bises que la orquesta empezó a insinuar... W.V., con la melancolía en el gesto, se adentró en el preludio de L´aprèsmidi d´un Faune, de Debussy:
(Comenzaba lentamente a crecer el día. Las aguas en bajamar quedaban plácidamente quietas por doquier. El rojo aloque del primer rayo de sol, un punto más profundo que el horizonte, iniciaba el combate con los opacos violetas, los rendidos lilas, hasta vencerlos en corta victoria que pronto se transformaría en el primer esplendor del astro poderoso, que abrasaría con su arcada playas, lechos e ilusiones.
Ella quedaba vecina a la ventana, con su luz pintándola de ámbar, tranquila, serena, espléndida en su vestido de seda rayada, tan liviano como el aire, siendo Arcadia la edad de su cuerpo. Ella, en una sala patinada de tiempo y bronces, inundada de suaves brillos, y desprendiendo al aire minúsculas partículas de cálido éter. Dejada la cabeza a su albedrío, las manos en el regazo, en sutil sustento de sus pliegues, y leyendo aquella carta de su admirado W.V. le enviara cada semana.
Así la imaginaba él, ahora en esa fuga de despedida que había emprendido... Pero la suya era una relación ancestral, inútil, devastadora. Ay, cómo surge el recuerdo de sus ojos clavados sobre sus palabras, poniendo en la armonía de su voz las delicias de una viola, la solemnidad de un bajo continuo, el empaque de un fagot, la jovialidad de un cémbalo).
El ambiente iniciaba a ser denso y el público experimentaba la dulce cadencia del coro o el contrapunto del solista, pero comenzaba a intuir la "disolución" y "fuga" del director, que mostraba excesiva dejadez de sus funciones, pues el tempo de su dirección no se correspondía con el de la orquesta, que ahora se dirigía hacia un sólido crescendo cuando la batuta del mismo caminaba por el moderato. Inexplicablemente, el desfallecimiento de W.V. no repercutía en el desarrollo de la pieza, que comenzaba sus últimos acordes camino del impresionismo pianístico de La catedral sumergida.
De nuevo, la explosión de júbilo fue atronadora, y el patio de butacas reclamaba con tanta insistencia la continuidad del gozo, que el viejo maestro recuperó la concentración y fuerza para acometer ahora, en clara lucha consigo mismo, la obertura de la Sinfonía Fantástica de Berlioz.
(Hay días en que todo parecía trasminar, como si se destapasen los ocultos pebeteros de la naturaleza. Aquel era un día templado y perfumado, con el sol asomado y engrisecido entre nubes de nácar. La ciudad había adquirido nuevas irisaciones, alumbrada con apagados brillos, y hasta el río - ¡siempre terroso! - había conseguido copiar el exacto azul celeste.
Ella despertó. Aún las ensoñaciones le vahaban su dormitorio, haciéndoselo irreconocible, y allí peleó con las últimas dudas hasta que, de golpe, le vino toda la conciencia. W.V. centró de nuevo la atención en el cristal húmedo de sus pupilas, en su liquidez, y le parecieron copas en las que bebiera la emoción, el agua ardiente del deseo. El pelo recogido en un altivo moño y la camisa abierta por los pechos, sentada en una silla con los pies descalzos y el vientre tan henchido que pareciera preñado si no fuera porque el rosicler de los pezones lo desmentía. El momento del gozo se aproximaba, y con un dedo y mucho atrevimiento, el joven director dibujó en su pecho la línea del collar ausente, deteniéndose en el izquierdo y preguntándole con osadía:"¿dove si trova...".
Turbada, respondió:
- ¿Cómo es capaz usted de preguntar eso, si ya conoce la única respuesta?.
- Sí, la intuyo, pero todos los hombres necesitamos la contundencia de una afirmación, de unas palabras de consuelo.
La imagen se desvanecía. Ya no oía los latidos desordenados de su propio corazón, como un atabal en fiesta. El vestido era de ese tisú con consistencia de papel que se vuelve raso, a pesar del lujo de los cientos de perlas que lo filetaban; la falda, con más rumbo que la rosa de los vientos, y el corpiño deslazado, entregado. Los bordes de su camisa se encrespaban, rizados, en un mar de muselina... Pero todo era vano, y él sabía que se adentraba en un mundo de sigilosas trampas y de precipitada muerte).
