EL PECADOR POR JOSÉ MANUEL MORENO PÉREZ.
Y sucedió que en un momento dado Vicente se cagó en Dios.
No fue mientras se afeitaba, ni mientras se recortaba los pelos de la nariz, no fue al peinarse la raya ni con el tercer sorbo de café, fue al untar de mantequilla la tostada y ver como ésta se partía y caía al suelo pringándolo todo. Ahí fue. En ese momento preciso en el que el sol sale para anunciar un nuevo día con la rotura de una tostada, que Vicente decidió romper con Dios.
Hasta ese instante Vicente había sido un honrado ciudadano, un escrupuloso cumplidor de las leyes de los hombres, un temeroso hijo de Dios, uno de esos seres a los que los demás denominan buenas personas, pero aquella mañana, y para su propia sorpresa, se cagó en Dios.
Era Vicente un tipo que siempre fue a misa, que siempre comulgó, que rezó y obedeció los mandatos divinos por boca de sus representantes en la tierra. Era Vicente un creyente fiel, un fervoroso practicante y un devoto católico que daba limosna y cumplía fielmente los diez mandamientos, pero que llegada esa mañana decidió cagarse en Dios.
Vicente nunca culpó a Dios de esa infancia regordeta y torpona que tantas humillaciones le valió para con el resto de los chiquillos. Nunca censuró al Señor por la juventud poco agraciada y la alopecia prematura que le supuso el desprecio de las chicas. Jamás reprochó al Altísimo la madurez poco afortunada a la hora de seleccionar estudios y trabajos. No, nunca le reprochó nada que estuviera relacionado con su ADN, es decir, con aquello con lo que cargas de fábrica y sobre lo que no tienes control ni culpa, nunca lo hizo, simplemente pensó que habría un motivo, de manera que lo masticó y se lo tragó. Hasta que llegada la citada mañana, lo vomitó.
Es posible, aunque Vicente no llegó a analizarlo, que la blasfemia matutina tuviera que ver con el hecho de que, recientemente, hubiera tenido conocimiento de que su mujer venía follándose al vecino del tercero desde hacía eones, o puede que fuera por la reacción de ésta al saber que lo sabía, supongo que decidir golpearse con el quicio de la puerta del baño y acusarte de agresión para quedarse con la casa, la hija y la pensión, desquicia a cualquiera. Luego estaba la maniobra de la empresa para despedirle sin pagarle finiquito, es feo que, tras diez años de echar miles de horas extra no remuneradas, te destinen a la India sabiendo que preferirás dejar el trabajo y quedarte sin paro. También había que contar lo de la muerte de la madre, eso y el pequeño detalle de que, justo antes de palmar, la vieja le vendiera el piso materno al manipulador de su hermano por un tercio de su valor real. Luego estaba lo del robo y posterior incendio del coche por parte de los yonquis aquellos, lo de la citación de Hacienda, y esa historia de la compañía eléctrica de cortarle la luz por impago tras no sé qué confusión con su referencia de contador. Y todo esto en menos de seis meses. Uno, por muy creyente que sea, puede llegar a plantearse si Dios se está cachondeando de ti.
Lo que diferencia a un creyente de un ateo es básicamente que el primero atribuye a Dios todas las cosas buenas que le pasa y le exime de las malas, eso y que, lógicamente, no para de pedir favores a su omnipresente amigo invisible. Vicente podía tolerar que no hubiese demasiadas cosas buenas en su vida, podía achacarlo al ADN, a su falta de autoestima, a sus limitadas entendederas. Podía asumirlo, lo había hecho desde pequeño, era algo que podía digerir. Podía exculpar a Dios de las cosas malas que le ocurrían, aunque éstas fueran frecuentes, incluso excesivamente frecuentes, sospechosamente frecuentes. Incluso podía pasar sin pedir ayuda a su Creador, nada de favores, nada de milagros o intervenciones divinas o mediaciones mágicas. Bien, podía asumirlo, podía vivir con ello, podía pensar en que todo le sería multiplicado en el Cielo, en que era puesto a prueba por el Señor, en que algún plan inteligible se estaba tejiendo y en algún momento sería recompensado. Pero lo de la tostada… ¡lo de la tostada…! eso superaba el límite de lo humanamente resistible. ¡Dios se estaba partiendo el culo allí arriba! Le había escogido a él y había apostado con todos los putos ángeles, arcángeles y querubines cuánto podía aguantar aquel pringado de allí abajo. Sí, incluso se podían oír sus carcajadas cuando la tostada cayó. Todo el puto Reino celestial mofándose de él. Mofándose hasta que Vicente se cagó en Dios, entonces dejaron de escucharse las risotadas.
Aquel día de ruptura, que no de pérdida de fe, puesto que Vicente jamás dejó de creer en el Altísimo, simplemente asumió que Jehová le tenía ojeriza, pues ese día, Vicente se planteó contraatacar e insultar al Señor, ¿cómo? Siendo el mayor de los pecadores, ¿cómo? Cometiendo los siete pecados capitales en un día. Y lo pensó él solito.
Y así, mientras daba de comer a las palomas en el parque con el nerviosismo del que está a punto de perder la virginidad, Vicente enumeró mentalmente los siete pecados: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Y en ese momento, en ese preciso instante, fue consciente de algo que jamás hubiera podido sospechar, algo que nunca se había planteado hasta ahora, ¡pecar era algo dificilísimo!
