viernes, 18 de mayo de 2012

EL DÍA QUE LLOVIERON MELONES por José Manuel Frías Raya

EL DIA QUE LLOVIERON MELONES

La   infancia  es  la única  edad  que
vivimos dos veces: la primera, en la
realidad y la segunda, en el recuerdo.

              MANUEL BLASCO.

   
El verano, que había nacido alegre y repleto de ilusiones, llegaba a su fin. Según marcaba el calendario aún faltaban un par de semanas para que se despidiese; pero esa verdad incuestionable, aplicada a la realidad, no era más que una simple teoría. Para el vivir cotidiano del pueblo, la estación estival había terminado y  volvía  la rutina habitual. Varios hechos lo confirmaban palpablemente: La gente de Barcelona, es decir, los perianenses emigrados que  pasaban el mes de agosto en su tierra natal, habían cogido los bártulos y retornado al lugar donde se ganaban el pan;  la feria de septiembre, muy concurrida por  tratantes y gitanos, era ya historia, no se podía comparar con San Isidro, pero se pasaba bien y hacía el apaño;  universitarios y bachilleres se enclaustraban en sus casas con el propósito de empollar las asignaturas suspensas y preparar el equipaje para marchar a las localidades donde estudiaban: Málaga, Álora, Ronda, Antequera,  Campillos, Archidona, Granada, Andújar, Castilleja de la Cuesta, Madrid, Béjar… Y el que esto suscribe, que soñaba con vacaciones perpetuas, aprovechaba al máximo los  días que faltaban para el quince de septiembre, nefasta fecha que ponía fin a aquellos maravillosos meses de zapatos de goma y torso desnudo, donde todo era juego, alegría, risa y diversión.

Recuerdo aquel día como si fuera ayer.  Por la mañana estuve en Regalón cogiendo duraznos con mi padre,  llenamos ocho cajas y a la hora acordada se presentó Frasquito “El Mellizo” con sus borriquillos (vivía en el Carrascal, frente a la escuela de párvulos de la que era maestra Mariquita Muñoz) y los acarreó a las cuadras de Manolico Núñez, donde se habían instalados los murcianos, que compraban casi toda la cosecha que se producía en Periana. Al llegar para almorzar,  mi madre me mandó por un botijo de agua fresca al lavadero de La Cruz; al volver tenía en la mesa mi comida favorita: papas fritas con  huevo y un plato de ajoblanco migado con pan y uvas moscateles.  Cuando terminé, el reloj-despertador que se encontraba situado en el vasarillo  de la chimenea, marcaba casi las cuatro.  El último día de mayo nos daban en el colegio las vacaciones por la tarde y desde el siguiente, después de comer, me obligaban a dormir la siesta; esto es un decir, digamos que me retenían hasta las cinco, ya que jamás conseguí conciliar el sueño. Pero con la llegada de septiembre, la disciplina se relajaba y salías a la calle con el último bocado en la boca.

Era una tarde bochornosa, el sol brillante que nos había achicharrado  por la mañana se  fue difuminando, dejando paso a un cielo color plomizo.   Me dirigí a la puerta del bar “Los Nervios”, lugar fijo de reunión del grupo, dónde decidíamos el destino de nuestro pasos. No disponíamos de pelota, por lo tanto había que descartar jugar al fútbol.  Entablamos una acalorada discusión, pero no había forma de ponerse de acuerdo: unos preferíamos ir a bañarnos al pocillo de la Pura y otros eran partidarios de pasar la tarde buscando tesoros en la cueva que había en el huerto de “La Calaya” (aclaro que Encarnación de “Calayo”, la dueña del huerto,  era mi abuela, y la cueva que explorábamos como perteneciente a los hombres prehistóricos,  la hicieron  entre mi padre y su hermano,  mi tío José, al que todos llamaban “Joseíco”,  sacando arena para las obras). Votamos y hubo empate. Cuando se producía esta situación, la solucionábamos buscando un jefe que decidía a dónde ir y qué hacer. Para ello, si disponíamos de una moneda, recurríamos al cara o cruz,  pero lo habitual era el pares o nones. Nos   íbamos eliminando por parejas  hasta que quedaba un ganador, al que todos teníamos la obligación de seguir e imitar. Sumisos a nuestro suertudo caudillo, comenzamos la insospechada aventura marchando en fila a paso ligero por la calle del mercado, bebimos en el lavadero de Las Pilas y nos adentramos en el callejón que había entre el matadero y las puertas falsas de Manolo “Tapaeras”,  Zorrilla y Eusebio (aquí finalizaba el embovedado del arroyo Cantarranas). Haciendo verdaderos equilibrios, bajamos por el pecho en el que se tiraba la basura y seguimos el cauce, que apenas llevaba un hilillo de agua sucia y pestilente.  Pasando junto a la  alambrada  del huerto que tenía don Ernesto, sembrado de árboles frutales, empezó a sonar la tormenta y a caer goterones.  ¡Maricón el último! Echamos a correr y nos refugiamos en la cueva que había en la margen derecha del arroyo, frente  al paso que unía la calle de Las Monjas y el Carrascal.  A uno de los compañeros le daba pánico la tormenta y se puso muy nervioso;  con la sana intención de “ayudarle”,  recurrimos al único remedio que conocíamos para alejarla:

Santa Bárbara bendita,
que en el cielo está escrita
con papel y agua bendita.
Para que deje de llover
te diremos tres veces amén:
amén, amén, amén.

