CON MI PADRE
La muerte de cada hombre empieza con la de su padre.
ORHAN PAMUK, Otros colores
Domingo
23 de enero de 2011. Doce y siete minutos de la noche. Por enésima vez me sitúo
delante del ordenador e intento escribir el recuerdo de mi niñez que, desde
hace tres años, cada trimestre publico en la revista ALMAZARA. Hasta ahora, exceptuando la novatada inicial, no me había
pasado nunca, siempre he remitido mis relatos con mucha antelación; pero en
esta ocasión, el tiempo se me ha echado encima: estoy a cuatro días de la fecha
tope que señaló el Consejo de Redacción para enviar las colaboraciones y,
aunque lo he intentado en numeras ocasiones, no tengo, ni tan siquiera, tema
sobre el que escribir. Sin ser requerido, y con la decidida intención de
torturarme, acude a mi mente ese refrán, tan verdadero, que dice: “no dejes para mañana lo que puedas
hacer hoy”. Yo he dejado escapar
muchísimos días, pero esta noche, al igual que sucede en las trascendentales
negociaciones políticas, pararé los relojes y no me separaré del ordenador hasta
solventar la papeleta. Para ignorar la hora, castigo a los medidores del tiempo
poniéndolos mirando hacia la pared, y coloco un trozo de cinta adhesiva azul
sobre el marcador horario que aparece en la
parte inferior derecha del ordenador.
Pongo la memoria a trabajar y, una vez más, la
mente no me obedece. Las voces del
pasado, que hasta ahora han sido mis fieles aliadas para escribir los relatos,
en esta ocasión, se muestran esquivas y, por más que lo intento, los recuerdos
de mi niñez permanecen bloqueados. Hago
otra tentativa de retrotraerme a mi
infancia, pero mi pensamiento, nuevamente,
deriva hacia mi padre. Vuelvo a visionar el cotidiano vivir de su último
periodo de vida tan monótono y dependiente, donde la razón dejó de tener uso y
el tiempo no era más que un duermevela salpicado de incoherencias y
sobresaltos. También lo veo postrado en la cama y contemplo su cabeza, casi
nonagenaria, donde resaltaba su cara despejada de arrugas y el espeso y fuerte
cabello que siempre le acompañó y que conservó integró hasta el final de sus
días. El pasó del tiempo solo consiguió cambiarle de color: del negro carbón,
dio paso al gris ceniza.
Sin darme cuenta, retrepado en el
sillón, me quedo dormido. De pronto, la sirena de una ambulancia que circula
por la calle Eugenio Gross, camino del Materno o del Hospital Civil, me
despierta. Ignoro la hora que puede ser y no voy a descubrirla: las promesas
hay que cumplirlas y yo prometí que no miraría el reloj hasta que tuviese
escrito el relato. No sé el tiempo que permanecí dormido, pero si sé que
durante todo ese tiempo estuve soñando, y en todos mis sueños aparecía la
imagen de mi padre. Los ojos se me humedecen y los recuerdos relacionados con
él fluyen en mí cerebro continuamente. ¡Lo tengo! El relato que pretendo escribir va a estar
copado, en su integridad, por recuerdos de mi niñez que, de una u otra forma,
tienen como protagonista a mi progenitor. Sí, voy a escribir sobre mi padre,
Manuel Frías Molina, Manolo “Calayo”: el niño nacido y criado en el Carrascal,
marido y padre en la calle de Las Monjas y vecino de Málaga, desde finales de
los años sesenta del pasado siglo. Hago unos rápidos cálculos mentales y
compruebo que mi infancia perianense transcurrió entre los 33 y 46 años de mi
padre. Vuelvo a ser niño en la
Periana de aquellos tiempos y lo recuerdo comedido y parco,
tanto en las manifestaciones de cariño como de severidad, y lo veo con su
peculiar forma de andar, su inseparable boina, sus camisas oscuras y holgadas,
sus pantalones de pana y su calzado rústico. Pienso ahora, mientras escribo
estas líneas, en lo envejecido que estaba mi padre cuando emigró a la Capital y me sorprendo,
pero los 46 años de entonces, trabajados desde la más temprana niñez, nada
tienen que ver con los de ahora.
No puedo decir que se prodigara
mucho contándome cosas de su niñez y juventud, pero sí me
relató algunas que aún recuerdo. La más remota de su infancia que retengo hace
referencia a la tarde que llegó a la barbería de Modesto para pelarse. Estaba
sentado en el sillón Miguel “El Picaillo” y, mientras que terminaba de
arreglarlo, lo mandó por un cantarillo de agua a La Fuente. De regreso tropezó y el
cantarillo se hizo añicos, pero como desde niño fue partidario de las pocas
palabras, rápidamente decidió cambiar de barbero, y así evitó el tener que dar
explicación alguna.