Nunca pensó Vicente que pecar fuera tan complicado. Ofender al Señor puede parecer sencillo y quizá lo sea si únicamente piensas practicar uno o dos de los pecados capitales, pero no es tan fácil si deseas efectuarlos todos en veinticuatro horas. Había pecados con los que se sentía capaz, la gula, la pereza, quizá la envidia, pero la lujuria y la ira, ¿cómo iba a consumarlos? Él, bueno, no es que no le gustara el sexo pero… digamos que… no era un virtuoso, es decir que la lujuria le era tan desconocida como la menstruación. Y luego estaba lo de la ira, era un poco embarazoso la verdad, le resultaba difícil enfadarse, por mucho que le putearan le resultaba imposible, desde pequeño, era de suponer que era un cagueta, una nenaza, uno de esos seres llorones incapaces de generar cólera. Y tampoco estaba muy seguro con respecto a lo de la avaricia y la soberbia. No, no las tenía todas consigo. Quizá entrenando, proponiéndoselo a largo plazo, estableciendo un plan de trabajo, a la larga… quizá en veinte o treinta años pudiera ser un pecador aceptable. Pero esa no era la historia, la clave estaba en hacerlo en veinticuatro horas, se trataba de abofetear a Dios ahora que estaba pendiente de él y así ganarse su respeto, convencerlo de que no era un mierda con el que juguetear, hacerle perder la apuesta celestial fuera cual fuera, demostrarle que si no dejaba de putear, hasta el cordero más dócil podía revelarse. Sí, Vicente estaba seguro que, tras convertirse en el pecador total, en el recordman de los pecadores, Dios le haría una oferta y podría volver al cubil con una vida tolerable. Así pensaba Vicente. Y así me lo contó.
Sí, yo entré a formar parte del maravilloso plan Pecados Exprés S. L. gracias a mi condición de…, como diría, capullo. Vicente no lo dijo así, creo que me llamó profesional en la materia, dijo algo como que yo era lo más cercano a un “perito del pecado” que conocía, dado que, en sus círculos catoliquísimos, este tipo de aficiones no se practicaban, y si se practicaban no se comentaban, le resultaba difícil saber a quién recurrir.
Yo era el tipo que sacaba los cubos de basura en la Comunidad, quizá fueron mis tatuajes, las patillas, que fumara cosas raras, que a veces apestase a alcohol, no sé, o quizá lo que se decía, que si me había follado a una rumana en el cuarto de los cubos, que si me habían encontrado dormido en las escaleras, que si me vieron sacar doce plantas de maría de dentro de los cubos.
Leyendas urbanas. La cosa es que, por lo visto, ese tipo de chismes unidos a un aspecto opuesto al de las juventudes del partido conservador, habían llevado a pensar a Vicente que yo era un tipo cualificado para ayudarle en su estúpido cometido. Inicialmente me pareció una gilipollez.
Cuando lo repitió por tercera vez me siguió pareciendo una gilipollez. Tras la cuarta copa en su saloncito Ikea presidido por el póster del Papa continuó pareciéndome una gilipollez. Cuando dijo que habría dos mil euros para mí me pareció una gran idea.
Vicente era un tipo con tanto potencial para pecar como una bombona de butano. Era una mezcla entre curilla pederasta y friki pajillero vestido con ropa de padre desfasado. Era uno de esos tipos a los que apetece pegar, uno de esos que no sabes porqué pero, si no te vieran y si no fuera políticamente incorrecto, te encantaría soltarle una hostia. Vicente representaba ese tipo de personaje con el que jamás dejarías a tu sobrino de cinco años a solas ni dos minutos. Ese tipo de ser de manitas blanquecinas y sudorosas que sabes que tiene el interior del armario empapelado con fotos de una actriz a la que ha recortado los ojos. Ese que roba ropa interior de octogenarias de los tendederos. Ese que hace la compra con pinzas de la ropa en los pezones y una brida estrangulándole el escroto. Por más que lo miraba no podía dejar de imaginármelo vestido con la ropa de su hermana y pagando por chuparle el pie a una dominatrix. Vicente no sostenía la mirada, tartamudeaba, daba la mano flácidamente, se sentaba juntando las rodillas y se le formaba una babilla blanquecina en la comisura de los labios. Cuando me contó la teoría conspiranoica sobre la ojeriza de Dios, lo que me extrañó fue que su dios no quedara con el Buda ese y el Alá para emborracharse y darle una paliza entre los tres. Hubo un momento en que pensé en cambiar la remuneración de mi trabajo, en vez de los dos mil me dejaría inflarle a patadas, pero desistí en la seguridad de que el cabrón disfrutaría y claro eso le quitaría gracia al asunto.
Frente a unas cervezas y tras hacernos íntimos, lo primero que hice fue pedirle que me enumerara los siete pecados capitales esos, y una vez que lo hizo, me parecieron una mariconada. ¿La gula es un pecado? ¡Por Dios! ¿Los obesos son pecadores? ¿Pero de qué época son los pecados estos? Vicente respondió que son los vicios mencionados en las primeras enseñanzas del cristianismo para educar a sus seguidores acerca de la moral cristiana. Pues vale.
Me parecía curioso que fuese pecado hincharse de pizza y que no lo fuera matar al pizzero. ¡Qué raritos son los cristianos estos!
Todo estaba más o menos claro salvo una cosa, ¿qué coño era la soberbia? Vicente respondió que se trataba de una sobrevaloración del Yo respecto de otros por superar, alcanzar o superponerse a un obstáculo, situación o bien en alcanzar un estatus elevado y despreciar al contexto. Como vio que mi cara de bóvido permanecía inmutable en una demostración de ignorancia supina, añadió que era como el orgullo. Ah, vale.
