viernes, 26 de julio de 2013

¡Qué lejos queda el verano! por José Manuel Frías Raya



¡QUÉ LEJOS QUEDA EL VERANO!

     A Isidro “Meneo” y Rafalito “Gazpacho”,
     los gañanes con los que pinté garbanzos.

Los locos y  los niños  dicen siempre
la verdad, por eso se han creado los manicomios y las escuelas.

                                                                 PERICH


         Cuando era niño, y vivía en Periana, después de Reyes me reincorporaba al colegio del que permanecía ausente desde mediados de octubre. La recogida de aceitunas finalizaba para mí, y por cuestiones laborales, en lo que quedaba de curso, no solía faltar más a clase, a no ser que mi padre cogiera alguna medianía y tuviera que  pintar garbanzos. Al hablar de pintar garbanzos, no me refiero a coger un pincelito, una lupa de mucho aumento y pinturas para poner de manifiesto mis dotes artísticas como miniaturista en las legumbres, sino a llevar en una espuerta, un canasto o un cubo varios kilogramos de garbanzos, e ir detrás del gañán que guiaba la yunta arrojándolos de uno en uno, a distancias similares, en el surco abierto en la tierra por el arado. Discúlpenme paisanos, tal vez consideréis que sobraba esta aclaración; pero yo he preguntado a compañeros de trabajo, todos seres de ciudad, y ninguno sabía de qué iba la cosa.

 Mis años de escolarización obligatoria, salvo los dos últimos que los pasé con don Francisco García, transcurrieron en el colegio del Paseo de Bellavista, donde había seis unidades (tres para niñas y otras tantas para niños), cuyos titulares eran doña Rosario, las mellizas doña Ana María y doña Matilde, don José Navas, don Pedro Arrebola y don Ernesto Iglesias. Tuve ocasión de tenerlos a los tres como maestros, pero como ahora no viene al caso, me reservo mi parecer, de cada uno de ellos, para mejor ocasión.

El día del regreso, al traspasar la puerta del colegio, me invadían dos sensaciones contradictorias: por un lado, sentía una gran alegría por reencontrarme con los compañeros, volver a disfrutar de los juegos infantiles, así como verme liberado de los madrugones, fríos y todas las penalidades que acarreaba el coger aceitunas; pero, a la vez, me invadía una inmensa tristeza causada por lo lejos que quedaba el verano, mi época preferida en aquellos añorados tiempos, al ser la estación del año en la que no había aceitunas por recoger ni escuela a la que acudir. Así, que sin pérdida de tiempo, nada más pisar el aula comenzaba a calcular los días que faltaban para que llegase el quince de junio, fecha en que nos daban las vacaciones de verano. Para realizar esta estimulante labor, todos los años dispuse de un almanaque pequeñito. Cada día que pasaba, al igual que luego hice en la mili, lo tachaba y contaba los que faltaban para que llegase mi  fecha anhelada.

Hacerse hoy con un calendario de bolsillo es la cosa más fácil del mundo, pero en los días lejanos de mi niñez era toda una odisea. Algunos años me lo proporcionó mi padre, imagino que se lo darían en algún bar; pero otros me las tuve que ingeniar para conseguirlo, y no era tarea fácil. Recuerdo que el primero que tuve, donde aparecía retratado un pelón sudando a chorros bebiendo cerveza, se lo cambié a Lorenzo “El Zapatero” por una bola cristalina. En otra ocasión me lo dio Mariquita “Moya”, que regentaba junto a su marido, Pepe “La Vela”, el bar Benítez, por traerle dos botijos de agua de La Fuente. Incluso, recuerdo que una vez tuve que pagarle tres gordas a Curro, poseedor de un manojo considerable que le había proporcionado Leonardo Moreno, el marido de Antonia “La Osecoa”; pero como era un buen amigo, las echó en el bombo de las bolillas que había en la tienda de Antonio “La Purita”, y las saboreamos entre los dos, eso sí, él se chupó dos y yo una.

