VIAJE EN TREN por Esther de Prado Francia.
Soy Elena, soy Elena Martín Gutiérrez. Soy alta, mido casi 1,80; soy flaca y desgarbada. Soy una persona de 26 años, una considerable edad o eso dicen. Soy la hermana pequeña de Teresa, la hija de Ángel y Amparo, la que estudió Derecho en Zaragoza. Otras veces soy la rubia de pelo corto, la amiga de Raquel, la que salió con Rubén, la que vive en el 4º E, la que haber cuando se casa, la que no cantaba mal, la que sacaba buenas notas en el colegio, la que se rompió la pierna en navidad esquiando.
En mi casa soy desordenada, irónica y, despistada. En la facultad era la empollona, la perfeccionista, la aplicada; para Adela era la persona menos romántica del mundo, para Cristina blanca como la mantequilla, para otros soy sincera, hipócrita, rebelde, orgullosa, razonable, sentimental, uraña, alegre, pesimista, optimista, realista, baga, eficaz. En mi pueblo aún soy la nieta de Matías, el conserje del Ayuntamiento.
No sé que más cosas soy, no sé si alguna de estas sirve para reflejarme, o tal vez todas superpuestas. Quizá soy complicada… o quizá soy vulgar, como el resto del mundo. Ahora soy la que viaja en tren, de Alicante a Zaragoza, la que viene del entierro de su madre. La que ocupa el asiento 23 ventanilla, del coche 16, la que va por la página 54 de un Best Seller que compró en la estación; una cara aburrida, poco llamativa, una cara más ocupando un asiento más.
Tengo frío, tengo catarro, no tengo ganas de llegar ni de seguir viajando. No tengo madre. No tengo padre.
Me duele la cabeza, quizá también tenga fiebre. Son las 18:15 a las 20:03 llego a Zaragoza. En cuanto llegue entro a trabajar, a esa hora así de rara. Es imprescindible resolver unos trámites para un juicio que hay mañana. Mi jefe está nervioso. Dice que no me puedo retrasar, asunto de vida o muerte, según él.
Tal vez debería de haber dicho en el bufete que ha muerto mi madre. No, Irene no, Javier tampoco. Creo que nadie sabía si tengo padres o no, dentro de un mes quizás Irene me lo pregunte y diré “mi madre murió” y ya no importará cuándo fue, si sucedió cuando yo aún gateaba o si murió hará un mes, después de dos años de cáncer. Murió, diré, y eso ya suena a pasado. Lo pasado, pasado está, no sirve para nada. Murió. Hace diez años o hace un mes o ayer por la tarde. Qué mas da.
En el vagón debe de oler mal. No lo sé con certeza porque llevo rato aquí dentro, pero si pudiera sacar la nariz al aire del 8 de enero seguramente después me olería a tren de tercera, a bocadillo de tortilla, a sudor, calefacción, polvo, colonia barata, a mucha gente malhumorada junta.
Frente a mí un chico de unos veinte años, moreno, con gafas de pasta negra y el pelo engominado subraya un libro de Derecho Mercantil. Yo fui ese chico hace no demasiado, estudiando la víspera en los trenes. A su lado una chica duerme con la boca abierta. Me entretengo en contar los pendientes que lleva. Mas o menos cuando tenía su edad me hice dos agujeros en la oreja izquierda. Mamá se puso histérica. Cinco de aro en la oreja derecha, uno negro en la nariz (a juego con las gafas del chico), un brillante en la ceja, una bolita de metal en el labio superior. No veo la oreja izquierda porque duerme de ese lado y la tiene apoyada en el brazo. No pegan ni con cola, pero el chico la ha mirado como si fuera su novia. Espero que no sea un psicópata.
Son las seis y media. Llegamos a una estación. No la reconozco. El estudiante se pega al cristal. Mira su reloj, mira a la chica, le dice Virginia, esto va con retraso, media hora por lo menos. Virginia se despierta. Solo tiene un pendiente en la oreja izquierda. Asiente medio dormida y cambia de postura, ahora no veo los cinco pendientes de la oreja derecha.
Página 54, abro el best seller.
