En la imagen vemos al director del IES Alta Axarquía Javier a varios profesores del departamento de Lengua y Literatura, Antonio López Concejal de Cultura de aquellos años, Francisco Díaz Guerra y la ganadora del premio Axarquía.
Ricardo Angosto García (1966, Salamanca) es sociólogo, analista internacional y periodista. También es diplomado en Defensa Nacional por el Centro de Estudios Superiores de la Defensa Nacional (CESEDEN) y Magister en Radio y Comunicación por la Universidad Complutense de Madrid (UCM/RNE). Ha escrito, trabajado y colaborado, en los últimos años, para El Independiente, Diario 16, El Mundo, Fax Press, Colpisa, La Aventura de la Historia, Safe Democracy, Infomedio, Atenea Digital, Cambio 16, Cuadernos para el Diálogo, Historia 16, Radio Francia Internacional, Radio Exterior de España, Ideas y Debate, NTN 24 HORAS, Raíces, Cable Noticias TV, Hispan TV e Historia y Vida.
Durante mucho tiempo, ha residido en el extranjero, siendo un buen conocedor de los Balcanes y habiendo pasado largas temporadas en Albania, Bosnia y Herzegovina, Hungría, Rumanía, Macedonia, Montenegro, Serbia y Turquía. Como observador electoral de la Organización para la Seguridad en Europa (OSCE), ha participado en numerosos procesos electorales en una decena de países. A su vez, ha sido profesor en la Universidad Nacional de Honduras y becario del Ministerio de Asuntos Exteriores español en Hungría, Rumania y Turquía.
También ha ganado varios premios literarios, entre los que destacan el Joven y Brillante, el Ciudad de Periana y el Ateneo de Jaén. En la actualidad, colabora en varios medios de comunicación y es corresponsal de Diario 16 en Bogotá, Colombia.
Libros publicados: Chávez perdió: Honduras se salvó; La paz en Colombia… ¿Una utopía?; Europa a Debate; Kosovo: la herida abierta de los Balcanes; Las próximas guerras europeas; Kosovo. Las semillas del odio; Europa 3.0; Transilvania y Rapsodia húngara sobre fondo rojo.
Fue el ganador del IV Certamen Literario Nacional "Villa de Periana" en el año 1995. Este título "Nunca volverás a Prijedor" fue publicado en una antología titulada "UN LUSTRO DE LITERATURA JOVEN EN PERIANA" impreso por el Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga (CEDMA), el prólogo fue realizado por Francisco Guerra Díaz y portada e ilustraciones por Antonio Hidalgo con el apoyo de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Periana siendo alcalde D. Rafael Zorrilla Moreno y siendo Concejal de Cultura D. José Antonio López Zorrilla.
NUNCA VOLVERÁS A PRIJEDOR
1
Prijedor no era una ciudad bella, pero sí tranquila y limpia, en donde se podía respirar el aire limpio de los Balcanes. Ni oriental ni occidental, sino todo lo contrario. Una sinagoga, una mezquita, varias iglesias ortodoxas y algún templo católico. No era un mundo perfecto, pero había una armonía que surcaba las diferencias haciendo de ellas un orden que bebía de una innata consubstancialidad. Un desorden predispuesto para la convivencia. La diferencia era precisamente la esencia, la identidad colectiva que mantenía la paz. Muy pocas veces hubo enfrentamientos religiosos o étnicos en Prijedor. Desconocíamos el significado de la palabra conflicto, ignorando que estos, como los perros de presa, siempre esperan al acecho de sus víctimas. Son incansables.
El día 22 de febrero todavía se podía beber en el bar de la estación una botella de rakia, el famoso aguardiente de ciruelas, con unos amigos, sin importarme su religión, identidad o posición social. Pero ya había algo en el ambiente que nos delataba. Que nos convertía en culpables ante los demás. El día 26, Miljenko, uno de mis mejores amigos, con quien incluso había estado en el ejército, no pasó a buscarme como solía hacer casi a diario. A mí me extrañó porque la jornada anterior me había asegurado que lo haría. Ese mismo día, la televisión de Belgrado aseguraba, en uno de sus informativos, que "los extremistas islámicos que Gobiernan en Sarajevo" pretendían impulsar un estado musulmán en donde las otras confesiones estarían proscritas. Mi mujer miró de soslayo la televisión, inconsciente del drama que se avecinaba, mientras que mi hija Dunja rebañaba la cuchara. Después la televisión pasó a informar del stand de Yugoslavia en la Exposición Universal de Sevilla.