Lo entonamos varias veces, pero no surtía el efecto deseado, sino todo lo contrario, cada vez llovía con más fuerza y el tronar era mayor.  Posiblemente fuese debido a que nuestras plegarias no eran dichas con la devoción debida, o el ruido impedía que las escuchase la Santa. 

En aquel entonces los niños convertíamos los bolsillos en cajones donde cabía de todo: bolas, platillos, trompos, cuerdas, navajas, tirachinos, estampas, indios… Así que, como el tiempo no tenía cuentas de mejorar, y cansados de ver llover, cavamos  un hoyo en el suelo y nos pusimos a jugar a los platillos. Al poco rato observamos que el  agua se iba aproximando a la cueva,  suspendimos el juego y comenzamos a preocuparnos. Hacia el Carrascal no podíamos pasar, el arroyo venía muy crecido y era imposible atravesarlo, pensamos salir por un camino de cabras que conducía hacia la calle de Las Monjas,  frente a donde vivían Mariquita “La Eroma” y  Manolo “Batatar” (que vendían chumbos y miel). Echamos un vistazo y descubrimos que  se había convertido en una laguna. Como aún la situación no era desesperada decidimos esperar. Buscamos refugio en el fondo de la cueva. Seguía lloviendo a cántaros. Un compañero salió a inspeccionar la situación, y como un poseso comenzó a gritar: ¡Llueven melones! ¡Llueven melones! ¡Llueven melones! Pensamos que era una broma para relajar el ambiente, pero al fijar la vista donde él nos señalaba, comprobamos atónitos que mezclados con todos los objetos que arrastraba el agua, venían melones.  Sin pensar en el peligro que corríamos, nos lanzamos a por ellos; el agua nos llegaba casi al ombligo, pero a trancas y barrancas logramos recuperar dieciocho. 

 De repente paró la lluvia, el cielo volvió a lucir el azul intenso de la mañana y comenzó a calentar el sol. Estábamos empapados como una sopa y salimos de la cueva para secarnos, a la vez que intentábamos reponernos del susto, hincándole el diente a un melón.  Sacamos nuestras navajillas y cogimos el más gordo (era muy normal en aquellos tiempos que los niños llevásemos una navaja pequeña en el bolsillo, resultaba de mucha utilidad, sobre todo, cuando se iba al campo). Salió más dulce que el almíbar, pero  apenas habíamos degustado la primera tajada, cuando unas voces atronadoras como procedentes del más allá,  comenzaron a llamarnos: ¡Pepe! ¡Antonio! ¡José Manuel! ¡Miguel! ¡Rafalito! ¡Antonio! ¡Isidro! ¡José Manuel! Algunos teníamos el mismo nombre, pero por la entonación, distinguimos perfectamente la perteneciente a nuestra madre. A toda prisa escondimos los melones como pudimos y le echamos broza por encima.  Mañana vendremos por ellos, dijimos al unísono. Éramos conscientes de que en la situación en que íbamos nos castigarían sin salir hasta el día siguiente, y era casi seguro que cobráramos algo. Respondimos a las llamadas  y corriendo como locos nos encaminamos  hacia nuestras casas. Llegando a la puerta de Maria Felisa, descubrimos que los melones llovidos  eran los de  Domingo “Cenizo”, que al iniciarse  el verano traía un camión de Benamejí e instalaba un puesto de venta al aire libre, vigilado las veinticuatro horas del día, junto a la tapia de la casa de  Dolores “La Ballisca”, debajo de dos gigantescos y hermosos árboles de gruesos troncos y amplias ramas que obsequiaban con fresca sombra, en los que hallaban cobijo miles de pajarillos. 

La fuerza del agua había arrasado con todo, y solo quedaba como recuerdo de lo que fue el puesto de melones, algunas piedras grandes y una solitaria romana. Al verme entrar por la puerta de la casa los presentes me miraban sorprendidos, como si recibieran a un resucitado. Según supe después, mi madre, al igual que las madres de los demás compañeros de aventura, vivió aquellos momentos con mucha angustia.  Josefa “Arranquina” que tiraba el cubo de basura en el momento que nosotros bajábamos  hacia el arroyo, al enterarse de que nos estaban buscando, informó de donde nos había visto, debido a ello, hasta que no nos vieron aparecer sanos y salvos pensaron lo peor.

Tal y como habíamos acordado, al día siguiente nos reunimos en el sitio de costumbre y emprendimos la marcha para recuperar nuestra pesca. El susto, la regañina y algún que otro alpargatazo lo olvidamos rápidamente, y en lugar de dirigirnos a la cueva por el camino normal, de nuevo acudimos a una trocha. Bajamos por el caño que había junto a la casa de  Encarnación “La Pasma” (frente a La Extractora) para ver como había quedado el  arroyo tras la tormenta.  Por el camino íbamos hablando sobre qué hacer con los melones; descartamos el repartírnoslos para llevarlos a nuestras casas,  puesto que ello supondría delatarnos sobre el peligro al que nos habíamos expuesto. En un principio, decidimos ir comiéndonoslos  poco a poco; después, barajamos la posibilidad de devolverlos a su dueño, no era nada comparado con lo que había perdido, pero así lo resarcíamos  en algo.  En estas deliberaciones andábamos enfrascados cuando llegamos a la cueva y descubrimos con gran estupor que los melones habían desaparecido. Miramos hacia el frente y divisamos un paisaje de paredes blancas salpicadas de ventanas. Desde alguna de ellas, era posible que alguien, en aquel momento, se estuviese riendo de nosotros.  Nos sentimos burlados y lloramos por dentro, sin dejar escapar una sola lágrima.


JOSÉ MANUEL FRÍAS RAYA

Publicado en el número 23 de ALMAZARA

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