www.elpais.com 28/07/2013
Poco antes de los postres, alguien puso un papel en blanco encima de
la mesa del restaurante donde Roser Tarragó estaba con su familia.
Entonces se giró y las vio. “No tenían menos de 13 años”, recuerda.
–¿Nos firmas un autógrafo? –le pidieron.
Por un instante creyó que era una broma. Pero no: dos jóvenes
deportistas de natación sincronizada le habían reconocido como
integrante de la selección de waterpolo femenino español que ganó la plata olímpica en los Juegos de Londres.
A sus 20 años, Tarragó se ha acostumbrado a ser conocida en el ambiente
del waterpolo, pero no fuera de él. Y menos diez meses después de aquel
hito deportivo.
Muchas cosas se están moviendo en el pequeño mundo del waterpolo
femenino, y la mayoría tiene el epicentro en el grupo de veinteañeras
que se subieron al segundo cajón del podio olímpico. Un premio a años de
trabajo realizado entre la soledad de las piscinas y el silencio
mediático. “Ahora al menos saben que existimos”, afirma Laura Ester,
portera de la selección. Eso, y mucho más. No solo su deporte salió del
ostracismo, sino que se encuentran en un momento dulce, inédito, que
puede refrendarse en el Mundial de natación que el 19 de julio empieza en Barcelona.
“Es el gran examen después de Londres, y más jugando en casa”, admite
Marta Bach, otra de las medallistas. Se ha hablado mucho de la plata de
Londres, pero los primeros años bajo la batuta de Miki Oca, el
seleccionador, los resultados no acompañaron. Y las lesiones se
presentaban antes de las citas importantes. Entonces eran un equipo en
proceso de formación que necesitaba tiempo. Debían mejorar si querían
ser olímpicas, la asignatura pendiente del waterpolo femenino español.
El punto de inflexión sucedió cuatro meses antes de los Juegos de
2012, durante una competición en Rusia en la que se impusieron a
potencias importantes. Al mes siguiente fueron al Preolímpico de
Trieste. Allí, en la final, a falta de un minuto y con dos goles de
ventaja, vieron que sí, que se iban a los Juegos. En la piscina se
miraban unas a otras llorando mientras el cronómetro se acercaba a su
fin. “Fíjate”, dice Jennifer Pareja, la capitana, “se me pone la piel de
gallina al recordarlo”. “Teníamos la calidad y las ganas, solo nos
faltaba creérnoslo”, explica Laura Ester. Acostumbradas a gradas
semivacías y a leer la crónica del partido en un breve de la página de
deportes, de golpe estaban en la competición más importante del planeta.
A sus 19 años, Marta Bach no pudo reprimir una sonrisa nerviosa cuando
vio las 5.000 personas que abarrotaban el Water Polo Arena de Londres.
Pasaban pocos minutos de las tres de la tarde del 30 de julio de 2012
cuando, por fin, el waterpolo femenino español debutaba en unos Juegos.
Las 13 chicas sabían que era un momento histórico. “Nunca habíamos
jugado ante tanta gente”, recuerda Ona Meseguer, otra de las integrantes
de aquel equipo.
Pero no fueron 5.000 los que las siguieron, sino muchos más.
Estuvieron 11 días de competición sin conocer la derrota hasta la final
contra Estados Unidos, un partido que se emitió en numerosos países. En
España, TVE incluso cambió el horario del telediario para emitir un
encuentro que vieron 1.890.000 espectadores. Aquella plata no entraba en
ningún pronóstico. A partir de entonces se sucedieron los homenajes.
“Sin éxitos no hay reconocimiento. Es el problema del deporte”, reconoce Jennifer Pareja.
Una vez el ruido mediático se fue apaciguando, todo volvió a su cauce
habitual. ¿Supuso la plata olímpica un aumento de público en la Liga?
“Sí, ahora hay más personas. Antes había 15, ahora 17”, bromea Roser
Tarragó. Miki Oca rehúye cualquier atisbo de victimismo: “Lo hacemos
porque es nuestra pasión. Si vienen a vernos, cojonudo. Y si no, es lo
que hay”.