“Ese día, Frank llegó el primero a casa. La puerta estaba cerrada con dos vueltas pero aún así gritó hola al entrar. Era una especie de ritual que venía de un par de años atrás. Fue una noche, a la salida del cine. Rose y él salían de ver una película de miedo y Rose estaba aterrorizada al entrar. Fue gritando hola por todas las habitaciones, hasta que se convenció de que nadie le aguardaba con un cuchillo detrás de una puerta. Puso en marcha el contestador, no tenía mensajes. Se aflojó la corbata y se quitó los zapatos sin desabrochar los cordones. Volvió a la cocina y abrió la nevera. Pensaba cocinar un consomé y un par de tortillas francesas para cuando volviera Rose”.
Mamá me hacía tortillas francesas cuando de pequeña tenía gripe.
No, no, no puedo haber cogido gripe. Me espera una semana de mucho trabajo, y tal y como va últimamente el bufete, a muerte por conseguir el ascenso… He oído rumores que me colocan en buena posición. Tengo que llamar al jefe para decirle que voy con media hora de retraso, que no voy a llegar a tiempo. Se lo va a tomar fatal. Mis rivales se frotarán las manos y empezarán a referir cosas; yo no puedo encargarme de eso, Elena ya tiene bastante trabajo acumulado…
Cambio de postura y marco el número del despacho. No cogen. Marco el número del móvil del jefe.
- ¿Sí?
- ¿Miguel?
- ¿Sí?
Soy Elena. Voy en tren, pero llega con retraso, no voy a ser puntual. De todas maneras, en cuanto llegue cojo un taxi y en cinco minutos estoy en el despacho.
- ¿Qué? Casi no te oigo. ¿Dónde estás?
- En el tren, digo que llegaré un poco más tarde porque esto lleva retraso.
- ¿Qué?
Que no voy a lle…
- Ya te he oído. No puedes llegar más tarde, apáñatelas como puedas porque tienes que estar aquí a las ocho en punto.
- Te repito que esto lleva retraso.
- Me da igual que lleve retraso.
- Pero es que no podré estar allí, ¿me entiendes? ¿Miguel? ¿Miguel?
Se ha cortado o me ha colgado. Mierda. No llegaré. Me encuentro mal. Me toco la frente pero no sé si tengo fiebre. Así me la tocaba mamá, si estaba enferma notaba como un escalofrío, su mano helada y mi cara ardiendo de gripe. Pero ahora no noto nada.
“¿Has hecho ya la compra? Falta queso y jamón york. Si no, no puedo hacer los bocadillos mañana. Rose parecía enfadada o cansada o tal vez las dos cosas. Se acercó hasta la ventana…”. ¿A qué viene esto? No me suena. Estoy en la página 59. Debo haber pasado páginas sin enterarme. Vuelvo a la 54 y doblo la esquina. Ya seguiré en el próximo viaje en tren. El dolor de cabeza no me deja concentrarme. Estoy nerviosa por el retraso. Y harta porque tengo más frío. En realidad no es para tanto. Tengo 26 años, soy joven. ¿Por qué pienso esto?
Miro por la ventana, estamos pasando por un túnel. No distingo nada más que el reflejo de los pasajeros del otro lado del pasillo. Hay un hombre que hasta ahora no había visto. Parece atractivo. Tiene un jersey gris de cuello alto. Me fijo unos segundos en el novio de Virginia, que sigue pegado a la ventanilla (¿llevará así desde la última estación? ¿cuándo tendrá el examen de Mercantil?). Me hago la despistada y miro otra vez al hombre del jersey gris. Está apuntando algo en una agenda. Tiene calor, va remangado. Debe haber notado que le miraba, porque levanta la cabeza. Nos miramos un segundo. Los ojos parecen grises, pero quizá sea por el jersey: también pueden ser verdes o azules. ¿Cómo era lo que cantaba mamá? Ojos verdes son traidores…, así empezaba la canción, pero no recuerdo más.
Vuelvo a mirar al chico de enfrente, que ahora subraya el libro de texto. Y de nuevo por la ventana, mientras reprimo un bostezo.
