Manuel Moyano nació en Córdoba el 1 de diciembre de 1963. En esta ciudad solamente pasó los tres primeros años de su vida, ya que en 1966 se trasladó con su familia a Barcelona, donde viviría su infancia y adolescencia.
En 1981 regresaría a Córdoba para iniciar estudios universitarios, obteniendo la Licenciatura de Ingeniería Agrónoma, profesión que ejerció durante tres años y que le llevaría hasta tierras murcianas.
En 1991 se establece definitivamente en Molina de Segura, donde se casa y tiene dos hijos. Dos años más tarde, gana unas oposiciones al Ayuntamiento de esta ciudad, donde actualmente se encuentra trabajando en el área de Cultura.
A pesar de que la presentación de Manuel Moyano en el panorama editorial español no fue temprana, sí lo fue su zozobra e inquietud literaria, que se despertó ya en la infancia de su vida. Moyano comienza a participar en concursos literarios en la década de los noventa, obteniendo varios de los galardones a los que aspiraba con sus escritos.
En palabras de Francisco Díaz Guerra "es el autor de "El libro" el murciano Manuel Moyano Ortega, quizá el mejor de los diez relatos, con narrativa ágil y logrado el equilibrio, ofrece un final arriesgado y desconcertante".
Fue el ganador del II Certamen Literario Nacional "Villa de Periana" en el año 1993. Este título "El libro" fue publicado en una antología titulada "UN LUSTRO DE LITERATURA JOVEN EN PERIANA" impreso por el Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga (CEDMA), el prólogo fue realizado por Francisco Guerra Díaz y portada e ilustraciones por Antonio Hidalgo con el apoyo de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Periana siendo alcalde Rafael Zorrilla Moreno.
EL LIBRO
El libro se ha perdido o quizá lo quemaron los hombres. Nadie ha tratado de encontrarlo. Quienes llegaron a leer la primera página, afirman que en ella el Poeta dejó escrito, a modo de justificación, el origen de su monstruoso plan:
"Unos perciben gradualmente la futilidad de la existencia; otros no llegan a atisbarla en toda su vida. Yo recibí ese conocimiento como una brusca revelación: me bastó una noche de vigilia para sentir, ya para siempre, que todo lo humano es perecedero y que no hay obra del hombre que no esté abocada al olvido."
Fue así como concibió el proyecto que lo convirtió en rey y, tal vez, en dios: oponer a la fugacidad de la vida y a la muerte un libro inmortal. Edificar (el verbo es correcto) un libro que recogiera minuciosamente cada nombre, cada gesto, cada mirada; un libro que acuñara las palabras de los hombres y sus actos, que registrara el canto de los pájaros, y los colores del arcoíris, y el olor del bosque después de la lluvia.
- Todas estas cosas - dijo a sus conciudadanos - son fugaces y tienen el mismo valor de un espejismo, pero en el Libro permanecerán y serán eternamente.
La idea mereció el aplauso y la colaboración abnegada de los otros. En pocos días, un artesano elaboró para el Poeta un libro de tres codos de alto por dos de ancho, siguiendo sus indicaciones, que contenía doce mil páginas cosidas entre tapas de piel de carnero; fue preciso el concurso de tres hombre para acarrearlo.
Se le proporcionaron también plumas de ganso, un barril de tinta y un cofre de hierro donde albergar el Libro.
La página Uno (que también sería el día Uno de una nueva era) se inició con el otoño. Al principio, el Poeta recibía en su pequeña casa a los ciudadanos y éstos trataban de contarle, lo más detalladamente posible, todo cuanto habían realizado o les había acaecido ese día. Comprendían, de modo acaso difuso, que ellos podrían morir, pero que sus vidas quedarían en el Libro y que de esa manera serían inmortales. Entendían que después de ocho o diez generaciones (su imaginación no podía abarcar un período de tiempo más dilatado) ellos seguirían paseando por las calles de la ciudad y habitando en sus casas, y que sus tataranietos sabrían que tal o cual antepasado solía dormir en una mecedora de hierro, o que aquel otro le gustaba levantarse a las seis de la mañana para escuchar el canto de los pájaros y ver nacer el sol.