          Mi labor como contable de días lectivos se fue complicando con el paso del tiempo, aspiraba a la máxima precisión y cuando aprendí a sumar, restar y multiplicar, la perfeccioné de manera casi inmejorable. En el almanaque tachaba también los domingos y festivos, cinco días de Semana Santa y otros tantos por San Isidro; a la cantidad resultante le restaba seis días que suponía serían los que faltaría el maestro, debido a enfermedad o algún viaje. Pero ahí no quedaba la cosa.  Mis cálculos eran aún más exactos y detallados. Me explico. De lunes a viernes teníamos colegio por la mañana de diez a una, o de nueve y media a doce y media; por las tardes de tres a cinco, aquí habría que hacer una precisión, los jueves por la tarde nos llevaban al catecismo, íbamos a clase sin cartera y no hacíamos nada, solamente entretenernos, de alguna manera, hasta que sobre las cuatro menos cuarto nos formaban a lo niños – las niñas acudían los miércoles- y en fila de dos, nos encaminábamos hacia la iglesia. Los sábados, afortunadamente, al igual que sucedía del uno al quince de junio, solamente teníamos colegio por la mañana. Pues bien, también calculaba, casi a diario, las horas de clase que tendría antes de que llegase mi añorado quince de junio. Pero aún afinaba más: todos los días teníamos media hora de recreo, que sumada a otros cuarenta minutos, calculados a ojo de buen cubero, que se pasaban los maestros hablando antes de comenzar las clases, daba una hora y diez minutos diarios que había que descontar del cómputo general. En algunas ocasiones, incluso calculaba los minutos y los segundos.

         De lo expuesto con anterioridad se pueden extraer dos suposiciones: que odiaba el colegio y que me gustaban las matemáticas. Ninguna de las dos es cierta. La escuela, me gustaba y no me gustaba, y las matemáticas, nunca han sido mi fuerte.  La explicación es mucho más simple. Aunque de manera muy manifiestamente mejorable solía hacer las tareas escolares en un periquete, y mientras aguardaba a que terminasen los compañeros el tiempo se me hacía eterno, me aburría hasta la desesperación, y para entretenerme recurría a tales menesteres. A veces, cuando en los cálculos matemáticos de ese día había llegado hasta el segundo, y el tiempo se negaba a avanzar, recurría a un remedio que me entretenía muchísimo: estudiaba detenidamente las manchas del techo o la pared e imaginaba ver en ellas rostros, objetos, plantas, figuras y animales perfectamente identificables (lo recomiendo para personas de cualquier edad que se aburran en algún evento, de obligada asistencia, laboral o social). Leer si me gustaba, pero El Parvulito o las Enciclopedias Álvarez, que fueron los únicos libros que tuve durante mi etapa escolar, heredados de mi hermana, los había repasado tantas veces que casi me los sabía de memoria. Y leer tebeos en clase, aunque en alguna ocasión lo hice, era exponerte a quedarte sin ellos y llevarte un coscorrón, un tirón de orejas o de patillas, un guantazo, un pellizco…

 Agotados todos los recursos a mi alcance para luchar contra el aburrimiento, contemplando desde la ventana del aula los almendros que había en la haza de don Carmelo “El Veterinario”, bostezaba y me quedaba amodorrado, ponía la mente a cavilar y siempre llegaba a la misma conclusión: que la escuela estaba muy bien para ir de vez en cuando, pero no para todos los días. Alguna vez, les expuse este razonamiento a mis compañeros y todos aplaudían mi sesuda reflexión. ¡Lástima que mis padres no fuesen del mismo parecer! Según ellos, era necesario ir al colegio todos los días y no perder el tiempo para ser un hombre de provecho el día de mañana. Cada vez que salía el tema a relucir me ponían como ejemplo a Antonio “El Charro” que, de niño pastor, por su afición a los libros, había llegado a capitán del Ejército, casándose con la hija de Antonio de “La Concepción”. Yo, olvidaba rápidamente sus consejos y recurría a todos los medios a mi alcance para escaquearme de clase. Ayudaba a la melliza de “Mañiz” a hacer y repartir la leche, leche que venía en polvo dentro de sacos de papel donde se podía leer que era una donación de los Estados Unidos al pueblo español. La proporción era de dos cazos de polvos por cada cubo de agua, se echaban ambos componentes en una tinaja y se movía continuamente con una caña, y aunque estuvieras un día entero batiéndolos siempre quedaban pegotes en el fondo. Y su sabor,  por mucha azúcar o cacao que le pusieras, no resultaba agradable. Para desempeñar esta altruista labor, al abundar los voluntarios, la competencia era muy dura; pero casi siempre le ayudábamos Antonio “El Cano”, Rafalito “El Caribe”, Miguel “Paulillo” y yo. No recuerdo su periodicidad, pero cuando le llegaba a don José Navas la revista “Vida Escolar”, que había que repartir por todos los colegios del pueblo, siempre me ofrecía voluntario para ir a las escuelas del Barrero, que eran las más lejanas, y mientras que iba y venía –con parada obligatoria en La Fuente para beber- se pasaba el tiempo y me entretenía. Y todos los días, a cualquier hora, sin reparar en las condiciones atmosféricas, estaba disponible para realizar cualquier misión que supusiese salir de clase.