Teresa. Mi única hermana. Apenas he pensado en ella en un año… sufriría si le pasara algo malo, pero… apenas nos conocemos, o sí, pero nunca hemos confiado mucho la una en la otra. Lo he pensado en el entierro. Estábamos una al lado de otra, distantes de los demás, sin padres, ni abuelos, ni tíos. Teresa y yo, ahora las dos mayores. Allí solas y sin decirnos nada. Teresa es llorona, siempre lo fue, pero ya nunca llora si estoy yo delante. Ella y su marido me acompañaron a la estación. Me dio dos besos, ni siquiera nos abrazamos. Fue una despedida fría como una estación de tren en enero. Ojalá me tuviera rencor, pero no es eso. Me tiene indiferencia, hace mucho como si no le importara. ¿Es eso, realmente? No lo sé.
El tren llega a alguna ciudad, hay más luz fuera. Durante unos kilómetros la autopista está trazada en paralelo a la vía. Veo desde cerca los coches a los que adelantamos. Uno blanco, matrícula de Zaragoza, ocupado por una mujer. Conduce concentrada, mirando al frente. Más adelante, un Mercedes oscuro, matrícula de Madrid. El conductor va sonriendo. A su lado una mujer duerme tapada hasta el cuello con una manta. Detrás de ella una niña rubia mira por la ventana y saluda al tren, luego llama la atención de sus padres. Su madre se despierta. Entonces la carretera se eleva o la vía desciende, un terraplén en medio me impide seguir viéndolos.
De pequeña me gustaba viajar de noche. Jugábamos a acertar las provincias a las que pertenecían los coches. A, es Alicante; V, Valencia; CS, Castellón… ¿cuándo llegamos?… En seguida, en seguida… Teresa se mareaba cada dos por tres: papá no sabía cómo conducir para que no vomitara, mamá se inventaba juegos para distraerla… mi niña, si ya llegamos. Respira hondo, Elena, haz el favor de bajar la ventanilla para que respire aunque tengas un poco de frío… Como en casa, como siempre: papá y yo; mamá y ella. Papá enseñándome carreteras, atajos, rutas de montaña; me llevaba al fútbol y a pescar. Mamá cantando y peinando a Teresa, cosiendo vestidos para sus muñecas.
¿Cuánto tiempo hace de esto? ¿Ha pasado alguna vez?.
El tren ahora va más despacio, el chico de en frente se ha puesto de pié y recoge rápidamente. Sacude a Virginia.
- Vir, venga, que no lleva retraso, que ya llegamos. ¡Virginia!
Virginia tarda unos segundos en espabilar, se restriega los ojos, se pone en pié y coge del altillo una bolsa roja de deporte.
Miro al tipo del jersey gris que ahora se baja las mangas. No me importaría que me abrazara, sino fuera a preguntar cómo te llamas o cuántos años tienes. Si solo me abrazara, y Virginia y su novio no miraran al pasar, como yo a la familia del coche. Y luego bajarnos cada uno en una estación.
¿Por qué pienso tonterías?
El tren arranca despacio, despacio. En la estación, Virginia besa a una señora de mediana edad. Tienen el pelo del mismo color, castaño rojizo. Su novio estrecha la mano de un hombre alto y serio. Parece una bienvenida tan seca como mi despedida. Cualquiera sabe qué historia tendrán esos dos.
Cuando papá murió tardé en volver a casa. Teresa nunca me preguntaba nada; para ella soy solo esa parte que aparento: irónica y práctica y eficaz. Pero tendría que haber sabido que yo también soy la hija de Ángel y Amparo, la nieta de Matías el conserje, que yo también lloro, vomito y tengo fiebre, y que ella es mi hermana mayor. Después fui yo quien la dejó sola, periodos largos entre visitas de no me siento porque tengo prisa.
Queda media hora para llegar y no, el tren no lleva retraso. Pero creo que voy a llamar a Miguel y a inventarme que no me da tiempo y que estoy enferma, con 40 de fiebre. Que se las apañen sin mí. Y después de llamar a Miguel llamaré a Teresa, aunque no sé qué le voy a decir, ni si, tan tarde, servirá de algo.
Premio de Relatos (para menores de 30 años) Villa de Periana, 2004.
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