Concluidos los últimos acordes de la sinfonía, ahora ya al borde de la extenuación, el viejo director no pudo dejar de mostrar los preocupantes síntomas de una lipotimia acuciante. Un sudor lento, de gotas crecidas sobre cada poro, le brotaba de las ojeras de la nuca, de la frente, imponiéndose la sensación de que estaba amarilleándose. Las ovaciones dejaron paso al runruneo general e la sala, preocupados por el estado de salud del ilustre paisano. El concierto parecía haber acabado, pero el público no se movió de sus asientos, esperando verlo restablecido. Fue trasladado al camarote y allí un par de galenos de entre el público, le atendieron debidamente.
- ¿Cómo se encuentra, maestro? - , inquirió uno de ellos.
- Realmente, la carga de los recuerdos me tiene muy fatigado. No es nada físico, no hay por qué preocuparse. Un rato de descanso me hará bien, pero aún tengo que concluir con mis dos acostumbrados bises.
- Realmente sería mejor que decidiera dar por finalizado el concierto. El público ya le ha rendido su merecido homenaje - dijo el director titular, movido por la angustia del momento, pero deseando que aquella memorable noche no concluyera así.
El calor resultaba bochornoso en aquella estancia. El ambiente, cargado de expectación y grosor, salpicada al exterior. De pronto, de entre aquel maremagnum de personas, se adelantó la muchacha de cutis charolado interesándose por su salud. Frente a frente, no pudo soportar mucho tiempo el suave alabeo de aquellos labios y aquel hiriente mirar que se le incrustaba en un tiempo remoto, más allá de los años. Sus ojos eran grandes, acaso demasiado brillantes, pero bellos. Lo bañaban con su inefable contigüidad. Le preguntó su nombre sin recibir una respuesta clara. Era como si alguien estuviera tocando las campanadas salobres de la memoria y recriminándole días pretéritos en que su destino fue profanado para siempre. Se encontraba ante la imagen dela MUJER, ante el ritornello fugaz de aquel primer amor incontaminado.
- Deseaba saludarle, pero no creo que sea ahora el mejor momento -, dijo ella.
- No se marche, por favor -respondió instintivamente él-. El tiempo que castiga hoy recordándome aquellas tardes florentinas en que nos conocimos, aunque...
- Lo siento, pero creo que me confunde usted con otra persona. Yo nunca he estado en Florencia. Yo sólo había venido a interesarme por su salud y a presentarle mis respetos, porque desde pequeña siempre le admiré, siempre estuvo presente en mi casa de algún modo.
- La vida nos delata a cada instante, señorita. Yo la conozco desde siempre...
(La veía con su peine de cornalina, dirimiendo enredos desde la cabeza a la cintura, y vistiéndose acelerada ante la proximidad de la cita. Troncos nudosos y un templete redondo, cubierto con una cúpula era el lugar. Allí habían quedado los dos para su primera cita...
Una mancha de luz mate le caía sobre el brazo desnudo, cerca del hombro; otra más brillante sobre el pecho, sobre aquellos senos al alba; y una tercera, alargada como una daga, le cosía la sonrisa de sus labios. En el pentagrama de su boca, los dientes son "do", "mi", "fa", "sole", blanquísimos.
El paraje diríase un cuadro renacentista. Un misterioso. Todo era algo más que aquellos árboles que hacían descender sus sombras moradas sobre el vestido de la joven, manchándolo con un zumo de rojas moras, o que la fuente sinuosa, aquella fuente que no era más que la metamorfosis, de un fauno de pezuñas puntiagudas que trepaba por el simulacro de un risco. Y allí en lo alto, encaramado y con los carrillos hinchados, soplaba el dios Pan con una flauta de cañas, de cuyo extremo manaban cuatro chorros de desigual trazo, uno por cada caña.
En seguida, una feroz vegetación nos cubrió cuando comenzábamos a entonar el amor, cuando de la dicha alcanzamos el placer: pinos carrascos, chopos negros, álamos temblorosos, nogales, lentiscos, madroños, acebos, enebros, castaños, hiedras y catalpas enredando nuestro paso. Conté, uno a uno, los colores del cielo y llovió la noche. ¡Todo se ha consumado!
Tras un breve descanso, W.V. estaba en condiciones de concluir totalmente su homenajeado concierto y deseó proteger su debilidad entre el calor del entregado público, que aún se mantenía expectante llenando el teatro. El anuncio, por los altavoces interiores, de que el maestro se encontraba ya restablecido y ofrecería un par de audiciones más colmó de gozo el deseo del respetable. El patio de butacas y los anfiteatros estallaron en una estruendosa ovación que resonó durante tres minutos, hasta que el hijo predilecto de la ciudad apareció en el escenario. Ahora fue la extenuación: aplausos, gritos, flores y vivas se fundieron en el crisol de la noche y el aire se colmó de éxtasis.