De su juventud, la mayoría de las
cosas que me refirió están relacionadas con el servicio militar que le llevó
por Barcelona, Lérida y Granada. Nunca le gustó el fútbol y, en más de una
ocasión, cuando me veía nervioso, frente al televisor, viendo jugar a mis
equipos favoritos, me contó que, estando de recluta en la Ciudad Condal,
llevaron a su compañía a ver un partido entre el Barcelona y el Bilbao; pero
él, y, los también perianenses, Pepillo “Fuñiga” y Manuel “Cenizo”, entraron al
campo, y en el momento que el sargento que los controlaba se descuidó, se
quitaron de en medio. Nunca habían visto un partido de fútbol, pero creyeron
que era más atrayente pasear por la Barcelona de la posguerra que ver a 22 tíos en
pantalón corto, con las piernas cubiertas de bello, corriendo como locos detrás
de una pelota.
El primer acontecer del que me
acuerdo, vivido junto a mi padre, tuvo lugar una tarde verano siendo yo muy
niño. De aquella tarde recuerdo que llegó
del campo y cogió un cubo para ir a
coger chumbos al huerto que su madre tenía en el Carrascal, contiguo a la casa
donde vivía. Otras veces me había pedido que le acompañara y yo me había
negado, pero en aquella ocasión, me empeñé en ir con él. No quería llevarme
porque era muy tarde y faltaba poco para anochecer, pero insistí tanto que
accedió a mi petición. Me cogió de la mano para aligerar, tiramos por la calle
de Las Monjas hacia abajo, pero en lugar de desviarnos, como hacíamos siempre
que íbamos a visitar a mi abuela, por la casa de Bárbara “La Follisqueta”, cruzar
el arroyo Cantarranas y pasar por donde vivían Juani “Mollete”, Francisco
“Malospelos” y Pepe “Montaño”, continuamos andando, y, antes de llegar al
cortijo de “Orea”, me montó en cuestas para bajar un pequeño pecho, cruzamos un
arroyo, en cuyas orillas crecían esbeltas cañas, y, como por arte de magia, nos
encontramos dentro del huerto. Mi sorpresa fue mayúscula, ya que desconocía que
hubiese otro acceso. A partir de aquel día, utilicé el referido atajo en
multitud de ocasiones.
Llegamos a donde estaban las pencas
y, sin que yo me percatara, sacó una caña y unas tenazas, que estaban
escondidas por allí, y se puso a coger chumbos. La caña era bastante larga y
resistente. En uno de sus extremos, de manera artesanal, tenía hecha una
especie de pinza que con precisión acercaba al chumbo para envolverlo, giraba
suavemente y se desprendía de la penca. También cogió algunos con unas tenazas
de las que, antiguamente, se utilizaban en las casas para agarrar las ascuas
del fuego. Aunque llevaba algún tiempo comiendo chumbos, era la primera vez que
veía cogerlos. A continuación, procedió a quitarle las espinas barriéndolos con una escobilla que había
fabricado con hierbajos. Terminada esta operación, cogió la caña y las tenazas
para dejarlas en el escondite de donde las había sacado. Yo aproveché su
momentánea ausencia para hacerme con el desechado barredor y proceder a
rebarrer los chumbos. Como es de suponer, las espinas me llegaron hasta el
cielo de la boca. A partir de aquella tarde, una de mis pesadillas infantiles
más frecuentes tuvo como protagonistas a los chumbos: soñaba que caía dentro de
unas pencas y, aunque gritaba hasta perder la voz, nadie acudía a socorrerme.
Me despertaba horrorizado y lleno de angustia. Mis relaciones con los chumbos
nunca han sido todo lo cordiales que hubiese deseado, ya que además del
percance narrado varias veces se me atascaron y lo pasé canutas. Hasta llegué a
requerir, en una ocasión, cuidados médicos. Sin embargo, me gustan a rabiar, y no puedo pasar por delante de un
vendedor ambulante sin comerme, como mínimo, media docena. Mis preferidos, al
igual que cuando era chico, continúan siendo los de carne roja, que los niños del
pueblo llamábamos de sangre.