Ese primer día no se ahorraron detalles nimios o insignificantes. Por ejemplo, una mujer narró como había limpiado las escamas de un mero y luego lo había sazonado con perejil y hierbabuena antes de cocinarlo en el horno de barro; o un campesino enumeró, sin omitir una sola de ellas, todas las labores que había realizado ese día en su tierra: esparcir el estiércol, arrancar las malas hierbas con un almocafre, limpiar de verdín el aljibe en que recogía el agua de lluvia...
El día Uno, pese a la minúscula letra que empleó el Poeta, y pese a que no utilizó puntos y aparte ni márgenes en la hoja, ocupó quince páginas. Comprendió que su propósito era desmesurado y que el Libro debía recoger tan solo hechos revestidos de una cierta importancia. Aunque él no podía saberlo, en otro punto del tiempo y del espacio, un irlandés llamado Joyce necesitaría un grueso tomo para narrar un único día en la vida de una sola persona. Determinó por fin que cada jornada ocuparía un máximo de tres páginas.
Como su casa era pequeña, la gente se agolpaba en la puerta y esperaba a la intemperie durante horas hiciera sol o cayera lluvia. Fue preciso imponer rigurosos turnos, que el Poeta estableció, de forma arbitraria, según los oficios: a primera hora los campesinos, luego los pescadores, después los herreros, etc. El rey, cuyo turno y el de toda su corte coincidía con el medio día y con el sol áspero y vertical, decidió construir una gran casa para el Poeta. En pocas semanas fue edificada: sus balaustradas de mármol y sus brillantes tejados de pizarra roja suscitaron la admiración de todos. La casa ya no existe, pero pueden contemplarse las ruinas que sobrevivieron a la destrucción en el descampado que se extiende cerca de cierta posada, y hay quien dice que en la biblioteca se conserva su plano original.
El Poeta, cuya ventana daba al bosque y al río, dedicaba el poco tiempo en que lo dejaban solo a describir el murmullo de los árboles, o el color malva del cielo, o el silencio de las calles desiertas antes del amanecer. Habituado a redactar los hechos de una manera parca y enumerativa, solo entonces dejaba que su pluma se regocijara en recrear el mundo de una forma poética; dicen quienes llegaron a leer estos fragmentos que eran los más bellos del Libro.
Pero pronto descubrió que su mano no estaba recogiendo los hechos tal y como habían ocurrido realmente, lo cual, de modo abominable, desvirtuaba e incluso anulaba su propósito inicial. Ocurría que si, por ejemplo, un padre y un hijo relataban por separado una disputa, cada uno de ellos asumía el papel de inocente y tachaba al otro de pendenciero y de arrogante. Otro tanto ocurrió cuando trató de casar las cifras de las cosechas que le habían proporcionado los campesinos: su suma excedía tres veces la cantidad de grano que había en el silo común, de lo que se infería que, por darse importancia, todos habían exagerado el fruto obtenido de la tierra.
Fue así como decidió rodearse de un grupo de espías, a los que llamó Centinelas, que habrían de ser sus ojos y sus oídos en el mundo exterior. Los fue escogiendo de entre los demás habitantes por detentar una memoria prominente, a partir de entonces ya no admitió más testimonios que los proporcionados por ellos. A lo largo del día acudían a la casa de el Poeta y con la frialdad con la que se expone una lista de objetos o un catálogo, relacionaban todo cuanto habían visto u oído durante esa jornada. Recibían una paga del rey y pronto se les consideró como una suerte de sacerdotes.