Inicialmente pensé que estos iban a ser los dos mil euros más fáciles de ganar de mi crapulosa vida hasta que me fijé detenidamente en el nervioso Vicente, sonreía histéricamente y parecía que se fuera a hacer pipí en cualquier momento, en ese instante me asaltó la duda.
En fin, lo primero iba a ser ponerse de pizza y donuts hasta el culo, y mañana igual, todo el día, y después de estar lleno, más donuts. Con eso solucionado lo de la gula. Vicente asintió con el gesto del disminuido psíquico que tras esperar dos horas está a punto de montar en la noria.
Lo segundo la pereza, nada de madrugar, todo el día tirado, levantarse a las tantas, comer los donuts en la cama, de la cama al sofá, del sofá a la cama, ¿ok? Okey, respondió un agitado Vicente haciendo un gesto con la mano que se suponía enrollado pero que se asemejó más a la convulsión post morten de un epiléptico.
Tras las fáciles íbamos con las complicadas, la envidia. Preguntado Vicente si envidiaba a alguien, el susodicho replicó que no puesto que la envidia era un pecado. Inquirido el referido de que de eso se trataba y de que no estaba precisamente ante su confesor apostólico, el susodicho piensa durante unos segundos y termina encogiéndose de hombros. Preguntado si envidia al Papa, responde que siente admiración hacía él. Preguntado si envidia a Santa Teresa de Calcuta, responde que siente admiración por ella. Preguntado si envidia a Gandhi, responde que siente admiración por él. El interrogador resopla, se bebe la cerveza de golpe, y pregunta si envidia a John Holmes alias “35 centímetros”, el susodicho responde no conocer al señor John por lo que el interrogador indica que se trata de un actor porno que hizo el amor con catorce mil mujeres y que tenía un miembro de treinta y cinco centímetros en erección, el susodicho no sabe qué responder y parece asustado. La cosa se complica.
Estábamos en el tercer pecado y ya estábamos estancados, esto no iba a ser fácil, así que decidí saltarme la envidia e ir a por lo de la avaricia. Vicente dijo que nunca le había importado mucho el dinero, cosa por la que estuve a punto de abofetearle, que si él no necesitaba mucho, que si se conformaba con poco, que si se ajustaba a un sueldo normal. Me quedé mirándole, esos comentarios deberían estar penados con la castración química en este mundo liberal y capitalista.
Eran una blasfemia para mis oídos, cada vez me apetecía más golpear a aquel engendro, rechazar a Dios es una cosa pero ¡rechazar el dinero! ¡Vámonos al bingo!
Aquel viernes a las doce y un segundo Vicente comió pizza y donuts hasta reventar y después fue al bingo a intentar ganar dinero, el mayor número de dinero posible, no lo ganó pero qué importaba, lo intentó, lo deseó, se apasionó con ello, se sumergió en la avaricia. El sábado por la mañana se levantó a la hora de comer, ingirió más pizza y más donuts aún cuando no tenía apetito, y después, la siesta tirado en el sofá, mientras daba bocados cansinos a otra pila de donuts. Entonces le hablé del puticlub y de la lujuria.
Vicente estaba francamente asustado pero pasó a un estado de angustia convulsiva cuando le indiqué que para que fuera lujuria, lo suyo sería hacérselo con dos mujeres, y que además debería realizar alguna práctica sexual penada por la Iglesia, le pregunté si había oído hablar del sexo anal. Ahí fue cuando Vicente sufrió las palpitaciones y se hiperventiló, estuvo diez minutos con la cara metida en una bolsa contándome cómo la única mujer con la que había yacido, su ex, se había autolesionado para acusarle de maltrato, suponía que de tanto practicar la postura del misionero. Le tranquilicé diciéndole que no tendría problema, las señoritas ucranianas se encargarían de todo, yo las conocía, fue entonces que lo dijo. Dijo que me envidiaba, que envidiaba a los tíos como yo, con esa seguridad en sí mismos y esa gran autoestima con las mujeres. Sí, me envidiaba. No le dije nada, me limité a mirarle sonriendo hasta que se dio cuenta. ¡La envidia! ¡Sentía envidia! Y me abrazó eufórico.
Sacarle del coche una vez aparcamos en el puticlub fue más complicado, no dejaba de repetir que aquello le parecía una acto humillante para la mujer, lo repitió hasta que le comenté que aquellas señoritas ganaban en veinte minutos lo que él en un puto mes, y que para ellas lo humillante era estar de rodillas limpiando un retrete por el sueldo mínimo interprofesional mientras una zorra burguesita vestida de Versace las reprendía por no frotar más fuerte los zurullos del señor de la casa.
Una vez bajo los neones rojos no lo hizo mal salvo por lo de intentar explicarle al portero rumano de dos metros y careto de comer carne cruda el motivo por el que se veía forzado a entrar allí. Creo que Boris quedó pensativo un buen rato descifrando qué tenía que ver Dios en que un panolis con pinta de zoofílico pagara por tener sexo. Ahí decidí que había que emborracharlo.
Y sucedió que en un momento dado Vicente se cagó en Dios.
No fue mientras se afeitaba, ni mientras se recortaba los pelos de la nariz, no fue al peinarse la raya ni con el tercer sorbo de café, fue al untar de mantequilla la tostada y ver como ésta se partía y caía al suelo pringándolo todo. Ahí fue. En ese momento preciso en el que el sol sale para anunciar un nuevo día con la rotura de una tostada, que Vicente decidió romper con Dios.