Una de las vivencias más gratas que
compartí con mi padre, y que dejó imborrable huella en mi
memoria, tiene que ver con la fabricación de la cal. Sí, cal para blanquear. Cal con la que antaño
se enlucían las fachadas e interiores de
todas las casas de Periana. Recuerdo que
un día, mientras almorzábamos, mi padre le dijo a mi madre que iba a echar un
horno de cal en la haza de Regalón. Yo me quedé sorprendido, ya que suponía que
la cal (cuya venta pregonaban unos hombres forasteros que recorrían las calles
del pueblo transportándola en borricos, y que también podía encontrarse en los polveros de Jacinto
“El Gallo” y Antonio de “La
Ciencia”) se extraía de las minas. Me mostré muy interesado
por el proceso y me lo explicó rápidamente, pero como no quedé muy convencido
de su exposición, y pensé que me estaba tomando el pelo, le sugerí ayudarle
y aceptó mi ofrecimiento. Pocas veces en mi niñez gocé y trabajé tanto
como en aquella ocasión: participé en el
acarreo, tanto de las piedras calizas que luego se convertirían en cal,
como de la leña que al quemarse haría el prodigio y, por supuesto, en la
construcción del horno. Aún recuerdo con
nitidez de presente el instante en que mi padre prendió fuego al horno. ¡Con
cuánta intensidad viví aquel momento!
Estuvo ardiendo durante varios días y había que vigilarlo y echarle
leña. Al día siguiente de ponerlo en funcionamiento, amaneció nublado. Cuando
íbamos llegando al “Cortijillo del Abuelo”, camino de Regalón, comenzó a
chispear. Mi padre se mostró muy preocupado y contrariado, ya que si llovía se
estropeaba el invento. Afortunadamente, todo quedó en un susto. Pasados varios
días dejamos de suministrarle leña al horno, y, cuando se apagó, me
sucedió igual que a Santo Tomás: hasta
que no la tuve en mis manos, no creí en
el milagro de la transformación de las piedras en cal.
También permanecerá para siempre en
mi memoria la jornada que viví “sacando
mi primer agosto”, en la era que Isidro de “Las Mayoralas” tenía en el
Peñón de Navas. Mi abuelo, Rafael “Ganguita”, repartió su herencia en vida, y a
mi madre le tocó una haza de olivos en Regalón y otra de secano en Los Peñones,
que solamente tenía un olivo. Esta la sembraba mi padre todos los años de
trigo, trigo que luego se llevaban “Los Serenos” y, en lugar de pagarnos con
dinero, nos daban vales que servían para comprar pan. Recuerdo que los vales eran unos cartones
pequeños de forma rectangular donde figuraba la inscripción: VALE POR UN KILO DE PAN. Cuando mi madre me mandaba a que fuese
por pan al horno de “Los Serenos”, en lugar de darme dinero para pagarlo, me
daba un vale por cada pan que quería. Perdón por el sermón. Pero he considerado
conveniente reflejarlo para conocimiento de los lectores que, por su edad, no
vivieron esta forma de comercial en la Periana del ayer. A lo que iba. Mi padre, como de
costumbre, sembró trigo, y cuando llegó la hora de sacarlo, me llevó a la era
para ayudar. Mi trabajo era muy simple: consistía en llevarles a los hombres
que había en la era el botijo y la botella de aguardiente, que permanecían
resguardados del sol en el tronco hueco de un olivo.
Al llegar, muy temprano, vi que las espigas
estaban espaciadas sobre la era formando un círculo casi perfecto. Mi padre, su
hermano Joseíco y Rafalico “Paulillo” ayudaron a Isidro “Ganguita”, que era el
dueño de los mulos, a prepararlos y
engancharlos al rulo. Para mí todo aquello era nuevo, y miraba con ojos
de asombro y satisfacción. Pero la sorpresa mayor estaba por llegar: cuando
comenzó la trilla quedé maravillado. Me puse en cuclillas y contemplaba
extasiado, una y otra vez, el paso de los mulos y el rulo. Mi padre, que permanecía con una horca en la
mano, muy cerca de donde yo me encontraba, parece que leyó mis pensamientos y me preguntó si me
gustaría dar unas cuantas vueltas. Me faltó tiempo para decirle que sí. En la
primera parada que se hizo para arremeter y mover la parva. Habló con Isidro y éste, cuando le
ofrecía agua y aguardiente, con su peculiar
voz, me invitó a subirme con él en el rulo. Aquello era fantástico, mucho más
divertido que montarse en los caballitos durante San Isidro o en la feria de
septiembre. Imaginaba estar subido en una diligencia que atravesaba un
polvoriento camino del oeste americano perseguida por los indios, tal y como
había visto en alguna película y leído en los tebeos del Capitán Miki. No me
cansaba de dar vueltas y, gustosamente, hubiese permanecido girando hasta el
final de mis días. ¡Me encontraba en la gloria! Pero cuando Isidro detuvo
nuevamente los mulos para volver a apañar la parva, mi padre me dijo, muy
serio, que el paseo había terminado. Capté rápidamente su mensaje y me
reincorporé a mi aburrido quehacer. En años posteriores, cuando además de
encargarme del botijo y la botella sacaba granzas, repetí la experiencia, incluso en una ocasión
me dejaron coger las riendas de los mulos, pero nunca volví a disfrutar como
aquella primera vez.