“El éxito no son más personas en los partidos, sino el aumento de
practicantes”, recalca Pere Robert, exwaterpolista olímpico y
vicepresidente de la Federación Española de Natación. Tal y como ocurrió
con el waterpolo masculino tras el oro de Atlanta –cuando casi se
doblaron el número de licencias–, la plata de Londres está provocando
una mayor afición por el femenino, que en España ya practican entre
5.000 y 6.000 chicas (una cifra que se dobla en el caso de los chicos).
En un año se ha pasado de cuatro a siete equipos autonómicos en el
campeonato infantil. “Mi satisfacción, aparte de la medalla, es ser un
punto de partida a partir del cual muchas niñas se animen a practicar el
waterpolo”, afirma Bach.
Un interés que ven también reflejado en las redes sociales. En
Londres ya lo observaron atónitas. “No quería ni abrir el Facebook por
la cantidad de mensajes, ¡y muchos eran de desconocidos!”, exclama Anna
Espar. Los seguidores de Twitter se multiplicaron.
Jennifer Pareja llegó a los Juegos con 500 y se marchó con tres veces
más. “Ahora tengo 3.722”, precisa. Este interés quizá consiga que algún
día dejen de preguntarles si en la piscina tocan el suelo –no, no tocan–
o que paren de asociarlas con cuerpos grandes y poco femeninos cuando
precisamente el equipo español no destaca por su corpulencia. “Somos de
las más pequeñas”, remarca Lorena Miranda.
Lo que no ha cambiado son las condiciones en las que trabajan, a años
luz de las del fútbol o el baloncesto. La realidad es tozuda, y en
plena crisis, más. “Ganamos la medalla en el peor momento. Veinte años
atrás habríamos tenido más ayudas”, se lamenta Marta Bach. No en vano
el recorte de las subvenciones del Centro Superior de Deportes –casi un
30% respecto al año anterior– afecta a federaciones con pocos recursos.
La de natación tuvo que cancelar, por ejemplo, la participación en el
Mundial júnior de Australia y las chicas no pudieron revalidar su título
de 2010. Los recortes también afectan a la selección absoluta. Ya no
les pagan las dietas de las concentraciones. “Ahora no cobramos por
entrenar con el equipo”, critica Maica García.
Los clubes también sufren la crisis. Pocos meses después de reconocer
a la medallista Andrea Blas como hija predilecta de Zaragoza, el
Ayuntamiento cerró, por restricciones presupuestarias, la instalación
que cuenta con la única piscina olímpica cubierta de la ciudad y donde
Blas jugaba con su equipo. Una semana más tarde, el Sabadell –reciente campeón de Europa de waterpolo femenino–
presentó un ERE que afecta a deportistas y entrenadores. Por si no
fuera suficiente, es muy difícil encontrar patrocinadores (en el
waterpolo solo se les ve la cabeza, el resto está bajo el agua). “Y casi
no lo retransmiten por televisión y aparecemos poco en la prensa”,
explica Pareja.
Sin embargo, algunas situaciones previas a la crisis son propias de
un deporte minoritario. Muchas de las jugadoras de la División de Honor
no cobran por entrenarse a diario y jugar el fin de semana. Solo unas
pocas ingresan cantidades que a veces se limitan a unos cientos de euros
mensuales. Las integrantes de la selección se benefician del Plan ADO,
que apoya a deportistas de élite, lo que les permite ir tirando. Una de
las medallistas, Laura López, de 25 años y jugadora del Madrid Moscardó,
solo cobra de esa beca. El pasado año ingresó unos 1.000 euros
mensuales –este ejercicio todavía no saben el importe, que se paga por
trimestres–. “Así que hay meses que no cobras nada. La gente se
sorprende cuando se lo explicas”, afirma. “Tan solo una minoría tiene un
sueldo digno, pero este deporte es así. No se puede considerar una
profesión, sino una afición. Nos hemos dedicado al waterpolo porque nos
gusta y no por dinero”, asegura Pere Robert. Por eso las integrantes de
la selección combinan el deporte con carreras como Diseño, Bioquímica o
Periodismo, que les obligan a estudiar durante las concentraciones e incluso en las competiciones.
De clase a la piscina y de la piscina a clase. Este es el día a día de
estas chicas habituadas a hacer encaje de bolillos para combinar sus
carreras con los entrenamientos diarios, a veces dobles, en sus clubes.