Salía a la calle. No encontré a Miljenko por ningún sitio. Alguien me dijo que, al parecer, "los serbios" estaban reunidos, discutiendo que hacer. Algunos, incluso, ya portaban armas en una actitud provocadora. Asimismo la policía estaba nerviosa, como esperando una señal. No entendía nada. Al día siguiente, por la mañana, llamó mi madre desde Sarajevo, donde se encontraba para visitar a mi hermana. Estaba alarmada por lo que estaba ocurriendo. Fuerzas paramilitares serbias había disparado contra una manifestación pacifista el día anterior y durante toda la noche se habían escuchado tiroteos por toda la ciudad. Pero eso no era lo peor. Según algunos rumores que circulaban por toda la ciudad, grupos de serbios habían recibido importantes pertrechos militares y se preparaban para derrocar al Gobierno. "No puede ser", contesté lacónico. La aconsejé que no saliera de la ciudad, que era lo más seguro para ella y que procurara no salir a la calle. Asintió silenciosamente. Fue la última vez que hablé con mi madre. Nunca más volví a saber de ella. Sin saberlo, la había encerrado en una ratonera de la que, posiblemente, si es que vive, no saldrá nunca. Nunca volverá a pasear tranquilamente por sus estrechas, pero ahora ensangrentadas, calles de Prijedor.
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El día 28 intenté hablar con Sarajevo. Imposible. Era normal. Es la anormal normalidad de un país socialista. La televisión y la radio de Belgrado informaban de que "los integristas musulmanes" preparaban el genocidio de todos los serbios. El presidente bosnio anunció que todas las armas habían sido puestas bajo la custodia de la armada yugoslava. Nadie entendió esa fatídica decisión en ese momento. Esa misma noche una patrulla armada compuesta por civiles me pidió mi tarjeta de identidad antes de franquear la puerta. Se la enseñé sin discutir. Rieron. Me la devolvieron. Y uno, creo recordar, susurró algo así como "buen musulmán, van aprendiendo". En lo que respecta a Miljenko, parecía que definitivamente lo había perdido para siempre.
No se lo conté a mi mujer. La radio emitía música "patriótica" serbia y ella estaba preocupada. "¿Qué está pasando en esta país?", preguntó con tono inquisidor "No me han querido atender en la tienda, observó miradas inquisidoras en la calle..." Coincidíamos en que no entendíamos nada. Apagué la radio y encendí la televisión. Hablaba Milosevic. Advertía a los dirigentes bosnios que la independencia significaría la guerra. Al día siguiente era el referéndum sobre la cuestión independentista. El miedo se había apoderado de toda Bosnia y el silencio, tan lejano de aquellas alegres veladas nocturnas en las calles, no era un buen presagio. Nuestra hija lloraba. Y la noche, tan eterna a su pesar, se abatía sobre la tensa calma balcánica.
Intentamos acercarnos a un colegio electoral a votar, pero la presencia de las patrullas serbias armadas a la puerta, portando amenazadoramente sus armas, influyó para que al final desistiésemos. Intenté hablar con Miljenko, que al parecer se había enrolado en las bandas armadas, y me acerqué hasta su casa. Su mujer, sin abrir la puerta y desde dentro, me informó de que no estaba, de que "nunca estaría" para mí. Y me pidió que me fuese. Así fue. Llamé también por teléfono a Slobodan, otro de mis viejos amigos serbios. No contestó. ¿Estaría también con las bandas serbias? Decidí, por la seguridad de mi mujer y mi hija, encerrarme provisionalmente en mi casa. La radio local no daba noticias con respecto a la consulta electoral, mientras que las emisoras de Belgrado informaban de que "los musulmanes habían comenzado la guerra santa en Bosnia". Era una pesadilla incalificable, sin fin.
Seguían sin funcionar las líneas telefónicas en Sarajevo. Y la televisión bosnia informó, al día siguiente de la consulta, que el sí había barrido literalmente llegando al 95% de los votos emitidos. La radio local ya hablaba de guerra. Viejos himnos serbios bombardeaban las arengas del iluminado Karadzic. Esa misma semana, después de consumir unos días libres encerrados en casa, me acerqué hasta el taller donde trabajaba. Mi jefe, un tipo hasta ese momento afable aunque nunca fue simpático, se acercó hasta mí nada más entrar. "Quiero hablar contigo un momento", explicó el viejo Tadlic, al tiempo que mis compañeros miraban no sé si con cobarde desprecio o con sincero odio. Taldic tenía malas noticias para mí: no podría seguir trabajando en su taller. "¿Hasta cuándo le pregunté?". "Hasta nunca", contestó "Los musulmanes habéis votado por comeros vuestra mierda". No contesté. Recogí mis bártulos y el dinero de mi liquidación y me marché: Las bandas serbias ya controlaban la ciudad y eran visibles en todos los rincones. En una de las cafeterías de la ciudad lucía un cartel que decía: "Prohibida la entrada a perros, musulmanes y croatas".
