Josefa Solano Maldonado, nació en Alhaurín el Grande (Málaga) en 1970, es Licenciada en Filología Clásica y Filología Hispánica, y realizó los cursos de Doctorado en Literaturas Hispánicas en la Universidad de Málaga.
En palabras de Francisco Díaz Guerra "Horcas Caudinas" es epístola que una madre romana, en los tiempos del emperador Cayo Calígula, dirige a modo de legado a su hijo, soldado ocupado en las guerras de un imperio que se cuestiona: son falsos los dioses de Roma, desdeñables la guerra y la codicia de los hombres, necesaria la paz a la que se canta con dominio de la ambientación y exquisita sensibilidad femenina.
Fue la ganadora del III Certamen Literario Nacional "Villa de Periana" en el año 1994. Este título "Horcas Caudinas" fue publicado en una antología titulada "UN LUSTRO DE LITERATURA JOVEN EN PERIANA" impreso por el Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga (CEDMA), el prólogo fue realizado por Francisco Guerra Díaz y portada e ilustraciones por Antonio Hidalgo con el apoyo de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Periana siendo alcalde Rafael Zorrilla Moreno.
HORCAS CAUDINAS
Roma, siendo emperador Cayo Calígula
Nonas de Noviembre
Hijo querido, desde mi soledad te escribo éstas letras para que sepas, si alguna vez las lees, cuán grande es el dolor que siento desde que te marchaste a esa absurda guerra. Sé que una mujer no puede empeñarse en ésta tarea, pues las labores del telar han de ser su quehacer diario, pero mi viejo maestro Porfirio Rufo siempre me decía, cuando me enseñaba a leer, que el expresar sentimientos con el estilete alivia el corazón enfermo.
Sólo la escritura me libera del peso de una máscara de resignación, como cuando el actor trágico, que cubre su rosto con la corteza de un árbol, manifiesta por la pequeña concavidad abierta a la altura de los labios, alguna gravísima acusación. Me abrazo a tu recuerdo y derramo copiosas lágrimas mientras te voy escribiendo; no temo que alguien me diga que soy demasiado atrevida y piense que yo inicio una controversia del ingenio, me conozco bien y reconozco mi incapacidad. Yo, torpe de palabra, no me atrevería a provocar los dardos de tamaña elocuencia. Pero mi dolor, después de haber andado por un camino dividido en multitud de sendas, y mi razón a través de mil calles interminables, sólo pueden ofrecerme el consuelo de la dicción.
Hubiera sido dichosa si me hubiesen preparado desde niña para ser vestal, llevaría el pudor y el rostro oculto con el velo sagrado, el honor privado, una hermosura ignorada y pública, un ánimo sobrio y el voto de pureza ostentando sin quiebra hasta la muerte; quizá también podría comprender la existencia de los dioses, y la de un destino hilado por las Parcas. No creo que sea Marte el causante de la guerra que se fragua en las lejanas Galias, y en la que tú, hijo mío, participas, sino que son los hombres los que por voluntad propia desean experimentar los peligros del combate. No puedo creer que Venus sea la diosa del amor, porque el amor es un sentimiento que pertenece a los humanos, ni pienso que el sol corresponda a Apolo y los árboles a las Hamadríades; todo lo que hay sobre el orbe se nos ofrece para que saciemos nuestros estómagos y cubramos nuestros cuerpos. Sin embargo los gobernantes de Roma se empeñan en traspasar éstas fronteras para acumular hasta el cielo riquezas y poder infinitos, mientras la ignorancia indócil del vulgo necio cree que la conquista de tierras extranjeras es la mayor gloria para el pueblo romano. También tú, hijo amado, ciegas la razón cuando consideras que lo más digno para un joven es llevar dardos en la diestra, batir murallas con los arietes, rodear con fosos los campamentos y manchar las manos con sangrientas devastaciones. La violencia del cruento mar de la batalla ha vejado la barquilla de la sabiduría en la que llevabas, cuando eras niño, la hermosa flor de la inocencia; ahora marchas en un ejercito presidido por el águila de la ambición. Yo entretanto cuento desesperadamente los días que pasan; cien mil meses, dos mil años más cinco mil días me parecen que faltan para volver a verte, mis ojos están apagados igual que la noche que diluye los colores y borra los contornos de las cosas.