En la época escolar, el día perfecto para mí se producía cuando faltaba el maestro, debíamos irnos con otro, pero yo, -al igual que la mayoría de los compañeros-, siempre me los tomé de vacaciones. Perdón, miento. Un lunes de marzo que faltó don Pedro Arrebola –maestro-alcalde- y llovía a cántaros, condicionados por las circunstancias atmosféricas, varios amigos acordamos irnos a la escuela que don Francisco Guerrero tenía junto a su casa. Nada más entrar me sorprendió su mobiliario, decoración y la colocación de los niños. Le costó trabajo acomodarnos, ya que tenía muchísimos alumnos: a mí me puso al lado de José Antonio “El Gallo”.  Lo primero que hicimos fue copiar de la pizarra una máxima, era la primera vez que escuchaba esa palabra, cuyo texto recuerdo perfectamente: Recordad las costumbres cristianas. Las continuas novedades hicieron que la mañana pasase rápida y bastante entretenida. Sus métodos pedagógicos eran distintos a los que yo conocía. Algo que me impresionó vivamente, fue lo cuidadas que tenían todos los escolares sus libretas, donde sobresalía la alegría del color en los títulos y subrayados y, sobre todo, la pulcritud. Por la tarde continuó lloviendo, pero nosotros, al igual que las cabras que por muy frondoso que sea el prado siempre tiran hacia el monte, nos quedamos jugando en la puerta de la iglesia. 

         No tengo arreglo. Llevo escritos cuatros folios. Prometí que este recuerdo de niñez no rebasaría los siete y aún me queda por desarrollar el tema de las rabonas. No sé como solventar la   papeleta, pero yo cumplo lo que prometo. ¡Ya lo tengo! Voy a guardarme lo referente a quién me introdujo en ese mundo, quienes fueron mis compañeros de rabonas, dónde fuimos, qué hicimos, la identidad de mis posibles delatores y algunos detalles más. Solamente les diré que en lo referente a las rabonas de mañana, tarde o día completo las disfruté muy poco, ya que al no seguir los pasos de los rabonistas experimentados, muy pronto me pillaron. Cometí una imprudencia y alguna de las personas que me vieron se lo comunicaría a mi madre. Mientras almorzaba, como el que no quiere la cosa, se mostró muy interesada por saber cómo había pasado la mañana en la escuela y me pidió que le enseñase lo que había hecho. En un primer momento pensé mostrarle las planas de la copia, dictado y matemáticas correspondientes al día anterior, pero rápidamente caí en la cuenta de que todos los días comenzábamos las tareas escolares poniendo la fecha. Deduje que lo sabía todo e intenté darle una explicación convincente, pero no se avino a razones. Ingresé en el gremio sin dominar las reglas básicas del buen rabonista, y sin haber tenido siquiera la precaución de preguntar a los expertos, que se reunían en el basurero que había en el Camino Viejo para programar la jornada(1), cuánto se pegaba si te cogían haciendo la rabona. Sinceramente, creo que mi progenitora fue muy espléndida conmigo y cobré más de lo estipulado. Luego, algunos consumados rabonistas, me informaron que para hacer la rabona había que tener la precaución de modificar las fechas en el cuaderno. Cosa fácil de hacer ya que para casi todo utilizábamos el lápiz. ¡A buenas horas, mangas verdes!

Con un estreno tan desafortunado, sin apenas gozarlas, me despedí para siempre de las deliciosas rabonas de mañana, tarde o jornada completa que sabían a delicioso verano. A partir de aquella nefasta jornada, muy de tarde en tarde, para rememorar mis felices días de aprendiz de rabonista me obsequiaba con una “rabonilla” (no volver a clase después del recreo). Pero entre la una y la otra había una diferencia abismal. Comparado con el disfrute que proporcionaba la genuina rabona, los efectos que reportaba su escuálido sucedáneo no pasaban de ser un triste y nostálgico consolador.

En alguna ocasión, cuando me convertía en desertor del colegio, tenía remordimientos de conciencia, al pensar en los niños cortijeros, que los maestros siempre ponían como ejemplo: compañeros que tenían que andar hasta una decena de kilómetros para poder asistir a clase. Procedían de Regalón, Becerril, Malpelo, Moya, El Algarrobal, La Muela, Cortijo Blanco, Pollo Pelao, Cagaoro…De todos ellos, recuerdo de manera especial a dos hermanos valencianos, uno de nombre Vicente, que venían de las huertas del Algarrobal todos los días, con lluvia, frío o calor. Eran puntuales, aplicados, nobles y generosos.