Los ciudadanos comprendieron que la posteridad les recordaría tal y como les vieran los Centinelas. Fue entonces que todo el mundo comenzó a emplear un lenguaje afectado y no exento de pedantería en sus conversaciones, entendiendo que así el futuro les recordaría como hombres cultos. También emplearon ropajes cada vez más sofisticados, y fueron exageradamente amables con sus vecinos y espléndidos con los mendigos, pues todo ello quedaría escrito en el Libro. Lentamente, casi sin percibirlo, dejaban de vivir para ellos mismos y empezaban a vivir para el Libro y para la posteridad.
Los Centinelas, que tenían el deber de entrar en las casas para describir la vida de sus moradores, eran generosamente agasajados por sus anfitriones en espera de informes favorables. La carne más tierna y las frutas más frescas estaban reservadas para ellos. Pronto fue fácil distinguir a un Centinela de una persona normal por el grosor de su abdomen. Más adelante, se dieron a vestir con amplias túnicas que exageraron su carácter casi sacerdotal.
Gente de origen humilde, los Centinelas se supieron pronto dueños de un poder que no habían esperado. De ahí a la ambición el camino a recorrer fue breve. Se confabularon contra el rey, al que dieron a elegir entre la mendicidad o la muerte: lo decapitaron. Ungieron con su corona al Poeta y lo nombraron Gran Centinela. Este, entre tanto, contemplaba todos estos acontecimientos absorto, como si no participara en ellos. El pueblo aceptó al nuevo rey como una consecuencia natural de su plan, como algo necesario para que el Libro siguiera su curso. No hubo protestas y los pocos disidentes fueron ajusticiados.
A partir de entonces el mundo fue el Libro, o al revés: el Libro se impuso al mundo. Los actos y las palabras solo tenían justificación en tanto y cuanto habían de terminar siendo frases del libro. El número de los Centinelas se multiplicó e infestó el aire. Hechos que parecían haber sido realizados en la estricta intimidad de los hogares, acababan inexplicablemente reflejados en las páginas del Libro. Quizá, se dijo, los pájaros y el viento informaban también al Gran Centinela; quizá el Gran Centinela era Dios y podía estar en todas partes al mismo tiempo.
Los años transcurrieron. El número de páginas del Libro se fue consumiendo. Muchos no acertaban a recordar fechas anteriores al día Uno, y sentían que el Libro había existido desde siempre, como la tierra o como el aire. Otros, en cambio, terminaron por comprender que el Libro era una abominación y decidieron destruirlo. En el día Tres Mil Cinco se inició la conspiración.
Es difícil saber cómo pudieron ponerse de acuerdo los conjurados sin ser descubiertos por los Centinelas. Hay quien dice que emplearon un lenguaje cifrado consistente en la apertura ordenada de ventanas y de contraventanas. Mediante este sistema, era necesario emplear una semana para construir y transmitir una sola frase. La conspiración no acabó de fraguarse hasta dos años después.
El día Tres Mil Setecientos Treinta y Seis, dos hombres se acercaron sumisos a la casa del Gran Centinela con el pretexto de adorarlo. Confiados de sí mismos, los Centinelas no registraron sus ropas. Siguió un breve tumulto y la hoja afilada de un sable separó para siempre la cabeza del Poeta de su cuerpo fofo y avejentado.
Fue el principio del fin. Los Centinelas, que nunca habían sospechado que tales hechos pudieran tener lugar, fueron sacados de sus palacios sin oponer resistencia y destazados como cerdos en la plaza pública. Se demolieron sus casas, se exterminó a sus esposas y a sus hijos. La memoria del rey asesinado fue recuperada para la gloria y para el canto de futuros poetas.
Finalmente, se forzó el cofre de hierro que custodiaba el Libro. Antes de incinerarlo, los conspiradores comprobaron con asombro, y también con horror, que la última página escrita por el Poeta recogía ya su muerte, y el nombre de sus asesinos, y la forma del arma que lo mataría, y una maldición hacia la casta de los Centinelas, y un breve poema que ensalzaba la fugacidad de la vida y el amor por las cosas efímeras.
Manuel Moyano Ortega "EL LIBRO"
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