Me resisto a aceptar que el César, que ha introducido males en las entrañas de las madres y que ha infeccionado con sus estúpidas campañas militares los sueños de muchos jóvenes, sea tenido por un ser superior. Esa fama o mejor éste error induce a los necios romanos a celebrar fiestas marcias en el campo de Rómulo, y a sacrificar cientos de novillas en los templos del Capitolio.
Quisiera que las lluvias de saetas como las que tú ves en cada enfrentamiento surcar el aire, rompieran al chocar, la acerada lóriga que cubre de tristeza mi corazón. Dime tú, hijo mío, cuál es la mejor defensa para salvaguardar la libertad de mi ánimo, qué línea de combate es la más eficaz contra las furias esparcidas por las entrañas, y que armas pueden mitigar mi dolor cada vez que dirijo mis pensamientos al ayer y te veo correr, todavía niño, por las verdes campiñas de nuestra villa de Tarento, cada vez que recuerdo tus manitas enredadas en mi peplo de seda. Explícame por qué el César se niega a disfrutar de los frutos del campo y del premio del cultivo, por qué abandona el dulce fruto de Baco para caer entre zarzas espinosas, por qué siembra semillas en montes llenos de piedra en vez de en llanuras fértiles, por qué se afana en prohibir al mar, no marcado con caminos, el ir formando sus olas con rápidas corrientes, y en hacer estallar las áridas rocas del desierto para convertirlo todo en dominio de Roma.
Me siento como una paloma que cruza el aire puro y se posa en el campo de espigas doradas donde un astuto cazador ha untado los juncos con perezoso besque, ella engañada por los atractivos del grano, es atrapada por la blanda goma que va ligando sus alas pegadas, y cuando quiere volver volando al éter queda cautiva y herida por sus entorpecidas plumas; me siento como los frutos, que ya maduros y dispuestos para la cosecha, son picoteados por los negros cuervos, como el agua que saliendo cristalina de la fuente se mezcla inevitablemente con el barro y se vuelve turbia. No puedo hacer nada por evitar la guerra y mi impotencia me corroe cada día más. Te imagino atravesado por el hierro, soportando horribles sufrimientos entre las angustias de la agonía, imagino tu rostro dorado cubierto ahora de un color blanquísimo, tus miembros devastados por los picos de las aves, tus huesos reducidos a polvo que las ciegas ráfagas del viento arrastran a un eterno vacío, donde no existe la sepultura del mármol ni la abundante fronda.
¡Oh Júpiter! si existes, ¿por qué permites esto?, ¿por qué engendraste a un príncipe romano que desea ardientemente poseer cielo y tierra, mares y ríos, montes y llanuras, y todo cuanto aparece ante sus ojos?; ¿por qué Roma quiere engrandecerse con sangrientas batallas y no con el arte de vivir pacíficamente? Si estas cosas penetraran en los oídos de la plebe de forma que pudiesen tocar sus corazones aletargados, al instante llevaría como insignia la paz, y despreciaría hasta el fin de los tiempos las crueles hazañas bélicas; pero el pueblo considera todo lo que procede de los sentimientos como algo rodeado de perdición, presto a caer en el abismo del caos. Sólo la sangre derramada de los débiles provoca el júbilo popular. Yo siempre le pediré, hijo mío, que rechaces el deseo voraz de matar, y que distingas aquella lumbre de esperanza que no se percibe blandiendo saetas voladoras, ni amenazadoras espadas, sino que brilla dentro de aquellos que sienten compasión hacía los hombres sin importarles su lengua, sus dioses o sus costumbres.