Prueba de ello es que Marta Bach solo se ha matriculado de algunas
asignaturas de primero de Farmacia (“no puedo con todo”) o que Laura
López necesitase cinco años para finalizar la diplomatura de
Fisioterapia, que dura tres. A algunas, este deporte les ha permitido
estudiar en el extranjero. En septiembre, dos de las jóvenes del equipo
(Clara Espar y Roser Tarragó) se irán a Estados Unidos para estudiar y
jugar en los equipos de las universidades de San José y Berkeley,
respectivamente, lo que amplía a cuatro las que deberán cruzar el
Atlántico para estar con la selección, pues Paula Chillida y Anna Espar
ya residen desde el año pasado en Hawai y Los Ángeles.
Los esfuerzos para seguir con sus estudios son parte de los
sacrificios. Están acostumbradas a las limitaciones del deporte de
élite, como no poder salir con los amigos o prepararse en verano para
las competiciones internacionales mientras los demás disfrutan las
vacaciones. “Nos hemos perdido muchas cosas de la adolescencia, pero
luego miras la medalla de plata y piensas que ha merecido la pena”,
afirma Laura López. “Gracias al waterpolo me he recorrido medio mundo y
he conocido a personas maravillosas. Y eso no lo cambio por nada”, añade
Andrea Blas.
A diferencia de las complejas negociaciones de fútbol para fichar a
jugadores, en el waterpolo femenino todo es más casero. En noviembre,
Matt Flesher, segundo entrenador del equipo de Berkeley, envió un
mensaje al perfil de Facebook de Roser Tarragó para comunicarle su
interés en ficharla. El mensaje quedó medio extraviado y Roser no lo
leyó hasta cuatro meses más tarde, cuando respondió afirmativamente.
Ahora, tras los Juegos, se prepara para el Mundial y piensa en la
aventura americana que está a punto de empezar. “Siento que el día de
mañana cambiará muchas cosas, pero estoy ilusionada. Es una oportunidad
de salir de esta crisis, pero me comparo con mis amigas y tengo la
sensación de que estoy haciendo cosas que no tocan a los 20 años.
Gracias al waterpolo podré estudiar en el extranjero. Para mí es tan
importante como la medalla de plata”, explica.
La ilusión ante lo que están viviendo explica su actitud y el buen
ambiente reinante. “Somos un equipo joven y todavía vivimos la pasión
por este deporte. Y la gente nos dice que esa actitud la transmitimos
durante los Juegos”, afirma Maica García. Por eso, a pesar de los
inconvenientes, todas desean alargar al máximo su etapa como deportistas
de élite. Las waterpolistas pueden llegar a retirarse pasados los 30,
así que algunas ni se plantean su futuro. “Vivo el día a día”, afirma
Paula Chillida, que con 18 años es una de las más jóvenes del equipo.
Incluso Jennifer Pareja, la más veterana con 29 años, encara el tramo
final de su carrera con energías renovadas. “Vivimos un momento muy
dulce, estoy disfrutando muchísimo”, afirma.
Lejos quedan las épocas en las que los entrenadores duraban poco
tiempo. “Cada año jugábamos de manera diferente y el equipo no
maduraba”, critica Pareja. Hasta que en 2010 llegó Miki Oca,
el cuarto seleccionador en cuatro años, no tuvieron continuidad. Oca
fue delantero del equipo que se colgó la plata en Barcelona 92 y el oro
en Atlanta 96, aunque a sus jugadoras los años gloriosos del waterpolo
masculino español les quedan muy lejos. Unas eran demasiado pequeñas,
otras ni habían nacido. El seleccionador confió en júniors como las
hermanas Anna y Clara Espar, Andrea Blas, Roser Tarragó o Marta Bach,
que se unieron a las veteranas. Una mezcla generacional sin la que no se
entiende el camino andado. En los entrenamientos, Oca pronto dejó su
impronta personal. En lugar de las clásicas e interminables sesiones de
natación, integró el trabajo físico –a menudo con juegos y partidos– con
la técnica y movimientos tácticos, que repetían para conseguir rodaje y
capacidad de respuesta. También celebraba reuniones para ver qué podían
mejorar y ejercicios de meditación, a los que es aficionado.
A sus jugadoras, aquel método de trabajo les sorprendió. “Nunca había
tenido un entrenador así”, admite Pilar Peña, con casi una década en la
selección. Oca también es muy estricto con los hábitos alimentarios,
sobre todo con los dulces. Pareja le llegó a comentar que quizá era
demasiado radical. Oca le respondió que en su vida había aprendido lo
que no debe hacerse. No en vano, tras dejar el waterpolo, hizo de
modelo, fantaseó con drogas y participó en un reality televisivo. “Esa
parte de mi vida en la que me descarrié me enseñó que esas cosas
perjudican, que no es el camino”, reconoce.