         En aquellos lejanos días de mi infancia, cuando casi todo era pecado, los niños vivíamos traumatizados con pasar la eternidad achicharrándonos en las calderas de Pedro Botero. Recuerdo, que a veces solíamos hablar sobre el calificativo que merecía la tropelía cometida o por cometer, es decir, si había que considerarla pecado venial o mortal. Casi nunca nos poníamos de acuerdo; pero nosotros, que aún desconocíamos la palabra democracia, resolvíamos todas las porfías, al  igual que a la hora de elegir a qué jugar o lugar donde hacerlo, recurriendo a la votación. La más votada era asumida por todos y considerada como dogma de fe.

Una tarde-noche que un grupo de amigos nos encontrábamos charlando en la puerta de Encarnación de “Las Palomas”, junto a la tienda de Pedro “El Correo”, un aspirante a rabonista que oía misa entera todos los domingos y fiestas de guardar (ese era yo), preguntó si hacer la rabona era pecado y, en caso de serlo, si habría que considerarlo mortal o venial. Estuvimos discutiendo sobre el tema durante un buen rato y las opiniones fueron de lo más variopintas. Alfredo “El Fabio”, que siempre era muy sensato en sus razonamientos, decía que no podía ser considerada como pecado ya que los maestros, que no solamente debían prepararnos para nuestro futuro terrenal sino también enseñarnos el camino para subir al cielo, cuando regresabas a clase no te preguntaban por qué habías faltado por la mañana, por la tarde, el día o los días anteriores. Rafalito “Paulillo” continuó con la misma línea argumental y dijo que los profesores se ponían muy contentos cuando faltaban muchos niños (recordemos que en aquellos tiempos las clases rebasaban los cincuenta alumnos) ya que así trabajaban menos, les dábamos menos “porculo” y nos podían controlar mejor. La discusión tenía mucha vida por delante, pero una voz procedente de la Plaza del Ayuntamiento, reclamando la presencia de uno de los tertulianos para cenar, nos hizo ver que debíamos poner fin a la misma.  Temiendo la reprimenda de nuestros progenitores por llegar tarde a casa, recurrimos a la democrática votación y se produjo un empate. Sin embargo, el acuerdo fue unánime a la hora de proclamar que las personas más capacitadas para aclarar nuestra duda eran los maestros que lo sabían todo; pero como a ellos no podíamos recurrir, alguien sugirió que se lo preguntásemos al cura cuando fuésemos a confesar.  Ignoro lo que hicieron los otros compañeros, pero yo nunca me atreví a preguntárselo a don Justo, don Manuel, don Santiago o don Pedro. Además, nuestros temas de conversación eran tantos y de contenidos tan interesantes, que de aquella minucia jamás volvimos a ocuparnos.

Cuando escribo este recuerdo de niñez, metido en el lustro que conduce a los sesenta, continúo haciéndome las mismas preguntas: ¿Era pecado hacer la rabona? Y en caso de serlo: ¿Que calificativo le acompañaría: venial o mortal?

1)      Las actividades a realizar estaban condicionadas, en cierta manera, por la época del año. Y aunque no lo puedo decir por experiencia propia: mis rabonas, tal y como he puesto de manifiesto con anterioridad, fueron exiguas. Cuando por las tardes, finalizada la jornada escolar, me reunía con algún rabonista solía contarme con todo lujo de detalles, imagino que para hacerme sufrir, lo que ellos habían hecho mientras yo me aburría en clase. El tiempo que se ausentaban del colegio lo dedicaban a buscar nidos,  espárragos, setas; poner trampas para cazar pajarillos; jugar en una era o llano al fútbol (si se tenía pelota) o a cualquier otro juego; refugiarse en una cueva los días de frío y hacer una candela para estar calentitos mientras se hablaba de cualquier tema o se jugaba a las cartas y, en caso de tener tabaco, dar caladas al comunal cigarro; ir a bañarse a alguna alberca o al río; rebuscar cualquier producto del campo con el propósito de venderlo y obtener dinero para comprar tabaco; sentarse a la sombra de un buen árbol y saborear los granos de una espiga de trigo o una fruta recién cogida; etcétera, etcétera, etcétera.


Publicado en el número 37 de ALMAZARA


JOSÉ MANUEL FRÍAS RAYA

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