Desde que emigré a Málaga, he vuelto
muy pocas veces al pueblo que me vio nacer, y siempre para ser participe de
alegrías o tristezas. Al principio, cuando era joven, predominaban las alegrías
de las celebraciones; pero a medida que fui cumpliendo años, las alegrías
dieron paso a las tristezas y, de un tiempo a esta parte, solo acudo para
asistir a entierros. En todos los velatorios,
muchas personas solían preguntarme por el autor de mis días y, de manera
casi generalizada, mencionaban los tiempos en que fue guarda de la
acequia. Uno de los fijos era Miguelito
“Tapaeras”, que finalizaba, invariablemente, su conversación diciéndome que le
diera muchos recuerdos de su parte. De todas las referencias que me hicieron
sobre mi padre, en estos momentos, me viene a la memoria un diálogo que
mantuve, en el Cementerio, con un hijo
de Isidro “Lustiano”, lamentablemente no
sé cuál de ellos es, ya que de todos los hermanos, solo conozco por su nombre
al más pequeño, Pepe, con el que compartí juegos infantiles. Estuvimos hablando
de los achaques de nuestros padres, y al comentarle que el mío había perdido la
musculatura, casi en su totalidad, y que apenas tenía fuerzas, me refirió que
cuando estaban construyendo el Bar de Verdugo se encontraron con una piedra que
no había forma de partir. Probaron suerte, además de los trabajadores de la
obra, todos los hombres que se acercaban a curiosear, pero ninguno consiguió romperla.
Mi padre, que también pasó por allí, según me dijo, estaba indeciso, pero
alguien le picó la moral, cogió la porra y al primer golpe la hizo añicos.
Hoy, a pesar de los muchos años
transcurridos, -cuando ha vuelto definitivamente a su tierra natal, donde
siempre permanecieron sus raíces, para
pasar la eternidad al lado de su mujer, mi madre-, cierro los ojos y sigo
viendo sus varas de avarear, sus escardillos, su chapulina, sus almocafres, sus
hoces, sus dedales para protegerse los
dedos en la siega, su rastrillo, su pico, su pala, sus tenacillas, sus
sombreros de palma, sus hachuelas, sus asperones, sus alambres, sus tomizas, su
montón de sacos, sus espuertas (de goma y esparto), sus cajones, su linterna de
petaca, su navaja del ancla… y el mimo con que lo conservaba todo. Recuerdo mi
alegría, y la de mi hermana, cuando al regresar los sábados por la tarde de
Málaga, donde trabajaba en una obra, nos traía algún regalillo. También
recuerdo su prodigiosa memoria, cuando al volver de repartir el agua de la
acequia, le dictaba a mi madre, para que lo anotase en una libreta nombres,
apellidos y apodos de todas las personas a las que había dado agua. Recuerdo lo
mal que lo pasó cuando me sostuvo en su regazo para que un médico, en
Vélez-Málaga, me quitara las pelotas. Pero recuerdo, sobre todo, cuando mi
padre volvía triste y resignado de La
Fuente, aquellos días que ningún patrón le contrataba para
trabajar y no podía traer la peonada a casa.
Y desde el viernes 17 de diciembre
de 2010, día que estaba de cuerpo presente en el Tanatorio de Periana, un nuevo
recuerdo relacionado con mi padre atesoro en mi memoria. Cuando alguien me daba
el pésame y no lo reconocía le pedía que se identificará. Sobre las cinco y
media de la tarde, se me acercó un
anciano con gorra y garrote, al no conocerlo le pregunté quién era y su
respuesta, pronunciada con un dejo de tristeza, me llegó al corazón: “soy
un viejo de Moya con el que tu padre,
los veranos que fue guarda de la acequia, se portó muy bien. ¡Niño, tu padre era
un buen hombre!” Me emocioné y no fui capaz de articular una sola palabra. Algo
similar me sucede en estos momentos: soy incapaz de seguir escribiendo.
JOSÉ MANUEL FRIAS RAYA
Publicado en el número 29 de ALMAZARA
Jose Manuel, yo nací en Pedregalejo y había una familia "Manolo Calayo" que sembraban en una huerta y hacían carbon, cerca de la vía del tren, no sé si serán los mismos
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