Hasta ese instante Vicente había sido un honrado ciudadano, un escrupuloso cumplidor de las leyes de los hombres, un temeroso hijo de Dios, uno de esos seres a los que los demás denominan buenas personas, pero aquella mañana, y para su propia sorpresa, se cagó en Dios.
Era Vicente un tipo que siempre fue a misa, que siempre comulgó, que rezó y obedeció los mandatos divinos por boca de sus representantes en la tierra. Era Vicente un creyente fiel, un fervoroso practicante y un devoto católico que daba limosna y cumplía fielmente los diez mandamientos, pero que llegada esa mañana decidió cagarse en Dios.
Vicente nunca culpó a Dios de esa infancia regordeta y torpona que tantas humillaciones le valió para con el resto de los chiquillos. Nunca censuró al Señor por la juventud poco agraciada y la alopecia prematura que le supuso el desprecio de las chicas. Jamás reprochó al Altísimo la madurez poco afortunada a la hora de seleccionar estudios y trabajos. No, nunca le reprochó nada que estuviera relacionado con su ADN, es decir, con aquello con lo que cargas de fábrica y sobre lo que no tienes control ni culpa, nunca lo hizo, simplemente pensó que habría un motivo, de manera que lo masticó y se lo tragó. Hasta que llegada la citada mañana, lo vomitó.
Es posible, aunque Vicente no llegó a analizarlo, que la blasfemia matutina tuviera que ver con el hecho de que, recientemente, hubiera tenido conocimiento de que su mujer venía follándose al vecino del tercero desde hacía eones, o puede que fuera por la reacción de ésta al saber que lo sabía, supongo que decidir golpearse con el quicio de la puerta del baño y acusarte de agresión para quedarse con la casa, la hija y la pensión, desquicia a cualquiera. Luego estaba la maniobra de la empresa para despedirle sin pagarle finiquito, es feo que, tras diez años de echar miles de horas extra no remuneradas, te destinen a la India sabiendo que preferirás dejar el trabajo y quedarte sin paro. También había que contar lo de la muerte de la madre, eso y el pequeño detalle de que, justo antes de palmar, la vieja le vendiera el piso materno al manipulador de su hermano por un tercio de su valor real. Luego estaba lo del robo y posterior incendio del coche por parte de los yonquis aquellos, lo de la citación de Hacienda, y esa historia de la compañía eléctrica de cortarle la luz por impago tras no sé qué confusión con su referencia de contador. Y todo esto en menos de seis meses. Uno, por muy creyente que sea, puede llegar a plantearse si Dios se está cachondeando de ti.
Lo que diferencia a un creyente de un ateo es básicamente que el primero atribuye a Dios todas las cosas buenas que le pasa y le exime de las malas, eso y que, lógicamente, no para de pedir favores a su omnipresente amigo invisible. Vicente podía tolerar que no hubiese demasiadas cosas buenas en su vida, podía achacarlo al ADN, a su falta de autoestima, a sus limitadas entendederas. Podía asumirlo, lo había hecho desde pequeño, era algo que podía digerir. Podía exculpar a Dios de las cosas malas que le ocurrían, aunque éstas fueran frecuentes, incluso excesivamente frecuentes, sospechosamente frecuentes. Incluso podía pasar sin pedir ayuda a su Creador, nada de favores, nada de milagros o intervenciones divinas o mediaciones mágicas. Bien, podía asumirlo, podía vivir con ello, podía pensar en que todo le sería multiplicado en el Cielo, en que era puesto a prueba por el Señor, en que algún plan inteligible se estaba tejiendo y en algún momento sería recompensado. Pero lo de la tostada… ¡lo de la tostada…! eso superaba el límite de lo humanamente resistible. ¡Dios se estaba partiendo el culo allí arriba! Le había escogido a él y había apostado con todos los putos ángeles, arcángeles y querubines cuánto podía aguantar aquel pringado de allí abajo. Sí, incluso se podían oír sus carcajadas cuando la tostada cayó. Todo el puto Reino celestial mofándose de él. Mofándose hasta que Vicente se cagó en Dios, entonces dejaron de escucharse las risotadas.
Aquel día de ruptura, que no de pérdida de fe, puesto que Vicente jamás dejó de creer en el Altísimo, simplemente asumió que Jehová le tenía ojeriza, pues ese día, Vicente se planteó contraatacar e insultar al Señor, ¿cómo? Siendo el mayor de los pecadores, ¿cómo? Cometiendo los siete pecados capitales en un día. Y lo pensó él solito.
Y así, mientras daba de comer a las palomas en el parque con el nerviosismo del que está a punto de perder la virginidad, Vicente enumeró mentalmente los siete pecados: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Y en ese momento, en ese preciso instante, fue consciente de algo que jamás hubiera podido sospechar, algo que nunca se había planteado hasta ahora, ¡pecar era algo dificilísimo!