Sueño con que algún día el príncipe, los ejércitos y toda roma despedacen los estandartes de guerra, hagan añicos lanzas y jabalinas, y depositen las armas en las inmundas cloacas de insoportable hedor; ansío que desaparezcan para siempre los cuerpos ulcerados por las heridas del combate y la podredumbre de las entrañas; sea testigo entonces el mundo de que fue vencida la idea que vagaba en sueños de innumerables conquistas, mientras tenía aprisionados los ánimos de los Quirites; evapórese el furor, liquídese la rabia, desvanézcase el sufrimiento, todo el daño que causó la lucha lléveselo el viento, dispérsenlo las tenues auras, sea una ficción las contiendas futuras. Cuando llegue este momento toda la tierra emitirá un suavísimo perfume de rosas, de tiernas violetas y de finísimo azafrán; destilarán los bálsamos de frágiles retoños, y los juguetones riachuelos, que se deslizan desde una fuente oculta lamiendo en sus riveras los nardos, filtrarán sus aromas hasta agotarse. Cantaremos tú y yo, hijo amado, dulces sones modulando himnos de voces unísonas, y recostados sobre los lirios al anochecer, contemplaremos la amplitud del cielo adornado con sus dos Osas, y veremos la estrella vespertina que esparce sus purpúreos colores por la parte en que la Osa Mayor rige el yugo del Bósforo. Ese día el orbe gritará que fue derrocada la guerra de los hombres, que dejaron de existir las contusiones provocadas por el filo de la espada, y que fue sojuzgado el apetito implacable de masacrar por la blanca toga de la callada Paz.
Pero presiento, hijo mío, que nunca llegará ese tiempo de inmensa alegría y sosiego. Roma seguirá colgando en los hacinamientos, los despojos ganados con las armas y la sangre, no rechazará a los dioses inexistentes y seguirá hasta la eternidad entablando combates con pueblos extranjeros y con los propios romanos.
¡Oh hombres del Tíber!, ¿no os dais cuenta de que os asemejáis a los peces que confían su boca al engañoso cebo, para ser heridos por el anzuelo?; perseguís el triunfo que se nutre de los lamentos desgarradores de los vencidos, deseáis la muerte de quienes no conocéis, buscáis gloriosas condecoraciones en el dolor de los demás; ¿pensáis que es cosa indigna el estrechar las manos de la concordia?; ¿por qué os dejáis arrastrar por la codicia? Desterrad de una vez la ambición que solo os trae calamidades.
Desprecio las joyas cinceladas, las crateras de oro, las pesadas vajillas de plata y los muebles de marfil, no me regocijan los objetos más hermosos comprados al más elevado precio, solo quiero tenerte a ti a mi lado, hijo mío, rodear tu cuerpo con mis brazos, cubrir de besos tu rostro y sentir tus dedos acariciando mi cabellera, como hacías antes de partir. Siempre que veo la bolita de oro, que llevaste al cuello hasta los diecisiete años, colgada en el altar de los lares, recuerdo los dulces momentos que pasamos juntos, cuando llevabas todavía la pretexta. Jugábamos a los dados cada tarde en el jardín y tú, siempre vencedor, cortabas ramas de laurel con las que entretejías torpemente con tus manecitas una corona que siempre me regalabas para verme sonreír. Todas las mañanas, a la hora segunda, venías a mi lecho y me tirabas del pelo intentando despertarme, luego te subías a mi espalda e imaginabas que ibas cabalgando junto a los jinetes del ejercito romano; sin darme cuenta tu sueño infantil se hizo realidad y te alejó de mí dejándome destrozado el corazón. Ya se han agotado mis fuerzas, y mi amargura solo se alivia con el punzón que va trazando en las tablillas enceradas todo lo que siento.
Hijo amado, si he muerto ya el día en que vuelvas, y por ventura encuentras esta carta, no creas que tu madre estaba dominada por la locura; lo que aquí lees es el testimonio de mis verdaderos pensamientos, que ha buscado en los recovecos del cuerpo sensaciones prohibidas para una mujer y en contra de la costumbre romana. Has de saber que los sentimientos luchan en el fondo del corazón en numerosos combates que me arrastran siempre a la esclavitud de una vida detestable, a someterme a indignas torpezas y a sobrellevar el quebranto de la propia salvación, tal y como yo misma hubiera pasado millones de veces por las horcas caudinas. Te quiero mucho.
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