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Llamé por teléfono al viejo Branko, un médico croata que nos había atendido en varias ocasiones, y me contestó su mujer. "Se lo han llevado hace unos días, estoy asustada, no sé qué hacer con mis hijos. Nos matarán a todos". Intenté calmarla, pero algo interno me decía que ella tenía razón, que nos iban a matar o al menos intentarlo. Ella estaba desesperada, pero yo empezaba a comulgar con la histeria colectiva que se había apoderado de todos nosotros. La radio informó ese mismo día que las tropas serbias ya combatían contra "el Gobierno integrista de Izebegovic", al que apoyaban los "fundamentalistas católicos croatas". El ritmo con que la situación se deterioraba era vertiginoso, sin apenas dejar espacios para una reducción racional de la situación.
Compré alimentos para resistir durante una temporada y si las cosas continuaban así nos dirigiríamos hacia Zagreb, donde Zana, mi mujer, tenía una amiga de la infancia que ya nos había ofrecido su casa "si las cosas empeoraban". Lo habían hecho dramáticamente. Prohibí expresamente a mi mujer que saliera a la calle. Creo que había comprendido mejor que yo la situación. Ya habían empezado a aparecer pintadas amenazadoras en las paredes de la ciudad y el ambiente era tenso, silencioso, con esa apagada violencia eslava.
Habían pasado quince días desde el referéndum y la situación había dado un vuelco tremendo. Vivíamos en otro país. Muchos musulmanes se habían marchado, habían habido, según me comentó algún vecino que vivía aterrorizado como nosotros, algunos linchamientos y todos habíamos perdido nuestros trabajos. Otros testimonios hablaban de matanzas masivas en otras ciudades, de miles de deportados, de campos de concentración..., pero nos resistíamos a creer que nuestros vecinos de ayer se hubiesen convertido en nuestros verdugos de hoy. Olvidamos lo que dijo un gran escritor croata al referirse a los Balcanes: cuando en la taberna balcánica se apagan las luces todos los que se encuentran en ella desenfundan sus navajas para clavarlas. Y la radio y la televisión de Belgrado seguían sin informar de nada; tan sólo hablaban de una "conspiración antiserbia", de un "complot islámico". "Nuestra" televisión, la bosnia, era más dramática y hablaba ya abiertamente de una guerra civil en Bosnia.
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Pero las cosas seguían empeorando. Nuestras reservas alimenticias se habían terminado y resistíamos de lo que nos proporcionaba un pequeño huerto que teníamos en la parte trasera de la casa. Nuestras tentativas por comprar comida habían fracasado y en todas las tiendas se negaban a atendernos. Además, comenzaba a resultar peligroso el intentar atravesar la ciudad ante la presencia, cada vez más numerosa, de las bandas chetniks. Una noche desde la ventana de casa, mientras escuchábamos las aterradoras noticias que llegaban desde Sarajevo, un fuerte resplandor llegó hasta nuestra casa. Se oían ruidos, disparos, gritos, voces, todo ello entremezclado con cantos, golpes, y una algarabía inimaginable para esas horas en Prijedor. El origen del fuego era inconfundible: se trataba de la gran mezquita de Prijedor. Estuvo ardiendo toda la noche al son de una vieja melodía chetniks de antes de la guerra. No pudimos conciliar el sueño en toda la noche.
Las primeras noticias de la mañana eran francamente alarmantes. Las nuevas autoridades serbias de Pale, dirigidas por Radovan Karadzic, un personaje siniestramente familiar para todos nosotros, anunciaban que se interrumpía en toda la "república de los serbios e Bosnia" el tráfico por carretera bajo control militar serbio, el servicio de ferrocarriles y los autobuses interurbanos. También quedaba prohibido el tráfico por carretera en coches particulares, extensible a todos los ciudadanos de su "república". Para los musulmanes también quedaba restringida la circulación en las áreas urbanas y en los núcleos rurales, debiendo respetar el toque de queda impuesto desde el mediodía hasta primeras horas de la mañana. Daba igual. Ya no podíamos salir de casa a nada. No teníamos a quién llamar por teléfono. Y nuestros vecinos, con tanto miedo o más que nosotros, ni siquiera habrían la puerta si llamabas. Las bandas serbias controlaban el barrio, te exigían la documentación, a veces a golpes, insultaban a los viejos y a las mujeres.