Nunca pensó Vicente que pecar fuera tan complicado. Ofender al Señor puede parecer sencillo y quizá lo sea si únicamente piensas practicar uno o dos de los pecados capitales, pero no es tan fácil si deseas efectuarlos todos en veinticuatro horas. Había pecados con los que se sentía capaz, la gula, la pereza, quizá la envidia, pero la lujuria y la ira, ¿cómo iba a consumarlos? Él, bueno, no es que no le gustara el sexo pero… digamos que… no era un virtuoso, es decir que la lujuria le era tan desconocida como la menstruación. Y luego estaba lo de la ira, era un poco embarazoso la verdad, le resultaba difícil enfadarse, por mucho que le putearan le resultaba imposible, desde pequeño, era de suponer que era un cagueta, una nenaza, uno de esos seres llorones incapaces de generar cólera. Y tampoco estaba muy seguro con respecto a lo de la avaricia y la soberbia. No, no las tenía todas consigo. Quizá entrenando, proponiéndoselo a largo plazo, estableciendo un plan de trabajo, a la larga… quizá en veinte o treinta años pudiera ser un pecador aceptable. Pero esa no era la historia, la clave estaba en hacerlo en veinticuatro horas, se trataba de abofetear a Dios ahora que estaba pendiente de él y así ganarse su respeto, convencerlo de que no era un mierda con el que juguetear, hacerle perder la apuesta celestial fuera cual fuera, demostrarle que si no dejaba de putear, hasta el cordero más dócil podía revelarse. Sí, Vicente estaba seguro que, tras convertirse en el pecador total, en el recordman de los pecadores, Dios le haría una oferta y podría volver al cubil con una vida tolerable. Así pensaba Vicente. Y así me lo contó.
Sí, yo entré a formar parte del maravilloso plan Pecados Exprés S. L. gracias a mi condición de…, como diría, capullo. Vicente no lo dijo así, creo que me llamó profesional en la materia, dijo algo como que yo era lo más cercano a un “perito del pecado” que conocía, dado que, en sus círculos catoliquísimos, este tipo de aficiones no se practicaban, y si se practicaban no se comentaban, le resultaba difícil saber a quién recurrir.
Yo era el tipo que sacaba los cubos de basura en la Comunidad, quizá fueron mis tatuajes, las patillas, que fumara cosas raras, que a veces apestase a alcohol, no sé, o quizá lo que se decía, que si me había follado a una rumana en el cuarto de los cubos, que si me habían encontrado dormido en las escaleras, que si me vieron sacar doce plantas de maría de dentro de los cubos.
Leyendas urbanas. La cosa es que, por lo visto, ese tipo de chismes unidos a un aspecto opuesto al de las juventudes del partido conservador, habían llevado a pensar a Vicente que yo era un tipo cualificado para ayudarle en su estúpido cometido. Inicialmente me pareció una gilipollez.
Cuando lo repitió por tercera vez me siguió pareciendo una gilipollez. Tras la cuarta copa en su saloncito Ikea presidido por el póster del Papa continuó pareciéndome una gilipollez. Cuando dijo que habría dos mil euros para mí me pareció una gran idea.
Vicente era un tipo con tanto potencial para pecar como una bombona de butano. Era una mezcla entre curilla pederasta y friki pajillero vestido con ropa de padre desfasado. Era uno de esos tipos a los que apetece pegar, uno de esos que no sabes porqué pero, si no te vieran y si no fuera políticamente incorrecto, te encantaría soltarle una hostia. Vicente representaba ese tipo de personaje con el que jamás dejarías a tu sobrino de cinco años a solas ni dos minutos. Ese tipo de ser de manitas blanquecinas y sudorosas que sabes que tiene el interior del armario empapelado con fotos de una actriz a la que ha recortado los ojos. Ese que roba ropa interior de octogenarias de los tendederos. Ese que hace la compra con pinzas de la ropa en los pezones y una brida estrangulándole el escroto. Por más que lo miraba no podía dejar de imaginármelo vestido con la ropa de su hermana y pagando por chuparle el pie a una dominatrix. Vicente no sostenía la mirada, tartamudeaba, daba la mano flácidamente, se sentaba juntando las rodillas y se le formaba una babilla blanquecina en la comisura de los labios. Cuando me contó la teoría conspiranoica sobre la ojeriza de Dios, lo que me extrañó fue que su dios no quedara con el Buda ese y el Alá para emborracharse y darle una paliza entre los tres. Hubo un momento en que pensé en cambiar la remuneración de mi trabajo, en vez de los dos mil me dejaría inflarle a patadas, pero desistí en la seguridad de que el cabrón disfrutaría y claro eso le quitaría gracia al asunto.
Frente a unas cervezas y tras hacernos íntimos, lo primero que hice fue pedirle que me enumerara los siete pecados capitales esos, y una vez que lo hizo, me parecieron una mariconada. ¿La gula es un pecado? ¡Por Dios! ¿Los obesos son pecadores? ¿Pero de qué época son los pecados estos? Vicente respondió que son los vicios mencionados en las primeras enseñanzas del cristianismo para educar a sus seguidores acerca de la moral cristiana. Pues vale.
Me parecía curioso que fuese pecado hincharse de pizza y que no lo fuera matar al pizzero. ¡Qué raritos son los cristianos estos!
Todo estaba más o menos claro salvo una cosa, ¿qué coño era la soberbia? Vicente respondió que se trataba de una sobrevaloración del Yo respecto de otros por superar, alcanzar o superponerse a un obstáculo, situación o bien en alcanzar un estatus elevado y despreciar al contexto. Como vio que mi cara de bóvido permanecía inmutable en una demostración de ignorancia supina, añadió que era como el orgullo. Ah, vale.
Inicialmente pensé que estos iban a ser los dos mil euros más fáciles de ganar de mi crapulosa vida hasta que me fijé detenidamente en el nervioso Vicente, sonreía histéricamente y parecía que se fuera a hacer pipí en cualquier momento, en ese instante me asaltó la duda.
En fin, lo primero iba a ser ponerse de pizza y donuts hasta el culo, y mañana igual, todo el día, y después de estar lleno, más donuts. Con eso solucionado lo de la gula. Vicente asintió con el gesto del disminuido psíquico que tras esperar dos horas está a punto de montar en la noria.