Puede que la música sirva para huir de la realidad, pero es más cierto que esa fuga lo transforma todo. El abarrotado teatro, durante esa escasa media hora, contenía ahora todo un completo universo de pasión y melancolía. El viejo maestro, recuperado de nuevo, se dirigió al auditorio y tras pedirles disculpas por la interrupción, se encaminó hacia la impaciente orquesta. Tras un breve paréntesis de acoplamiento, se oyeron los primeros compases del Allegro barbaro, de su querido compañero y amigo Béla Bartók. Un ritmo con todo tipo de bemoles, sostenidos e incluso sostenidos dobles, trasladaba al oyente a la contemplación de un amplio abanico de, tonos cromáticos. El plano se adueñaba de todo: era música.
(Su casa, el deslumbramiento... El primer día que fui invitado a ella, entró su hermana con un gran azafate montañado de frutas, ofreciéndome, los primerizos melones de cáscara rayada y pulpa jalde, las tersas ciruelas junto a las brevas preñadas o los melocotones que parecían sacados de un corpiño de doncella. La velada fue intensa de manjares y amor, pero sobre todo, música:
¡En el principio fue la música!, esa vibración del mundo. Llegan los sonidos sucediéndose indefinidamente como una larga procesión del tiempo. Se dice que la música es tiempo, que es el arte del tiempo, pero resulta todo lo contrario: es el tiempo el que desemboca inexorablemente en la infinita combinación de sonidos. Ella modela fragmentos de ese tiempo que huye, extrae de él su esencia sonora y la fija como si fuera inmortal, reproduciendo esa exacta sensación cada vez que se ejecuta de nuevo. Exaltación de la música como la única droga posible. La pesadilla de una gloria que desciende sobre el mundo en la geometría tenaz de una fascinante sintaxis sonora. ¡De la musique avant toute chose!, como dijera el poeta francés.
Hay un ritmo secreto en este verano que ya parece cansado al poco, de nacer, que cambia sin parar y se renueva día a día; una suave armonía en el cuerpo de ella, que se descubre conforme avanza el calor. Mientras caen las ropas y el sol se encarama encima confundiéndolo todo y transformándolo en música. Pero hay otra vertiente; aquí reside también por desgracia, la muerte que se agazapa detrás del silencio, pero sin poder separarlo jamás el sonido. ¡La soledad sonora!.
La muchacha del cutis charolado, la enigmática mujer orquestal, clavaba su felina mirada en la caduca persona de W.V., quien arqueaba sus hombros aún más sobre el peso de su cuerpo. Un espasmo vino a romper la cadencia del vaivén. El sudor que le cubría se había helado repentinamente y recibió esta mirada como una amenaza. Al desatar un mayor deseo de doblarse sobre sí mismo alejaba el instante de ponerse en pie y buscar una altura en cuya verticalidad temía el desamparo, una altura sin asideros en un escenario donde él era el eje solitario. Sentía que una fuerte congoja le succionaba por dentro, dejando una oquedad que se prolongaba hasta el corazón, ya por allí desaparecían, presa del vértigo, las pocas fuerzas de que había hecho acopio en u camerino, tras el primer desmayo. Diríase que las sombras, Moiras implacables, le habían ligado el cansancio cuerpo aquel escorzo arqueado con ataduras más dañinas que las del cautiverio físico. Miró alrededor, tratando de sorprender de nuevo la mirada de la muchacha, pero el velo de los focos y el silencio caminoso del público no hacían sino sancionar su extrañamiento. El aire era demasiado agobiante, denso y almagrado.
Hay días que nacen con un signo aciago en su cielo; a lo largo de ellos, muchos pequeños actos acaban por conformar un cuadro de desgracias tan irritantes como necesarias para cumplir el signo vital de cada uno. Esto pensaba él, haciendo trabajar perezosamente una mente que devanaba su memoria de aquel día - día del homenaje - como si deshiciera un cono de caramelo hilado, del algodón azucarado que coronaba las verbenas estivales de su infancia. Al igual que las palabras, cuando nacen, crean silencio y confusión en torno suyo, los recuerdos también dejan bancos de niebla a su alrededor.