Apostó por fortalecer los lazos del equipo y organizó durante la temporada concentraciones de pocos días en el Centro de Alto Rendimiento (CAR) de Sant Cugat del Vallés
(Barcelona), pues la mayoría de las jugadoras militan en equipos de
Cataluña, donde el waterpolo está más arraigado que en el resto de
España. En una de las primeras concentraciones les pidió que escribieran
en un papel ideas para un grito de guerra, de ahí surgiría el cántico
con el apodo de “guerreras” que se popularizó en Londres.
“Miki ha conseguido que seamos un equipo, una piña”, asegura Laura
Ester. La buena sintonía entre las jugadoras se observa en la sesión de
fotos organizada por El País Semanal, donde estas acudieron con una
mezcla de ilusión y curiosidad. Los profesionales de la sesión
agradecieron su buena predisposición, así como la buena presencia de
unos cuerpos fibrados –alejados de la delgadez de ciertas modelos– y
bronceados por horas diarias en piscinas descubiertas. “Es de trabajar,
¡que conste!”, se defendían.
"Esto no es una profesión, sino una afición. Nos dedicamos al waterpolo porque nos gusta y no por dinero"
Pere Robert, exwaterpolista olímpico y vicepresidente de la Federación Española de Natación
Al día siguiente, en el CAR, donde están concentradas hasta el
Mundial, a eso de las diez de la mañana empezaron a aparecer todas en
bañador en una sala anexa a la piscina. Sentadas en círculo, a la espera
de que llegaran los entrenadores, charlaban de forma distendida sobre
los exámenes. Poco después, un primer juego con pelota las activaba,
reforzaba el espíritu de equipo y les dibujaba la primera sonrisa antes
de zambullirse en el agua para nadar 2.000 metros. Tras un breve
descanso, un partidillo con la selección júnior masculina mientras Oca
corregía posiciones. Unos juegos en el gimnasio y una sesión de pesas
precedieron el almuerzo. Por la tarde, unas fueron a descansar y otras a
estudiar, pero hasta las seis, cuando toca volver a la piscina para el
segundo entrenamiento. “Es duro porque es cansado, pero es muy
divertido”, sintetiza la también periodista Mati Ortiz.
Las guerreras tienen mucho futuro
por delante porque se trata de una selección joven (la media se sitúa
alrededor de los 21 años) con recorrido. “Son un equipo para todo el
ciclo olímpico”, afirma Oca, que ya trabaja con la vista puesta en los
Juegos de Río de Janeiro, donde la mayoría llegarán con la edad idónea.
Pero antes hay citas ineludibles. La primera, el Mundial en casa.
Ante la magnitud del reto se muestran ilusionadas. “Tengo buenas
vibraciones”, admite Andrea Blas. “Vamos a seguir en la misma línea”,
precisa Pilar Peña. Quieren apostar por una actitud y una fórmula que
les ha permitido imponerse a potencias con más presupuesto. “Cuando los
recursos materiales escasean hay que tirar de lo que tenemos dentro, de
ese espíritu combativo, humilde y luchador”, argumenta Oca, quien
siempre les recuerda que deben tener los pies en el suelo. Quizá es por
eso, o por la humildad del grupo, por lo que el éxito no se les ha
subido a la cabeza. Prueba de ello es que no presumen de medalla ni en
casa. Roser Tarragó la dejó en la entrada del piso y ahí sigue. Maica
García y Marta Bach las tienen en un cajón, y Jennifer Pareja, en el
armario. Incluso en estos detalles van al unísono. Quizá porque saben
que en la alta competición hay que ir un paso más allá. “La diferencia
es mental”, destaca Mati Ortiz. Y ahí juegan con ventaja. “Llevo 12 años
en la selección y nunca había visto un grupo tan cohesionado”, añade
Jennifer Pareja. Miki Oca prefiere centrarse en la esencia: “El
resultado de Londres es bonito, pero la lección es cómo hemos llegado
hasta aquí. El inicio de todo es el espíritu. Y a partir de ahí sale
todo lo demás”.
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