Lo segundo la pereza, nada de madrugar, todo el día tirado, levantarse a las tantas, comer los donuts en la cama, de la cama al sofá, del sofá a la cama, ¿ok? Okey, respondió un agitado Vicente haciendo un gesto con la mano que se suponía enrollado pero que se asemejó más a la convulsión post morten de un epiléptico.
Tras las fáciles íbamos con las complicadas, la envidia. Preguntado Vicente si envidiaba a alguien, el susodicho replicó que no puesto que la envidia era un pecado. Inquirido el referido de que de eso se trataba y de que no estaba precisamente ante su confesor apostólico, el susodicho piensa durante unos segundos y termina encogiéndose de hombros. Preguntado si envidia al Papa, responde que siente admiración hacía él. Preguntado si envidia a Santa Teresa de Calcuta, responde que siente admiración por ella. Preguntado si envidia a Gandhi, responde que siente admiración por él. El interrogador resopla, se bebe la cerveza de golpe, y pregunta si envidia a John Holmes alias “35 centímetros”, el susodicho responde no conocer al señor John por lo que el interrogador indica que se trata de un actor porno que hizo el amor con catorce mil mujeres y que tenía un miembro de treinta y cinco centímetros en erección, el susodicho no sabe qué responder y parece asustado. La cosa se complica.
Estábamos en el tercer pecado y ya estábamos estancados, esto no iba a ser fácil, así que decidí saltarme la envidia e ir a por lo de la avaricia. Vicente dijo que nunca le había importado mucho el dinero, cosa por la que estuve a punto de abofetearle, que si él no necesitaba mucho, que si se conformaba con poco, que si se ajustaba a un sueldo normal. Me quedé mirándole, esos comentarios deberían estar penados con la castración química en este mundo liberal y capitalista.
Eran una blasfemia para mis oídos, cada vez me apetecía más golpear a aquel engendro, rechazar a Dios es una cosa pero ¡rechazar el dinero! ¡Vámonos al bingo!
Aquel viernes a las doce y un segundo Vicente comió pizza y donuts hasta reventar y después fue al bingo a intentar ganar dinero, el mayor número de dinero posible, no lo ganó pero qué importaba, lo intentó, lo deseó, se apasionó con ello, se sumergió en la avaricia. El sábado por la mañana se levantó a la hora de comer, ingirió más pizza y más donuts aún cuando no tenía apetito, y después, la siesta tirado en el sofá, mientras daba bocados cansinos a otra pila de donuts. Entonces le hablé del puticlub y de la lujuria.
Vicente estaba francamente asustado pero pasó a un estado de angustia convulsiva cuando le indiqué que para que fuera lujuria, lo suyo sería hacérselo con dos mujeres, y que además debería realizar alguna práctica sexual penada por la Iglesia, le pregunté si había oído hablar del sexo anal. Ahí fue cuando Vicente sufrió las palpitaciones y se hiperventiló, estuvo diez minutos con la cara metida en una bolsa contándome cómo la única mujer con la que había yacido, su ex, se había autolesionado para acusarle de maltrato, suponía que de tanto practicar la postura del misionero. Le tranquilicé diciéndole que no tendría problema, las señoritas ucranianas se encargarían de todo, yo las conocía, fue entonces que lo dijo. Dijo que me envidiaba, que envidiaba a los tíos como yo, con esa seguridad en sí mismos y esa gran autoestima con las mujeres. Sí, me envidiaba. No le dije nada, me limité a mirarle sonriendo hasta que se dio cuenta. ¡La envidia! ¡Sentía envidia! Y me abrazó eufórico.
Sacarle del coche una vez aparcamos en el puticlub fue más complicado, no dejaba de repetir que aquello le parecía una acto humillante para la mujer, lo repitió hasta que le comenté que aquellas señoritas ganaban en veinte minutos lo que él en un puto mes, y que para ellas lo humillante era estar de rodillas limpiando un retrete por el sueldo mínimo interprofesional mientras una zorra burguesita vestida de Versace las reprendía por no frotar más fuerte los zurullos del señor de la casa.
Una vez bajo los neones rojos no lo hizo mal salvo por lo de intentar explicarle al portero rumano de dos metros y careto de comer carne cruda el motivo por el que se veía forzado a entrar allí. Creo que Boris quedó pensativo un buen rato descifrando qué tenía que ver Dios en que un panolis con pinta de zoofílico pagara por tener sexo. Ahí decidí que había que emborracharlo.
Con el cuarto whisky Vicente había jurado amistad sincera a media docena de clientes y había relatado a otros tantos la llorosa experiencia de tener que pelearse con el Señor. En ese momento lo empujé con las dos meretrices.
Como en los primeros veinte minutos las expertas prostitutas no consiguieron nada, y dado que pagaba él, lo apunté a veinte minutos más. Y ahí triunfó. Eso al menos salió diciendo.
Surgió balanceándose, descamisado pero con esa sonrisa de quien ha visto el Edén de cerca. Con la voz pastosa me hizo saber que había cortado dos orejas y rabo, que había ofendido a la Iglesia en al menos media docena de actos sexuales, algunos de los cuales dudaba que los curas tuvieran conocimiento. Lamentó haber estado desaprovechado todo este tiempo, alardeó de esa capacidad amatoria recién descubierta y de unas condiciones naturales envidiables para el acto sexual, que no lo decía él, que lo habían dicho las anonadadas señoritas, saturadas de orgasmos ellas y de placer libidinoso como no habían sentido nunca. Era él el mejor amante que habían tenido, es más, no habían sabido lo que era un hombre hasta que él entró en aquella habitación, era una bestia, una máquina sexual, prácticamente las había vuelto multiorgásmicas, ellas, que eran frígidas. Y aquellas damas no tenían pinta de mentir. Fue entonces que le señalé que estaba dando todo un máster en soberbia, y que ya solo nos restaba la ira. Me dio un abrazo, me dijo que me quería y, completamente alcoholizado, me señaló que quizá fuera soberbia pero que estaba seguro que al menos una de las damas se había enamorado de él.