Bancos de niebla, espesos y cambiantes, que la melancolía de los años va extendiendo y que convierten, poco a poco, la memoria de la juventud en un paisaje extraño y fantasmal.
Embocado el corno inglés, la orquesta atacó el segundo movimiento de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de A. Dvorak como metáfora definitiva de ese ignoto nuevo mundo que se avecinaba. La melodía, alzaba por el pabellón de los bronces hacia los cielos del teatro, donde volaban los rosados ministriles de una armónica cantata, encendía los tímpanos del público. W.V., sangrando la luz, acometía con débiles pausas la dirección, pero ya no podía controlar el vaivén de los oboes con los cornettos, de las cornamusas, con la viola, todos los instrumentos revueltos en un maremagnum sideral...
("...Bajo la casa neblí, donde se cuaja el hechizo de tu arpa, con bíblicos pasos recorres el boscaje oscuro donde se esconde aquella ninfa de pupilas salvajes y rojo crepúsculo. Resuenan las espuelas de tus manos en la pleamar de los timbales, y un fagot de almendras entona el cántico final que nos recuerda que sólo somos variaciones sobre un mismo tema".
Los poemas juveniles. Las tardes de seda y barro, arrastrando tu vestido por el lodazal del camino. Largos paseos en que declaramos un amor de imposibles... Ella, Cloe, se detenía de vez en cuando para señalar las cosas dignas de atención: una fachada llena de celosías y de maravillosas y coloreadas pinturas geométricas; la arboleda de un jardín vecino sobre cuyas tapias resplandecía el lago; la pequeña iglesia derruida, pero permanentemente revocada de cal; aquellas casas que cada vez se iban haciendo más humildes y minúsculas a medida que se ceñían en torno a la entrada del pueblo. Yo, vital, contaba uno a uno los colores: el añil del agua ciñendo islotes, el azul de la bóveda del orto, el verde de las masas vegetales, el amarillo de las auras tras las torres junto al rojo imponente de la tarde.
El sol comenzaba a envejecer sus oros para dejarlos, casi bronce, sobre las ondulaciones de la laguna. Ya la noche iba calando de sombras y brillos inciertos su casa, a la que siempre volvíamos con pesar. Centré de nuevo la atención en el iris de sus ojos, en el ritual marino de sus córneas, en sus sombras, y ascendió su savia hasta el misterioso de los rostros. Le dije: "un día, por mirar, ¡tus ojos dejarán de verse!".
"Pero toda alegría contiene en sí misma su extenuación..." Jamás podría olvidar aquel día de octubre. Una carta. Una despedida. Un ahogado espasmo. El rostro de ella se multiplicaba en su mente como un caleidoscopio y temió estar tan cerca de la locura que incluso se mordió los labios para no gritar. Todo era confusión y consternación atravesadas por una ira sorda que nacía y moría en sí mismo, pues ni siquiera tenía el consuelo de descargarla contra nada ni nadie. ¡La mujer es el paraíso del que el hombre acaba siendo siempre expulsado!).
Las fuerzas le fallaban, el corazón no bombeaba con el vigor que era menester aquella noche. La serie de intensos recuerdos apiñados en pocos instantes le habían hecho muy frágil aquella descarga de emociones y en esta línea de la derrota, una fugaz parálisis recorrió su cuerpo. Mirando sus manos, astilladas por el miedo a la muerte, cerró los ojos y se imaginó saltando de un tren en marcha, en una carrera sin fin, y cayendo en la quietud del tiempo. El dolor le vencía, agresivo, inmovilizado por el reconocimiento de su propia desolación...
La orquesta inició una serie de registros ascendentes, en semitono. Una leve quita de trombas, sobre la cual pintáronse dos notas de descenso, se arqueó en el pentagrama preludiando un fortísimo ma non troppo, sobre el fondo martilleante de los timbales. El segundo movimiento de la obra de Dvorak concluía, y con él el rendido homenaje de todo un pueblo hacia su maestro. Atropelladamente, con la respiración entrecortada W.V. osó mirar de nuevo a la misteriosa muchacha y los rayos de fuego que ésta desprendía acabaron por incendiar y consumir aquel cuerpo demacrado, aquel cuerpo agrietado de silencios. Un espasmo final acabó con él en el suelo, rota toda sensación de equilibrio, e iniciando su viaje sinfónico al "nuevo mundo", dejó de existir para siempre, escapándose por aquellos angostos y tenebrosos callejones del recuerdo. "Sic transit gloria mundi".
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