Nuestro estado de excitación, entremezclado con el hambre, la incomunicación y la soledad, iba en aumento. La radio seguía emitiendo música "patriótica" serbia y las noticias procedentes de Sarajevo nos devolvían una brutalidad que nos hubiera parecido inconcebible tres meses antes. Algunos días salía a la calle en busca de algún alimento, que excepcionalmente podía comprar en alguna tienda vacía a precios desorbitados, mientras que el tendero me pedía que me marchara rápido. "Tengo prohibido vender a los musulmanes y croatas", me decía.
Una noche de un abril claro una banda serbia fuertemente pertrechada empezó a disparar contra las viviendas del barro musulmán. Nadie contestó ni gritó. A los musulmanes nos estaba prohibido lamentarnos. Estaban borrachos y furiosos. Varias casas fueron quemadas y cuando sus moradores intentaron salir fueron ametrallados. Un niño, de menos de diez años, vino a agonizar muy cerca de la valla de mi casa. Un gesto innecesario, un serbio lo remató. El fuego de las casas incendiadas iluminaba toda la calle. Se escuchaban algunos gritos desde dentro de algunas casas; preferían abrasarse a soportar la placentera crueldad de los chetniks. Mi mujer se encerró en nuestra habitación sujetando fuertemente a nuestro hijo. Yo contemplaba el paisaje como esperando ser el siguiente en el turno, sin temor alguno. Hacía tiempo que habíamos dejado de vivir como seres humanos. Inconscientemente casi preferíamos la muerte.
5
La guerra desatada contra los musulmanes ya había dejado mella en la ciudad y varias decenas de casas, tiendas y templos religiosos habían sido incendiados. Los coches, ante la falta de gasolina, escaseaban y la bicicleta se había convertido en el principal medio de transporte. Muchos serbios portaban armas y una parte del comercio, que antes estaba en manos musulmanas, estaba cerrado. Las miradas eran de odio, de desprecio, de recelo, de desconfianza, de histérica búsqueda de un enemigo inexistente. Nadie estaba libre de pecado. Todos éramos musulmanes, serbios o croatas. Nuestra identidad era nuestro delito. Unos tenían la fuerza, los serbios, y la utilizaban contra quienes no la tenían. El arma era la única razón válida en esa meca de odio en que se había convertido Prijedor.
Lo peor eran las noches. Una de ellas nuestro destino quedó sellado. Un grupo muy numeroso de serbios, como nunca habíamos visto, llegó a nuestro barrio con varios camiones. Desde un megáfono un serbio nos conminó a abandonar nuestras casas y colocarnos con nuestras mujeres e hijos en el centro de una pequeña placita. Nadie respondió, aunque seguro que todos habíamos escuchado el mensaje. Comenzaron a aporrear las puertas, disparaban al aire, otros bebían aguardiente, el megáfono se hizo más amenazante y comenzaron a salir los primeros musulmanes, algunos a culatazos, de las casas situadas más cerca de las hordas serbias. Se encendían las luces de las casas, la gente salía corriendo para evitar la ocupación de sus casas y la violencia de los paramilitares y ya había un pequeño grupo de personas en la placita. Aporrearon la puerta de al lado y nuestros atemorizados vecinos, en pijama, fueron empujados a golpes hacia la plaza. Agarré a mi asustada mujer con mi hijo y corrimos hacia la placita. Un serbio me escupió en la cara. Varias casas fueron incendiadas y algunos cadáveres yacían en el suelo. Uno de ellos era de un anciano, muerto a culatazos, por negarse a abandonar su casa. Miljenko, mi viejo amigo, era el jefe de una de las bandas serbias.
Una vez que nos reunieron en el centro de la placita, apartaron a las mujeres y niños de los hombres y entre estos sacaron al pobre Mustafa, mi asustado vecino. Tenía 24 años. Acababa de casarse. Le ataron las manos a la espalda, le descalzaron y le pisaron los dedos con las botas ante nuestras atemorizadas miradas. Gritaba y gritaba y nosotros allí, sin poder hacer nada. Luego uno de ellos, que había trabajado conmigo, tumbó a Mustafa y le cortó el cuello con un cuchillo de carnicero. Después, en los camiones que habían llevado, nos montaron a todos los hombres con rumbo desconocido. Las mujeres y los niños gritaban. Los serbios la emprendieron a golpes con ellos. Miljenko dijo algo así como que no debíamos preocuparnos, que pronto nos reuniríamos todos en un "lugar seguro". Mi mujer miraba aterrada el espectáculo. Nunca más volví a verla. Allí quedó, quizá para acabar en algún burdel donde los serbios violaban repetidamente a las mujeres, tirada para siempre. Nadie la volvió a ver.