Lo arrastré fuera del local. Miré el reloj y comprobé que quedaban diez minutos para las doce, no quedaba tiempo para cumplir con el último pecado capital en las previstas veinticuatro horas, salvo que…
Le susurré al oído a Vicente que Boris acababa de ofender a la licenciosa chica a la que había enamorado, no sé qué de que eran unas guarras poco higiénicas y unas mentirosas compulsivas, amén de ser del Atleti, todo lo cual resultaba del todo ofensivo a mi modo de entender. El medio inconsciente Vicente me apartó de un empujón y oscilando cual péndulo se dirigió hacia el pétreo portero del garito y señalándolo con el amenazante dedo le llamó “alfeñique troglodita”, para acto seguido lanzar un gancho de izquierdas que se perdió en el aire pero que hizo girar al borracho trescientos sesenta grados sobre sí mismo y caer al suelo.
Boris no se inmutó, por varios motivos, porque no sabía lo que era un alfeñique, porque Vicente le parecía tan amenazante como el pedo de una gallina, y especialmente porque yo le hacía gestos para que no lo desmembrara.
Y fue ahí que tras mirar el reloj y ver cómo quedaban cinco minutos para las doce, me agaché para informarle de que con su reciente y, del todo sorprendente, ataque de ira, habíamos cubierto la totalidad de los pecados capitales en el tiempo establecido. Era el puto amo de los pecadores. Vicente dibujó algo parecido a una sonrisa e inmediatamente vomitó hasta el hígado.
Llegados a ese punto reclamé mis dos mil euros. El nuevo plusmarquista de los pecadores asintió mientras intentaba, inútilmente, limpiarse el vómito del pantalón. Lo arrastré hasta el coche, lo metí dentro y comencé a conducir camino de una casa donde a mí me esperaba el dinero y a él una resaca de órdago. No había conducido mucho cuando ocurrió.
En una solitaria callejuela, de repente, el tipo negro con el macuto se abalanza sobre el coche. Doy un frenazo. El acelerado negro suelta el macuto y sigue corriendo. Otro tipo negro descalzo surge corriendo tras el primero, nos sortea y continúa su frenética persecución. Ambos se pierden tras la esquina. Quedo unos segundos aferrado al volante aún con la pose instintiva del que se ha visto atropellando a un pandillero, tras esos segundos veo el macuto sobre el capó, sopeso bajar y retirarlo, pero no me gustaría verme rodeado de marginales mientras manipulo sus cosas, de modo que acelero con el bulto sobre el coche. No he recorrido ni media docena de calles cuando detengo el automóvil en el vado de un garaje. Tras echar un vistazo alrededor, descorro la cremallera y los veo.
Hay un montón de fajos de billetes dentro. Un montón de billetes ganados con el duro esfuerzo del menudeo de drogas, un montón de dinero que le va a costar un navajazo a alguien, o puede que a más de uno. Histérico lo lanzo dentro del coche. Acelero.
Mientras volanteo y contravolanteo no puedo borrar de mi rostro la incredulidad por lo sucedido. ¡Increíble! No lo puedo creer. ¡Asombroso! Este tipo de cosas solo pasan en las películas, nunca a tipejos como yo. ¡Impresionante! No hay forma más ridícula de que te llueva dinero del cielo. Es un milagro, sí, es un puto milagro, y no lo digo yo, creo que lo he pensado pero lo ha dicho… ¿quién lo ha dicho? Ha sido la pastosa voz de Vicente, ese tipo que va a mi lado y al que había olvidado. El enrojecido rostro del borrachín muestra una estúpida sonrisa mientras observa el contenido del macuto que he dejado instintivamente sobre sus rodillas. Es un milagro, repite, sabía que Dios reconocería mi acto y me gratificaría por haberle ganado el pulso, añade antes de sacar la cabeza por la ventanilla y vomitar hasta la última papilla.
Yo soy un tipo pragmático. Materialista. Ateo. Incrédulo. Un tipo sin suerte porque la suerte no existe, solo existe la mala suerte. Así que sigo conduciendo en silencio intentando reírme de lo ridículo del personaje que llevo conmigo y lo estúpido de su proceder. Un bendito que cree que debe pecar para cambiar, entonces, ¿qué debería hacer un pecador como yo para cambiar? Sonrío. Sí, pobre Vicente, siempre un perdedor, un inadaptado, un fracasado, un tipo sin suerte, en definitiva, alguien muy parecido… a mí.
Y es al aparcar bajo su casa que no puedo dejar de mirar el macuto, ese macuto, y entonces se lo pregunto.
Como en los primeros veinte minutos las expertas prostitutas no consiguieron nada, y dado que pagaba él, lo apunté a veinte minutos más. Y ahí triunfó. Eso al menos salió diciendo.
Surgió balanceándose, descamisado pero con esa sonrisa de quien ha visto el Edén de cerca. Con la voz pastosa me hizo saber que había cortado dos orejas y rabo, que había ofendido a la Iglesia en al menos media docena de actos sexuales, algunos de los cuales dudaba que los curas tuvieran conocimiento. Lamentó haber estado desaprovechado todo este tiempo, alardeó de esa capacidad amatoria recién descubierta y de unas condiciones naturales envidiables para el acto sexual, que no lo decía él, que lo habían dicho las anonadadas señoritas, saturadas de orgasmos ellas y de placer libidinoso como no habían sentido nunca. Era él el mejor amante que habían tenido, es más, no habían sabido lo que era un hombre hasta que él entró en aquella habitación, era una bestia, una máquina sexual, prácticamente las había vuelto multiorgásmicas, ellas, que eran frígidas. Y aquellas damas no tenían pinta de mentir. Fue entonces que le señalé que estaba dando todo un máster en soberbia, y que ya solo nos restaba la ira. Me dio un abrazo, me dijo que me quería y, completamente alcoholizado, me señaló que quizá fuera soberbia pero que estaba seguro que al menos una de las damas se había enamorado de él.
Lo arrastré fuera del local. Miré el reloj y comprobé que quedaban diez minutos para las doce, no quedaba tiempo para cumplir con el último pecado capital en las previstas veinticuatro horas, salvo que…
Le susurré al oído a Vicente que Boris acababa de ofender a la licenciosa chica a la que había enamorado, no sé qué de que eran unas guarras poco higiénicas y unas mentirosas compulsivas, amén de ser del Atleti, todo lo cual resultaba del todo ofensivo a mi modo de entender. El medio inconsciente Vicente me apartó de un empujón y oscilando cual péndulo se dirigió hacia el pétreo portero del garito y señalándolo con el amenazante dedo le llamó “alfeñique troglodita”, para acto seguido lanzar un gancho de izquierdas que se perdió en el aire pero que hizo girar al borracho trescientos sesenta grados sobre sí mismo y caer al suelo.
Boris no se inmutó, por varios motivos, porque no sabía lo que era un alfeñique, porque Vicente le parecía tan amenazante como el pedo de una gallina, y especialmente porque yo le hacía gestos para que no lo desmembrara.
Y fue ahí que tras mirar el reloj y ver cómo quedaban cinco minutos para las doce, me agaché para informarle de que con su reciente y, del todo sorprendente, ataque de ira, habíamos cubierto la totalidad de los pecados capitales en el tiempo establecido. Era el puto amo de los pecadores. Vicente dibujó algo parecido a una sonrisa e inmediatamente vomitó hasta el hígado.
Llegados a ese punto reclamé mis dos mil euros. El nuevo plusmarquista de los pecadores asintió mientras intentaba, inútilmente, limpiarse el vómito del pantalón. Lo arrastré hasta el coche, lo metí dentro y comencé a conducir camino de una casa donde a mí me esperaba el dinero y a él una resaca de órdago. No había conducido mucho cuando ocurrió.
En una solitaria callejuela, de repente, el tipo negro con el macuto se abalanza sobre el coche. Doy un frenazo. El acelerado negro suelta el macuto y sigue corriendo. Otro tipo negro descalzo surge corriendo tras el primero, nos sortea y continúa su frenética persecución. Ambos se pierden tras la esquina. Quedo unos segundos aferrado al volante aún con la pose instintiva del que se ha visto atropellando a un pandillero, tras esos segundos veo el macuto sobre el capó, sopeso bajar y retirarlo, pero no me gustaría verme rodeado de marginales mientras manipulo sus cosas, de modo que acelero con el bulto sobre el coche. No he recorrido ni media docena de calles cuando detengo el automóvil en el vado de un garaje. Tras echar un vistazo alrededor, descorro la cremallera y los veo.
Hay un montón de fajos de billetes dentro. Un montón de billetes ganados con el duro esfuerzo del menudeo de drogas, un montón de dinero que le va a costar un navajazo a alguien, o puede que a más de uno. Histérico lo lanzo dentro del coche. Acelero.
Mientras volanteo y contravolanteo no puedo borrar de mi rostro la incredulidad por lo sucedido. ¡Increíble! No lo puedo creer. ¡Asombroso! Este tipo de cosas solo pasan en las películas, nunca a tipejos como yo. ¡Impresionante! No hay forma más ridícula de que te llueva dinero del cielo. Es un milagro, sí, es un puto milagro, y no lo digo yo, creo que lo he pensado pero lo ha dicho… ¿quién lo ha dicho? Ha sido la pastosa voz de Vicente, ese tipo que va a mi lado y al que había olvidado. El enrojecido rostro del borrachín muestra una estúpida sonrisa mientras observa el contenido del macuto que he dejado instintivamente sobre sus rodillas. Es un milagro, repite, sabía que Dios reconocería mi acto y me gratificaría por haberle ganado el pulso, añade antes de sacar la cabeza por la ventanilla y vomitar hasta la última papilla.
Yo soy un tipo pragmático. Materialista. Ateo. Incrédulo. Un tipo sin suerte porque la suerte no existe, solo existe la mala suerte. Así que sigo conduciendo en silencio intentando reírme de lo ridículo del personaje que llevo conmigo y lo estúpido de su proceder. Un bendito que cree que debe pecar para cambiar, entonces, ¿qué debería hacer un pecador como yo para cambiar? Sonrío. Sí, pobre Vicente, siempre un perdedor, un inadaptado, un fracasado, un tipo sin suerte, en definitiva, alguien muy parecido… a mí.
Y es al aparcar bajo su casa que no puedo dejar de mirar el macuto, ese macuto, y entonces se lo pregunto.
--¿Me ayudarías a realizar las siete virtudes del Catecismo en veinticuatro horas?
--Por dos mil euros --responde Vicente.
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