Estuvimos más de doce horas de viaje en aquel camión, sin comer y sin beber nada. El final del viaje se llamaba Trno Polje. Todos habíamos oído alguna vez hablar de Trno Polje, de sus torturas, de las increíbles historias que contaban sobre los crímenes cometidos allí por los serbios. Se trataba de una vieja mina habilitada como campo de concentración, en donde se encontraban miles de detenidos por el simple hecho de ser musulmanes o croatas. Nuevamente más golpes. Nos enceraron en una sala, una vez que fuimos desnudados y privados de todas nuestras pertenencias, en donde estaba prohibido hablar. Por la noche, los gritos de los torturados, los disparos, los fusilamientos, los cánticos de nuestros guardianes, a veces hasta el amanecer, no nos dejaban dormir. Una noche fui sacado, junto con otros presos, por uno de los guardianes más salvajes, el sádico Zeljko Meakic, un ex oficial del ejército yugoslavo que después de torturar a indefensos musulmanes y dejarlos postrados en el suelo los orinaba en la cara.
Nos llevaban atados de manos ante el gran jefe de ceremonias, el gran torturador. Y terror y sorpresa, ante mí se encontraba Miljenko, con una tubería cortada que empleaba como porra para golpear a los presos. Se quedó estupefacto cuando me vio e inmediatamente ordenó que fuera encerrado en una habitación contigua. Lo que tuve que escuchar después no lo olvidaré en toda mi vida. Un "concierto" de golpes y gritos inhumanos, insultos, vejaciones indecibles, patadas, más golpes y al fin lo que parecía la consumación de la orgía sangrienta terminaba con algunos disparos en partes no vitales para alargar el dolor de las víctimas. La agonía a veces duraba horas. Los gritos de los prisioneros agonizantes se mezclaban con las risas y los cantos de nuestros torturadores serbios. Era dantesco.
Pese a todo, conseguí dormir un poco, quizá unas horas, con las manos atadas a la espalda. Desperté y ante mí el gran Miljenko, mi amigo metido a criminal, me contemplaba con compasión. "Tienes que intentar comprendernos. Estamos en guerra. No lo hacemos por crueldad. Los musulmanes ya son parte beligerante de esta guerra y solo ejercemos nuestro derecho a la defensa", aseguró con una mirada infantil, casi inocente. "No quiero morir aquí", le contesté. "Difícil me lo pones. Sólo hay una posibilidad. Mañana intercambiamos a unos prisioneros croatas por civiles serbios en las afueras de Dubica. Tienes que decir que eres católico, que pertenecías a la comunidad católica de Prijedor. Es lo único que puedo hacer. Tienes que tener cuidado porque te entregaremos a una banda ustasa muy fanática y si te descubriesen te matarían y seguramente también a algunos serbios por haberte enviado por un católico. Saldrás esta noche y el canje se efectuará de madrugada. No debes hablar con los demás prisioneros durante el viaje y hasta que no te encuentres en algún centro de refugiados neutral, de la Cruz Roja si es posible, no debes de dar tu verdadera identidad ni confesar tus creencias religiosas". Tampoco volví a ver a Miljenko.
Tal como había prometido, al atardecer, un grupo de serbios fue a buscarme. Nos cargaron en un camión, como si fuéramos ganado, y salimos rumbo a Dubica. Una vez allí el intercambio se produjo sin problemas. Los croatas no eran tan fanáticos como Miljenko había dicho y simplemente se limitaron a trasladarnos a un campo de refugiados en la frontera entre Croacia y Eslovenia. La vida allí era aburrida, la comida escasa y el tiempo era eterno, pero por lo menos estábamos vivos. ¿Qué más se podía pedir? Había perdido todo, madre, mujer, hijo y amigos, pero por encima de esta realidad tan miserable, cruel y maldita todavía me quedaba Dios. Era lo único que tenía. Un Dios que no distinguía entre musulmanes, serbios y croatas. Algún día, cuando llegue el inevitable tiempo de los perdones sin olvido y las reconstrucciones, quizá pueda volver a Prijedor. Pero todo será inevitablemente distinto.
Karlovac, septiembre de 1994
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